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M A G A Z I N E 
197   Domingo 6 de julio de 2003
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Irrepetibles

Para muchas personas “normales”, la primera reacción es apartar la vista de sus rostros. Los protagonistas de esta serie no tienen brazos ni piernas, o el pelo les cubre todo el cuerpo y parecen lobos, o son siamesas y están unidas por la cabeza, o son a la vez hombre y mujer... Son diferentes, y este impresionante documento que resume dos años de trabajo y 80.000 kilómetros de viajes es un elogio de esa diferencia. Y son irrepetibles, pues mañana quizá la ciencia impida su nacimiento.

 
Pascal Kleiman
 
 
Della Grace Volcano
 
 
Jean-Luc Orofino
 
 
Gheorge Muresan
 
 
Alexei Barret
 

por Virginie Luc, fotografías de Gérard Rancinan|


Cuando me encontré con Anne-Cécile, con sus cuatro miembros amputados y una lluvia de medallas de natación en su historial deportivo, tuve la sensación de que me encontraba en la eternidad. Habíamos quedado en vernos en el muro de piedra que rodea la piscina de la ciudad francesa de Auteuil. Ante ella me di cuenta enseguida de que nunca había percibido la presencia de alguien con tanta intensidad. Era una curiosa sensación, uno de esos momentos que nunca se olvidan y que parecen situarse en la otra cara del tiempo.

Anne-Cécile, con su sola presencia, acababa de hacerme sin saberlo un regalo que sólo pueden ofrecer los que aman apasionadamente la vida. Y estos seres excepcionales, los protagonistas de esta serie, la aman por encima de todo. Por encima de su cuerpo mutilado o de su espíritu sumido en las tinieblas. Anne-Cécile tiene 26 años y es campeona de natación. Danny, el hombre lobo, de 22 años, es trapecista en un circo. Connie, de 34 años, parece una maniquí china. Grace Volcano, de 45 años, el hermafrodita, es fotógrafo artístico. Lori y Reba, de 40 años, las hermanas siamesas que tienen sus cabezas unidas la una en la otra, son en realidad dos seres muy diferentes. Una es cantante de country: la otra se contenta con vivir su vida al día...

Localizar a estos personajes y lograr que accedieran a posar ante la cámara de Gérard Rancinan fue un trabajo arduo y muy complicado. Tardamos dos años en reunir todo el material y recorrimos más de 80.000 kilómetros para desplazarnos hasta los lugares donde viven. Consultamos a decenas de personas hasta conseguir 30 nombres que encajaran en nuestro proyecto Elogio de la diferencia. Hablamos con profesores, periodistas, médicos, científicos especializados en genética... Curiosamente, el candidato que más nos costó convencer es el que abre la serie, Danny, el hombre lobo, que trabaja en un circo ambulante que recorre pueblos y ciudades de México y Estados Unidos. Pero, a pesar de las dificultades, tuvimos suerte y no fueron muchos los que se negaron a posar, sólo aquéllos que no se aceptan como son.

La genealogía de los cuerpos de los que quisieron aparecer en este trabajo es una geografía de los abismos. Por eso, al principio, cuando empiezas a hablar con ellos sin apenas conocerlos, se siente miedo. Quizá por ese miedo se les condena al ostracismo en una sociedad que se empecina en modelar al hombre perfecto. Nos molestan. Llaman al orden a nuestros demonios de siempre, enterrados en el fondo de la memoria de nuestra especie. Hieren nuestra mirada, sacuden nuestras comodidades y nuestras certezas. Y apartamos la vista. Pero, a veces, las miradas se domestican con un poco de entrenamiento y entonces son capaces de ver en profundidad al ser humano que se tiene enfrente. Así somos capaces de ver lo que no está autorizado: personas que sólo son lo que son y que son todo lo que son. Como si estuviesen saturados por su propia realidad. La llamada que siente entonces el observador es impetuosa e intensa. Aquí, junto a ellos, mientras cuentan sus anhelos y sus sueños, los problemas que tienen que superar, te das cuenta de que su vida no está a pesar de todo exenta de seducción. Y de risas que estallan, de alegría. Y todavía más: de generosidad.

