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REPORTERA|IRAK EN PRIMERA PERSONA
Mi increíble viaje a Bagdad La reportera francesa Christine Spengler se ha internado, en exclusiva para Magazine, en un país que intenta sobreponerse a las secuelas de la guerra. Vestida con un chador y con los ojos pintados de “khol”, la periodista que captó la entrada de los talibán en Kabul, que fue testigo de los conflictos de Vietnam, Afganistán o Camboya, demuestra que la vida siempre vence. Como ella dice, “mi corazón de mujer me empuja al encuentro de los vivos”. Y así, en una ciudad asediada por los atentados, ha fotografiado al pueblo que llora a sus mártires, los hospitales infantiles..., pero también cómo se celebran fiestas y bodas. Con su uniforme de camuflaje ha llegado hasta el mismísimo salón del trono de Sadam Husein.
CHRISTINE SPENGLER Para realizar este reportaje he aprovechado la oportunidad que me brinda mi amiga Irina, residente en Bagdad desde hace tres años. La acompaño en su último viaje a Irak, a primeros de octubre, donde va a ocuparse de su mudanza, ya que, vista la situación, quiere abandonar definitivamente el país. Tengo miedo de encontrarme con una ciudad arrasada, poblada de viudas y de niños alelados; pavor a encontrarme con los soldados americanos que sobre sus tanques han escrito: Lust for blood (sed de sangre). ¿Cómo voy a arreglármelas para sacar mi objetivo entre la muchedumbre cuajada de delincuentes, saqueadores y terroristas? Aprovechando mi condición de mujer, me vestiré de negro como las iraquíes y me expresaré en árabe gracias a las clases que tomo desde hace ocho años. PRIMER DÍA Llegamos en vuelo regular a Amán, capital de Jordania, donde pasamos la noche. Irina y yo tenemos que coger un vuelo especial de Air Service en dirección a Bagdad, cuyo billete (¡566 euros por una hora de trayecto!) reservó y pagó su marido hace 15 días. En el aeropuerto nos encontramos con nuestro amigo Eduardo Quesada, el encargado de negocios de la embajada española, que tiene previsto viajar en el mismo vuelo que cogemos nosotras. Estamos encantadas de volar en su compañía. Cuando estamos a punto de embarcar, la azafata de Air Service nos anuncia que tenemos que permanecer en tierra porque nuestro avión acaba de ser requisado por americanos que llegan cargados de enormes bultos. “¿Ni siquiera puede viajar el encargado de negocios de la embajada española?”, pregunta Irina. “¡Tampoco él! ¡Los americanos tienen prioridad! Es la regla”. Estamos perplejas. ¿Cómo vamos a hacer para llegar a Bagdad? El próximo avión no sale hasta dentro de tres días y no estamos seguras de poder viajar en él. “¿Y si cogiéramos el autobús que se marcha hoy a las siete de la tarde?”, propone mi amiga. “Nos vestiremos con chador como las mujeres iraquíes y tú le confías tus cámaras a Eduardo, que te las entregará en Bagdad dentro de tres días”. Guardo conmigo una máquina fotográfica y unos carretes. Le confío el resto a nuestro amigo, así como la totalidad de nuestro dinero, a excepción de unos 40 euros que escondemos con cuidado dentro de nuestro cinturón. Eduardo Quesada acepta, aunque encuentra muy peligroso que dos mujeres extranjeras viajen solas en un autobús que fue atacado hace dos días. Pero mi amiga y yo queremos llegar a toda costa a Bagdad. “Si todo va bien”, me dice Irina, “llegaremos mañana alrededor de las ?? y mi marido vendrá a buscarnos a la parada de Al-Bounia”. En la estación de autobuses –donde llegamos con una hora de adelanto– Irina me dice de repente: “¿Por qué no te pintas los ojos como ellas? ¡Te parecerías aún más a una mujer iraquí!”. Una vez maquillados los ojos con khol, las mujeres del autobús exclaman: “¡Enhorabuena!”. Quieren saber a toda costa nuestra nacionalidad. Yo, francesa, no tengo ningún problema, ya que mi país no forma parte de la coalición. Irina es rusa. “De acuerdo, pero ¿por qué vais a Bagdad si no sois periodistas ni pertenecéis a una ONG? La ciudad es muy peligrosa. ¿Dónde vais a vivir?”. Mi amiga les cuenta que su marido es un importante hombre de negocios italiano y que vamos a residir en el muy protegido distrito de Al Mansour. Parecen tranquilizadas y, ofreciéndonos pasteles y caramelos, no dejarán de velar por nosotras a lo largo del recorrido. Viajamos de noche, así que no hay nada que ver antes de la frontera, a donde tendríamos que llegar alrededor de las tres de la mañana. Irina ha sacado de su mochila bocadillos de chorizo y me pasa su cantimplora llena de vodka. “Para aguantar hasta la frontera”, me dice. “De acuerdo, pero encuentro que te has pasado”, le contesto. Después de haber repostado gasolina en pleno desierto, llegamos por fin a la frontera jordana. El chófer del autobús nos pide que bajemos para que sellen nuestros pasaportes. “¡Señora Irina!, ¡señora Irina! Os toca a vosotras”. Mi amiga y yo estamos rodeadas por una abigarrada muchedumbre formada por los ocupantes de todos los camiones, coches y autobuses allí parados. La gente grita y se agolpa para recuperar sus documentos. Más tarde nos obligan a hacer una parada en una taberna maloliente en cuya entrada han colgado dos enormes corderos sanguinolentos, recién despojados de la piel, que está en el suelo. Irina me pide que le saque una foto de recuerdo y posa delante de los animales muertos. Nuestras amigas iraquíes se han subido al autobús, así que somos las dos únicas mujeres en medio de un centenar de hombres. Están alucinados, en especial con Irina, cuyo pelo rojizo emerge del velo. Nos sentamos las dos en una mesita aparte y pedimos dos tés con limón, pero los hombres se aglutinan alrededor nuestro, llenos de curiosidad. Aprieto mi abbaya negra (el chador iraquí) contra mí, y le pido a Irina que haga lo mismo. Por fin llega a socorrernos el chófer del autobús, declarando que somos rusa y francesa. “¡Ahlan wa Sahlan!”, gritan entonces los hombres. “¡Sed bienvenidas!”. Para nuestra sorpresa, la frontera iraquí de Trebil sólo está protegida por dos soldados americanos, muy jóvenes, que ríen y bromean con los autóctonos. Mi amiga me dice que han destruido el retrato gigante de Sadam Husein que marcaba la entrada del territorio iraquí. Para saludar a los soldados americanos nos hemos quitado nuestros pañuelos negros islámicos. El autobús está estupefacto por nuestra transformación y por el pelo rojo con mechas de Irina, que me asegura: “Ya no hace falta que nos cubramos el pelo hasta Bagdad. Estamos en territorio americano”. Y añade: “Te despertaré 100 kilómetros antes de llegar a la capital para que puedas contemplar el palmeral”. Pero Irina acabará decepcionada. Las palmeras de Madinat-es-Salam, la antigua ciudad de la paz, ya no son tan verdes como antes de la guerra. ¿Será por falta de agua o por los efectos de las bombas americanas? La verdad es que las palmeras están grises y la luz tampoco es la misma. SEGUNDO DÍA Tras sufrir un terrorífico embotellamiento llegamos por fin a la estación de autobuses de Al-Bounia. La temperatura es de 40 grados. Nuestros compañeros de ruta iraquíes están encantados de conocer a Roberto, el marido de Irina, y nos dejan sus señas para que vayamos a visitarles y tomar el té en su casa. Alcanzamos por fin el distrito residencial de Al Mansour, donde tiene su sede la mayoría de las embajadas. Roberto le cuenta a su mujer que en su ausencia la gente se ha atrincherado y que él mismo ha mandado tapiar una de las entradas de la casa, pues era un acceso demasiado fácil para los terroristas. Veo sacos de arena frente a la embajada de Alemania y hombres armados delante de cada casa. Uno de los cinco guardaespaldas de Roberto e Irina, que se turnan día y noche para proteger la finca de mis amigos, nos abre la puerta blindada que lleva a su casa, rodeada por un jardín invadido de pájaros. Son pequeños loros adiestrados que Irina va a tener que abandonar tras su partida. Soma, la gobernanta, nos abraza y nos da la bienvenida. Roberto nos explica que tiene tanto miedo de vivir en su pequeño pabellón de la piscina que, desde hace una semana, prefiere dormir en el interior de la despensa, donde ha instalado un colchón entre los víveres. Veo decenas de botellas de aceite de oliva, sacos de arroz, vodka, ron, champán francés... Le pregunto a mi amiga qué piensa hacer con todos estos víveres, ahora que va a abandonar el