Su diferencia es como la herida que produce un clavo en la carne, que es capaz de agudizar los sentidos y el alma. Hervé, Del o Della, Pascal, Jennifer, Ramoz, Jeffrey, Connie, Deb, Jimmy, Gheorghe, Lori, Reba... Aparentemente, son un puñado de seres deformes, pero se comportan como adultos y demuestran que son capaces de vivir sin buscar ayuda en ilusiones vanas o en esperanzas ignorantes. “Sólo se espera aquéllo que uno es incapaz de querer”, dice Hervé, que cultiva una vida sin esperanza. Están contra la pared. Su vida se torna muy difícil en cualquier instante, en el próximo obstáculo que es necesario superar. Ese obstáculo puede ser un botón de ascensor demasiado alto y al que es imposible llegar, una escalera empinada que no pueden subir, una mirada de una persona que se aparta de su camino y el “¡oh!” sorprendido que corre detrás de ellos. Tienen que conquistarlo todo.

Cada día, Anne-Cécile esquiva las miradas atemorizadas que se posan sobre su cuerpo enfermo. Cada día, Hervé tiene que atravesar el patio del inmueble donde vive, aunque su cuerpo sea una especie de silla de ruedas. Cada día, Jennifer pasea su barba ante las narices de los viandantes. Reba debe aprender a vivir cada día permanentemente unida a su hermana, y Del debe admitirse con su cuerpo de dos sexos. Su existencia siempre al límite se basa en la fuerza de su propia voluntad. Para ellos, esperar es querer.Y cada minuto que pasa sienten la necesidad de luchar y de superar todos los obstáculos que se les presentan. En realidad, no tienen elección. Su ser es su destino. No hay un yo anterior. Son así y nunca han sido de otra manera. Su ruta está inscrita en su carne.



UN MONSTRUO. Jennifer aceptó su barba e incluso la ha convertido en atributo de su vanidad. Del reivindica hoy su sexo indefinido. Él/ella ya no intenta afeitar su rostro antes de que se despierte el otro yo para borrar las marcas que renacen sin cesar del hombre que también es. “Durante mucho tiempo, me consideré un monstruo. Durante mucho tiempo, en la ‘F’ de mi pasaporte, yo leía ‘Freak’ (monstruo, en inglés). Ahora, leo ‘Fabuloso’”.

Pascal Kleiman, que se gana la vida como disc jockey en Valencia, nació sin brazos. Culpó a su madre y a la talidomida, la sustancia que generó miles de deformaciones en los fetos a partir de los años 50. Nacieron al menos 10.000 niños con graves malformaciones. Pascal es uno de ellos y con el tiempo ha sabido perdonar a su madre y a la maldita talidomida con la ayuda de su abuelo, de la Torá –el conjunto de libros sagrados de los judíos– y del ritmo de la música techno. No dispone de brazos y nunca podrá estrechar el cuerpo de Gema, su novia, pero sabe ofrecerle otras pruebas de amor.

Hervé es todo tronco. Un cuerpo sin prolongaciones, excepto sus brazos, que parecen alas. Aceptó encerrarse entre los hierros de una silla de ruedas para no perturbar el “mundo exterior”, pero hay que verlo en su casa, rodeado de sus dos niñas pequeñas. Hay que verlo jugar en el suelo, dando vueltas como una peonza, para comprender su felicidad de hombre libre y aceptado sin condiciones por la gente que más quiere. Verle es ver al mismo tiempo a la nadadora Anne-Cécile y su cuerpo que, en el olvido del agua, se hace cada vez más grácil y potente. A fin de cuentas, hay que ser muy maniqueo para seguir creyendo a estas alturas que la diferencia es siempre un handicap y una minusvalía. Para ellos, la deficiencia física o mental es como un desafío al que tienen que responder. Y su fuerza se revela en su resistencia y en sus ganas de vivir. Han convertido los permanentes obstáculos en una ocasión para afirmarse. Sin frenesí, sin falsas poses.

Como no tienen temor, tampoco sienten miedo. Superaron el shock que significa enfrentarse a la vida. Cuando nosotros avanzamos acongojados, ellos ya no tienen nada que les haga temer. Han experimentado la loca libertad de nacer como son. Constituyen un grupo de insumisos, que sabe en carne propia que intensidad rima con fragilidad, que vida rima con muerte y que de ese juego extraen su precio. Son sombra y luz a la vez, dolor y plenitud. Son grandes excepciones, lejos de las masas que degustan su felicidad en dosis moderadas, su apatía edulcorada. Se saben excepcionales y por eso mismo se sienten orgullosos de serlo.