país. “Los venderé a las embajadas, que siempre los necesitan”. En cuanto a los muebles, me cuenta que los van a enviar a Jordania donde permanecerán en containers hasta que su marido y ella encuentren un nuevo destino. “Quizás Saigón o Singapur o México. Un lugar apacible donde podamos vivir sin miedo con nuestros hijos, porque la vida ya no es posible aquí”. Después de una comida frugal, le pido a mis amigos que me lleven a dar una vuelta en coche por la ciudad. Para mi gran sorpresa y alivio, Bagdad no está destruida. En el camino de retorno, insisto en volver andando a casa para visitar el bazar vecino, abarrotado de gente. En medio de la muchedumbre que se agolpa alrededor de objetos heterogéneos, veo a un hombre que vende armas en plena calle. Saco la cámara oculta bajo mi abbaya y me dirijo a él en árabe. “Soy francesa. ¿Me dejas que te saque una fotografía?”. Me contesta encantado: “¡Cómo no! En tiempos de Sadam no hubieras podido, pero hoy ¡somos libres! Puedes sacar cuantas fotografías quieras”. En contra de lo que he leído en la prensa francesa es falso que todas las mujeres lleven velo. Muchas de ellas van vestidas con pantalones ceñidos y túnicas de color, el pelo cubierto por un pañuelo de seda. Otras van sin nada. Pero todas llevan maquillaje. Un aire de libertad flota sobre este mercadillo. Y a pesar de ello, atentados mortíferos tienen lugar cada día en la capital. Antes del toque de queda, Irina y Roberto deciden llevarme a tomar una copa en el mítico hotel Palestina, sede de los periodistas extranjeros. A pesar de las alambradas y los guardias armados que protegen el establecimiento amenazado por los terroristas, penetro en el interior sin que me cacheen. No resisto el placer de fotografiar una boda islámica que tiene lugar en el hall del hotel. Me cuentan que la última moda es pasar la noche de bodas en el Palestina... Después hago un retrato a los soldados americanos que, echados en el suelo sobre alfombras, fuman narghile (cachimba) con su fusil al alcance de la mano. Peter Arnett, el gran periodista de la televisión americana, se precipita sobre mí para abrazarme. “Se creería uno en Vietnam, ¿no te parece?”. Luego añade: “A los iraquíes no les gustan los soldados americanos, pero si éstos se marcharan, aquí estallaría una guerra civil”. De regreso a casa, tras haber bordeado las orillas del río Tigris y visitado los restaurantes desiertos (Roberto me confía que esta zona se ha vuelto peligrosísima de noche), fotografío a Irina cerrando las rejas de su casa con un enorme candado. Nuestro jardinero-guardaespaldas, que acaba de empezar el turno de noche, nos dice que no nos preocupemos. Él velará por nuestra seguridad hasta la mañana. Precaución irrisoria cuando uno sabe que él no tiene licencia para llevar armas fuera de la finca, sólo en el interior del jardín. Roberto me cuenta que Khaled sólo gana 130 euros al mes, mientras que los guardaespaldas especializados en la lucha antiterrorista, como los sudafricanos que se contratan en el aeropuerto cobran ¡casi 8.700 euros mensuales! Soma, la gobernanta, nos desea amigablemente las buenas noches antes de encerrarse con llave en la despensa-dormitorio. Yo me derrumbo, agotada, en mi habitación, situada en medio de las palmeras iluminadas. No oiré las ráfagas de metralleta que se sucederán durante toda la noche en nuestro distrito. TERCER DÍA Son las siete de la mañana. Irina me presenta al guía femenino que me va a ayudar a realizar el reportaje. Fátima llega enteramente cubierta por un pañuelo islámico y un abbaya, seguida por su marido, que nos hará de chófer. El guardaespaldas de la mañana, Omar, nos pregunta si queremos que nos acompañe con su Kalashnikov. Fátima le contesta que hoy no es necesario. En el caos de Bagdad veo que en casi todos los coches se ha quitado la matrícula para no ser identificados. Como en Beirut durante la guerra, voluntarios bajan de su vehículo para dirigir la circulación, en medio de las sirenas de las ambulancias. Pasamos delante de un centenar de ex soldados de Sadam que se manifiestan frente a los americanos para recibir su sueldo. Los que tengan suerte recibirán una paga extraordinaria de 35 euros, mientras que un jubilado del ejército del dictador sólo ganaba cinco euros al mes. Fátima me enseña el palacio suntuoso de la hermana de Sadam, ocupado ahora por los americanos. “Antes no nos atrevíamos siquiera a levantar los ojos cuando pasábamos por esta avenida por miedo a las cámaras escondidas que nos filmaban. Hoy los yanquis se han apoderado de los lugares más bellos de la ciudad. ¡No nos ayudan! Sólo han venido para apoderarse de nuestro petróleo”. Fátima llora diciendo: “Bagdad, what has happened to you? (¿Bagdad, qué es de ti?)”