También me han hecho experimentar algunas de las verdades que había olvidado. Me dijeron, con hechos, que no basta con no ser un desgraciado para ser feliz. Que no basta con no sufrir para estar bien. Me han hecho comprender que el placer no es la ausencia de sufrimiento. “No quiero hacer callar a mi cuerpo”, dice Anne-Cécile. Con la nadadora tuvimos una relación muy especial. Hizo todo lo posible para que Gérard y yo nos sintiéramos cómodos, nos abrumó con su generosidad y su franqueza. Al principio, nada más conocerla, Gérard no se atrevía a pedirle que se pusiera un traje de baño para la fotografía. “¿Por qué dudas?”, le dijo ella. “Quieres que me ponga el bañador. Dilo, simplemente. No hay ningún problema...”.

“No quiero vivir oculto y olvidando mi cuerpo”, dice Deb, que pesa 250 kilos. ¿O qué quiso decirme Hervé con esta frase: “Sólo se puede amar la vida cuando uno se siente mortal y yo muero a menudo en las miradas de compasión que se posan sobre mí”? Porque conocen la esclavitud, degustan la libertad. Porque sufren, reconocen el perfume del placer. Porque saben lo que significa “llamar la atención”, tratan de existir a través de sus actos. “Sólo con hechos valientes uno demuestra ser valiente”, dice Ramoz, el hombre lobo. “¿Qué gano haciendo el amor en la oscuridad?”, se pregunta Pascal, víctima de una rara enfermedad. Después de la sesión en el estudio fotográfico, el disc jockey nos llevó a escuchar flamenco a un pequeño local de Valencia. Terminamos de madrugada. Fue una velada magnífica.

La paradoja consiste en que quizás haya que matar a la persona que llevamos dentro para encontrarnos. Olvidarse de uno para saber luego quién es. Todos estos seres humanos son, ante todo, seres vivos que sienten de una forma especial la vida. “Ser libre es ser el fin de uno mismo”, decía el filósofo. Para ellos, su libertad es a la vez un privilegio y una obligación. Una libertad sin elección.

No depende de uno ser feliz o desgraciado, guapo o feo, válido o inválido. Y ellos lo aceptan, porque no tienen elección. Pero, paradójicamente, esta aceptación implica su contrario. La discapacidad les ha forzado al máximo, a la superación continua, a la proeza diaria. Y este destino singular se convierte para ellos en una ocasión de superación, en una oportunidad, un nuevo dato con el que tienen que hacer milagros, literalmente hablando. Cada prueba superada es un avance suplementario en su realización personal.

“Veo todo lo que me ha sido dado con un objetivo. Incluidas las humillaciones, los fracasos y las desgracias. Es como si fuera arcilla, como el material con el que tengo que modelar mi vida. Y debo de sacar el máximo provecho de ese material. Lo que tengo me ha sido dado para que lo cambie, para que haga de las circunstancias de mi vida algo eterno o que aspire a serlo. Quizás por pensar así me he salvado”, dice Reba pegada a su hermana Lori. ¿Una mística de la diferencia? ¿Un sacerdocio del sufrimiento? En todos los casos, estos hombres y mujeres coinciden con su destino. Lo que son se confunde con lo que hacen. Sin tregua, todos estos seres enseñan en el día a día el oficio de ser persona, aprendiendo a vivir su vida en plenitud. Encontrar a las siamesas fue quizá el momento más duro al que nos enfrentamos durante todo este trabajo. Recuerdo que, de camino al estudio fotográfico en coche, nos metimos en un atasco. Estuvimos casi parados durante tres cuartos de hora. A través del retrovisor, Gérard y yo percibíamos claramente su diferencia, los dos cuerpos unidos de por vida en una situación tan incómoda como un atasco de tráfico y en presencia de dos extraños.