. Llegamos por fin a Mouaskar Rachid, un cuartel del ejército iraquí bombardeado por los invasores y que ahora sirve de albergue para centenares de refugiados. Mujeres vestidas de negro salen de las ruinas levantando los ojos al cielo y gritan: “¡Haram, haram! (¡Qué sacrilegio!)”. Al pasar por la calle Palestina me apeo del coche para fotografiar los retratos del dictador donde su cara ha sido pintada de blanco. Al verme, un grupo de hombres se precipita para manifestar su odio hacia él. De regreso, nos enteramos por Soma que acaba de producirse una manifestación antiamericana al lado de nuestra casa y que los soldados respondieron disparando sobre la gente y causando varios muertos. “Los chiíes han aprovechado la confusión para incendiar una tienda vecina que vendía alcohol”, añade Soma. CUARTO DÍA Le he pedido a Fátima que me lleve a visitar mujeres que han perdido a sus hijos durante esta guerra. Me lleva hacia los arrabales de Bagdad, donde conoce a varias familias dispuestas a dejarnos penetrar en su casa, pero me advierte: “En cada casa de Bagdad, en cada barrio, encontrarás viudas y madres de mártires”. En el primer hogar retrato a dos mujeres enteramente vestidas de negro que han perdido a sus dos hijos. Uno, en la guerra contra Irán; el otro, de 20 años, recientemente muerto por los soldados americanos. Me enseñan llorando su retrato. “¡Qué guapo era! Se llamaba Nuri”. En la segunda casa nos recibe una pareja mayor que ha perdido a sus cinco hijos. “Ver sus retratos nos hace llorar sin parar”, me confía el padre, un anciano magnífico de pelo blanco. “Por eso he preferido esconderlas”. Les pido perdón por obligarles a exhumar los retratos de sus queridos hijos, pero me contestan: “No importa, es usted bienvenida. Queremos que la gente sepa, en el extranjero, el dolor de las mujeres iraquíes”. Saadia y Alí nos cuentan que tres de sus chahids (mártires) murieron en el largo conflicto con Irán; los dos más jóvenes, de ?9 y 22 años, fallecieron al entrar los americanos en Bagdad. Pero lo más doloroso es, sin duda, la escena que nos aguarda en la casa vecina, de donde nos llegan los gritos y llantos de una madre desconsolada y de una joven de ?8 años –su nuera–, que acaban de perder al joven Nabil y sollozando abrazan su retrato. “Los soldados americanos le dispararon sin motivo mientras él cruzaba la calle”. Por la noche nos viene a visitar nuestro amigo Eduardo Quesada, seguido por sus geos. Quiere invitarnos el 12 de octubre a la recepción que va a dar la embajada española con motivo de la fiesta de la Hispanidad. Irina y yo no decimos nada, pero no dejamos de pensar que esta reunión de diplomáticos y altas personalidades puede ser un objetivo ideal para los terroristas, y recordamos que la embajada de España es el número tres en la lista de los que quieren una sublevación general contra los ocupantes extranjeros de la coalición. Eduardo nos dice que ha pensado en todo y tomado las medidas de seguridad adecuadas para proteger a los invitados, pero que cree que la fiesta tiene que celebrarse, “pues no podemos doblegarnos a las amenazas de los terroristas”. Al final de la cena retrato a Irina sentada, muy elegante y sofisticada, delante de su biombo chino de laca roja –que sale al día siguiente hacia Amán–, mientras Omar, el guardaespaldas, la protege con su arma. QUINTO DÍA Fátima llega alborotada a casa anunciándonos que se ha desencadenado una batalla entre americanos e iraquíes en el aeropuerto, causando varios muertos en uno y otro bando. “Tenemos que evitar esa zona”, me dice. “Así que hoy vamos a visitar