Todos nos miran fijamente a los ojos. Porque por la mirada se produce el encuentro. La mirada es la que nos descubre y revela al otro. Miradas que parecen existir desde siempre. A través de las diferencias, aparecen las semejanzas. Un vínculo subterráneo se instaura entre estos seres maltratados. Desaparecen las diferencias y se diseña el hombre sin dobleces. No se trata de un ejercicio de voyeurismo ni de presentar al lector una colección de monstruos de feria. No se trata de compasión ni de piedad. Esta serie de reportajes es un encuentro con ellos y con nosotros. Y ya no se pueden hacer trampas. Los protagonistas aparecen como islotes en un mar de apariencias. También surge en su presencia una verdad dolorosa. Su mirada, como un espejo, nos conduce a nuestra propia singularidad, a nuestra propia soledad. Y, al igual que la belleza que nace a menudo de una disonancia, su rareza nos lanza a una pasarela para establecer una comunicación auténtica. Y en ese momento compartimos el aislamiento de nuestra condición, que es quizás la materia fundamental de todo intercambio. La naturaleza secreta del amor. Es lo que veo en sus ojos. Más que cualquier otra cosa, estos seres excepcionales son lo suficientemente grandes para representar lo que designa la palabra “amor”.



FELICES. He amado a todas estas personas lo bastante como para hacerme aceptar por ellos. Juntos hemos hecho este trabajo. Es una historia auténtica, que hace que olvidemos durante un momento el horizonte de nuestras preocupaciones cotidianas. Una historia que plantea mil y una preguntas sobre la ciencia, que a menudo salva, pero que también elimina y se las ingenia para erradicar la “excepción”. ¿Quién puede juzgar el valor de una vida? ¿Quién puede arrogarse el derecho de la vida o de la muerte? Hombres y mujeres como los que les presentamos ahora quizás no existan mañana, gracias a los avances de la medicina. Y sin embargo, cuando se les pregunta, están felices de estar aquí. Han sabido conquistar la felicidad y la alegría de vivir. ¿No son la prueba tangible y humana de nuestra ignorancia y de nuestro error? ¿Quién, sin embargo, se atreve a traer al mundo a un ser diferente? ¿Dónde está la frontera entre lo sano y lo enfermo, lo médico y lo legal, lo natural y lo sobrenatural? Todas estas personas se han realizado gracias a la fuerza de su voluntad.

Más fuertes que el destino, más grandes que la vida, cada uno de ellos firma la victoria jamás definitiva del espíritu sobre el cuerpo, negándose a dejarle la última palabra a la Naturaleza. Nada de fatalidad, para estos aprendices de la vida. Nada de inercia ni de pereza. Son un puñado de seres excepcionales, no sólo en su apariencia física, sino sobre todo en su capacidad para transformar cada día su destino, decidiendo así el rumbo de sus vidas.







PASCAL KLEIMAN | NACIÓ SIN BRAZOS. Su madre tomó talidomida cuando estaba embarazada y le provocó una grave malformación. Sus pies son sus manos, con ellos come y maneja los discos que pincha en locales de Valencia. Tiene un niño.

“Nunca he soñado con tener brazos”


Tiene 36 años y es un disc jockey famoso en Valencia. Está tan enamorado de la vida que no le influyen las miradas de compasión. Pascal es un niño de la talidomida. Esta droga, que se empezó a utilizar en los años 50 para tratar a las mujeres embarazadas, provocó graves lesiones en los fetos. Unas i0.000 personas sufrieron graves malformaciones, como Pascal Kleiman, que nació sin brazos.

Nos vemos en el bar Carmen. Bebe, y sostiene el vaso con el pie. “Instintivamente, empecé a utilizar mis pies para sujetar el biberón, después la cuchara, el bolígrafo... No soy un prodigio de paciencia y voluntad. Lo único que hice fue desarrollar otras capacidades, olvidadas por los ‘normales’”. Cuando tenía dos años, los médicos intentaron implantarle una prótesis, un brazo y una mano que imitaba la piel. “Todo eso me divertía al mirarme en el espejo, pero me desequilibraba. Un día me caí y me abrí una ceja”.

Hijo único, recibió la ayuda de su abuelo, sefardita erudito y místico que le enseñó la Kabala. “Mi padre era joyero y mi madre tenía una peluquería en Montouban. Ellos siempre consideraron guetos los lugares reservados a los minusválidos, y seguí una escolarización normal”. Se licenció en Derecho en Toulouse. “En esa época viví con rabia mi minusvalía. Estaba locamente enamorado de una chica, pero ella no podía corresponderme. Lloré como nunca”.

Sostiene el plato con los dedos de su pie izquierdo, que es como su mano derecha. Algunas personas clavan su mirada en él. “Yo nunca bajo la vista”. Pascal no le teme a nada, salvo a lo que está terminado y sin movimiento. El matrimonio, por ejemplo. Tiene un niño de tres años, Yahel, pero ya no vive con la madre. “Me sentía prisionero, encerrado en un esquema. La vida diaria demasiado organizada, el amor instalado e inmóvil. Era terrible”. Como mejor se siente es pinchando discos. “La gente se olvida de mí y ya no presta atención a mis pies, que juegan con los vinilos o suben los amplificadores. Bailan y vibran, y yo con ellos”.

Pascal nunca abrazará el cuerpo de Gema, su novia. Ella es dulce, y él muy fuerte. “En vez de hablar de felicidad, prefiero hablar de lo imprevisto, de un feliz encuentro entre nosotros y las cosas”.





DELLA GRACE VOLCANO. | HERMAFRODITA. Nació en Orange (California, EEUU) hace 46 años. Vive en Inglaterra, donde se gana la vida como fotógrafo. Le educaron como una mujer, pero cuando llegó la pubertad descubrió que también era hombre.

“No me gustaría ser normal. Soy un mutante”


Della fue criada como una niña. Sus padres se separaron cuando tenía tres años, y pronto se volvieron a casar. Vivió, por tanto, en medio de dos familias repletas de hermanos. Su madre rehizo su vida en California. Su padre, mormón, en Oklahoma. “Él siempre sostuvo que yo era ‘normal’ cuando nací. Lo repetía a menudo, como si necesitara convencerse. Yo tampoco me di cuenta de nada hasta la pubertad”. Las menstruaciones eran irregulares. Empezó a salir en su cuerpo demasiado vello. En la cara. En las piernas. Y el pene, hasta entonces atrofiado, comenzó a desarrollarse.

“Estaba horrorizada. Tenía miedo de no ser suficientemente femenina. Me sentía sola. Hasta que un día supe que también una prima mía, Heidi, había nacido con un aparato genital ‘ambiguo’. Ella fue mutilada en sus primeros días de vida. También me enteré de que mi bisabuela había tenido una hija hermafrodita. Sin duda, era algo hereditario”.

La vida se fue poniendo cada vez más difícil para Della/Del. “Fui criada en un ambiente femenino, pero actuaba como un hombre. A los 14 años me fui de casa con mi secreto a cuestas. Busqué respuestas estudiando psicología y filosofía. A los 25 años llegué a Inglaterra, donde estudié fotografía en la Universidad de Derby. Hace 10 años que no veo a mi padre”. Vivió a fondo el mundo de la noche y del travestismo. “Estaba siempre en el filo de la navaja, en busca del placer visceral. Todo me estaba permitido. Hasta hundirme en el mar del placer, hombre y mujer a la vez. Pero nunca dije nada a los demás, estrangulada por la vergüenza. Me maquillaba mucho y me despertaba pronto para depilarme a fondo. Vivía en tensión permanente, en lucha con el mundo exterior”.

Hoy, Della/Del se gana la vida como fotógrafo. También es modelo. “Tengo algo que compartir con los demás, porque soy diferente. No es una actitud narcisista. Quiero mostrarles que es posible vivir más allá de los géneros”. Y nunca ha renunciado a sus dos sexos. “Cuando decidí ser lesbiana, me corté el pelo. Cuando decidí ser más masculino, tomé testosterona y dejé de pintarme los labios. Me encanta la gente normal de mi barrio. Me han visto cambiar y parece que me quieren. Al menos, me respetan”.





JEAN-LUC OROFINO | ENANO. Nació en Marsella (Francia) el 10 de octubre de 1956. Su cuerpo está bien proporcionado, pero es de pequeña estatura. “Un liliputiense”, como él dice. Trabaja como actor y no se considera un marginado.

“Creí que era una pesadilla y que despertaría”


Mide un metro y veinte centímetros. Para referirse a su diferencia habla de “enanismo armonioso”. Se debe a una carencia de hormonas y no cuenta con antecedentes familiares. Tenía dos años cuando surgieron las primeras sospechas. “Un primo de mi misma edad era mucho más alto”. Un año después, su madre comenzó a ponerse nerviosa.

“Desde entonces, y hasta los 16 años, me hicieron un seguimiento médico continuo. Las conclusiones eran las mismas. No era un ‘enano deforme’, sino bien proporcionado. Un liliputiense. Mi madre no lo aceptó y me hizo tomar hormonas de crecimiento, vitaminas... Me sometí a una operación”. Jean-Luc tomó conciencia de su diferencia en el colegio. “A partir de los seis años, los niños no me dejaron tranquilo. Terminé por fabricarme un caparazón”.

Cuando tenía i6 años decidió sacar partido a su condición. Intentó convertirse en jinete. Pero le condenaron a limpiar los caballos, no a montarlos. “No me sentía feliz. Volví a los estudios y me especialicé en pastelería. Me encantaba decorar tartas”. Luego, pasó a los escenarios. A los 25 años se fue a París para estudiar arte dramático. Actuó en una serie de televisión y en varias obras de teatro. Unas veces es Pinocho, otras el Mago de Oz o Astérix. “Esta profesión es un desafío, me obliga a exhibirme físicamente. Durante mucho tiempo creí que vivía una pesadilla y que en algún momento me despertaría. Pero descubrí que hay que luchar para salir del letargo. Ahora llevo una vida muy activa y autónoma. Tengo mi coche, mi apartamento en París, casi siempre estoy de gira... No tengo la sensación de ser un marginado. Ya no estoy en el patio del colegio. Quiero ser visto y reconocido. Antes, un enano, un ciego o una persona en silla de ruedas eran percibidos por los demás como unos apestados. Hoy, ya nadie te presta atención”.

¿Y la búsqueda de la media naranja? “Los hombres pequeñitos tienen reputación de fenómenos sexuales. De ahí que haya acercamientos sospechosos. No siento la necesidad de fundar una familia. Además, sé el riesgo que corro de que mi hijo también sea diferente. Me gustan demasiado los niños como para asumir que mi hijo tuviese que vivir lo mismo que yo he pasado”.





GHEORGHE MURESAN | GIGANTE. Sobresale hasta en las canchas de la NBA, donde juega con los New Jersey Nets. Nació en Rumanía y mide 2,32 metros. Su estatura se debe a un desarreglo hormonal, pero le ha permitido el éxito y la fama.

“Este mundo está hecho para todos”


“Hay que adaptarse, es una cuestión de ánimo. Este mundo está hecho para todos. Como en el baloncesto, lo importante no es tanto ganar un partido, sino uno mismo”. El cuerpo de Gheorghe Muresan parece no terminar nunca. Mide 2,32 metros y pesa i37 kilos. Juega en la NBA, pero hasta en América, donde todo, los paisajes y las personas, parece sobredimensionado, es un gigante.

Nació en Tritenii Dejos (Rumanía), y a los 15 años ya medía 2,07 metros. No le viene de herencia, pues sus padres y su hermano son de estatura normal. “Me gusta como soy porque no conozco otra cosa. No me preocupo, salvo cuando me duelen las articulaciones”. Su desmesurado crecimiento se debe a una sobreproducción de hormonas, un desarreglo de la glándula pituitaria.

“Cuando era un adolescente se reían de mí. Un día, en un tren, me pegué con dos tipos. Mis padres me internaron en un colegio. Era muy tímido y hablaba poco. Pero aprendía a defenderme en la vida. Mi entrenador jugó un papel esencial, y también mi madre, que me decía como una letanía: ‘Por muy grandes que seas, Dios te protege y te quiere’”.

En 1994 firmó su primer contrato en la NBA. Primero, en los Washington Bullets. Desde 1999 juega en el New Jersey Nets. En el puente de Brooklyn, mientras paseamos, un conductor baja la ventanilla y le hace el signo de la victoria con la mano. Él le responde con una gran sonrisa. “Claro que me afectan el éxito y el dinero. Pero sólo pueden ser una trampa que no evita una vida mediocre. Desconfío de todo lo que aumenta mi seguridad, porque sé que en esa misma medida crece mi fragilidad. Al igual que en el juego, mantenerse al margen del riesgo es mantenerse al margen del mundo”.

“La persona que soy se ha ido construyendo en la mirada de los demás. Tanto de los que me agredieron en el tren como de mi madre”. Tiene dos hijos y vive en una casa rodeada por un bosque de cedros, en Nueva Jersey. “Nada está escrito en el destino. Nunca se está seguro de poder ganar siempre. Y nadie puede modificar las reglas del juego. Pero no por eso hay que dejar de jugar. Y de intentar hacerlo bien. Lo primero es respetar al adversario, considerarlo como parte de uno mismo. Respetarlo es respetarse a sí mismo”.





ALEXEI BARRET. | EL CÍCLOPE. Tiene siete años y a los dos ya se dio cuenta de que le faltaba un ojo. El culpable es el veneno radiactivo que se escapó de la central de Chernóbil y que le afectó cuando estaba en el vientre de su madre.

“No me gusta que la gente me mire”


Su ojo derecho es azul, de un azul cielo brillante. Hace frío este sábado en Dublín. Alexei, en camiseta, juega al fútbol, sin importarle la lluvia. La órbita de su ojo izquierdo está recubierta de piel. Sus compañeros de colegio le llaman El cíclope.

Se dio cuenta de que estaba tuerto cuando se vio reflejado en el retrovisor de un coche. Entonces tenía dos años. Al verse, dijo: “Sólo tengo un ojo. ¿Por qué?”. “Nos pilló desprevenidos. Era difícil responderle”, dicen Helen y Chris Barret, sus padres adoptivos. Le hablaron de un accidente en una central nuclear, de veneno en el aire, y de un bebé en el vientre de su madre.

Sus padres biológicos, Igor e Irina Shmardovski, son dos víctimas del accidente de Chernóbil, ocurrido en i986. La joven estaba encinta de ocho meses cuando los médicos descubrieron anomalías severas en el feto. Era demasiado tarde para abortar. Los padres no tenían suficientes ingresos para hacerse cargo del recién nacido, y fue enviado a un orfelinato de la ciudad ucraniana de Minsk. “Alexei es víctima del progreso y de la locura de los hombres”, dice Chris, de 54 años. “En Bielorrusia y en Ucrania se han incrementado las malformaciones en un 40%. ¿En qué estamos convirtiendo a la Humanidad?”.

Chris trabaja para la compañía irlandesa de autopistas. Su mujer, Helene, de 5i años, es profesora. Fue su hermana, una militante antinuclear, quien repatrió a Alexei, en i996, para que recibiera tratamiento médico en Irlanda. “Después de la operación”, recuerda Chris, “le tuvimos en casa durante un mes. El tumor no había desaparecido y tenía una infección”. Al final, se lo extirparon después de cinco horas de trabajo en el quirófano. El diagnóstico era terrible: síndrome de Dellman. Los tejidos se deterioran rápidamente, y todavía no se sabe cómo va a evolucionar la enfermedad.

Alexei tiene una fuerte personalidad. Ha colgado en su habitación un póster del rapero rebelde, Eminem. En la escuela se aburre. “Es brillante. Hace sumas de tres cifras sin que nadie le haya enseñado”, dice Helene. “Le gustaría ser arqueólogo, desde que descubrió una vieja moneda en el jardín. Le hablamos a menudo de sus padres y hemos decidido que aprenderá ruso. En la escuela le han aceptado bien, a pesar de que algunos le llaman El cíclope. En el barrio, todo el mundo le conoce. Pero, ¿qué pasará cuando llegue la adolescencia?”.

Nos reunimos todos en Temple Bar, el corazón de Dublín. En el pub suena la música desgarrada de Sinead O’Connor. “No tengo otra ambición”, afirma Chris, “que la de ofrecerle suficiente amor y confianza para que pueda afrontar la vida. Pero, a medida que crece, cada vez le molesta más su ojo vacío. A veces, se refugia en una dolorosa soledad. Dice: ‘No me gusta que la gente me mire’”.


 
 
 
Dos artistas


Más que un fotógrafo y una periodista, Gérard Rancinan y Virginie Luc son dos artistas inquietos, ávidos de explorar el mundo que les rodea. Rancinan (Talence, Francia, 1953) fue, con 18 años, el reportero gráfico más joven de su país. Trabajó durante muchos años para la agencia Sygma. Son famosos sus trabajos sobre los terremotos que asolaron Argelia, la guerra de Líbano o competiciones deportivas como las Olimpiadas. Luc ha escrito grandes reportajes que se han publicado en los periódicos más importantes. Ha entrevistado a personajes de la talla del Dalai Lama, Juan Pablo II o Desmond Tutu. Juntos han publicado varias series de reportajes singulares en magazine. El último, en 2002, sobre artistas modernos. Ahora vuelven con este impresionante documento que les ha llevado a dar la vuelta al mundo en busca de los personajes más singulares. En la fotografía aparecen junto a uno de ellos, Pascal Kleiman, el hombre sin brazos que trabaja como pinchadiscos. “No quiero ser un fotógrafo objetivo”, dice Rancinan. “Quiero dar mi personal punto de vista sobre el momento que capta mi cámara”.
 
 
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