Sader City”, la antigua ciudad de Sadam, bastión de los desheredados, donde sobreviven en medio del lodo dos millones de personas. Un retrato inmenso del mártir chií Sader ha reemplazado al del antiguo dictador. “Sobre todo no coja dinero y esconda las cámaras bajo su abbaya”, me recomienda Fátima. “No estamos libres de que nos ataquen”. Me recuerda que pocos días antes de la entrada de los americanos en Bagdad, Sadam hizo abrir las puertas de todas las cárceles, liberando a todos los delincuentes. “Ahora viven todos en Sader City”. Excepcionalmente, le hemos pedido a Khaled, el guardaespaldas de la mañana, que nos acompañe con su arma en otro coche. Él vigilará mi bolso mientras hago fotografías. Paramos en el hospital de mujeres de Sader City, a cuyo servicio de urgencias acaba de llegar una joven de 16 años, que se ha abierto las venas, acompañada por su madre. “No vayáis a creer que se trata de una pena de amor”, nos dice enseguida la madre. “Mi hija ha querido quitarse la vida porque me ha dicho que no soporta más la vida en Bagdad”. A fuerza de trabajo, Irina ha logrado acabar su mudanza. La casa está prácticamente vacía, a excepción de una mesa y algunas sillas. A pesar de todo, decide invitar esta noche al encargado de negocios de la embajada francesa que se queda estupefacto al verme. “¿Cómo? ¿Se han marchado los de la ONU, las ONG y usted llega en autobús para hacer fotografías en Bagdad? ¡No me lo puedo creer!”. El representante suizo nos cuenta que ha podido llevar a su mujer consigo con la condición escrita de que ella no salga nunca de casa sin él. “Es nuestra primera cena”, nos explica su encantadora esposa, de nacionalidad francesa y escritora. “¡Qué pena que nos tengamos que marchar tan pronto por culpa del toque de queda! ¿Vendréis un día a zambulliros en mi piscina?”. Durante toda la noche oiremos intercambios de tiroteos que nos impedirán conciliar el sueño. A la mañana siguiente Soma nos informa de que la policía iraquí perseguía a una banda de ladrones que se había infiltrado en el distrito. SEXTO DÍA En el hotel Sheraton de Bagdad me encuentro por casualidad con John M., un amigo diplomático que conocí en Kosovo en ?999. Tomando unas copas, me habla de la visita fascinante al antiguo Palacio de la República (Al-Joumouriya) de Sadam, situado a orillas del río Tigris, sede de las fuerzas de la coalición internacional que rigen actualmente la vida del país. “¿Te refieres al palacio donde hay tres bustos de bronce gigantes del dictador?”, le pregunto. “Ese mismo. Los iraquíes aún no han logrado derribarlos porque pesan demasiado, pero no tardarán en hacerlo”. John me cuenta que el palacio de Al-Joumouriya es el más grande y lujoso de todos, que su construcción es anterior a Sadam, que está lleno de salas de mármol, de arañas de cristal y oro, de enormes sillones tapizados de terciopelo granate donde se esparcen ahora los elegidos del ejército americano. “Hasta hay una peluquería para señoras donde las mujeres-soldado pueden hacerse moldeados. El peluquero, que ha convertido su salón en galería de arte, ofrece a cada cliente un retrato al óleo a partir de una fotografía por 130 euros”. “Al principio de la guerra era una locura. Los americanos habían instalado en el salón principal 500 catres, que estaban ocupados las 24 horas del día, para que los soldados pudieran dormir por turnos. Hoy están separando los espacios con biombos de madera para darles un lugar a los americanos, a los ingleses, los españoles, los checos y los polacos. ¡Si vieras la piscina de Sadam! ¡Y la sala del trono!”. En recuerdo de nuestra amistad en Kosovo, le suplico a John que me lleve a visitar el Palacio de la República. “Me vestiré con mi traje beis de camuflaje para parecerme a las mujeres-soldado americanas y esconderé mi cámara en el bolso. Te lo ruego, llévame, ¡por favor!”. John acepta. Posee la tarjeta Nivel Zero concedida por los americanos y que le permite entrar en el palacio acompañado por invitados. “Estoy de acuerdo en que lo intentemos, pero no puedo prometerte que puedas sacar fotografías”, me advierte. Nos damos pues cita a la mañana siguiente frente al Sheraton. Llego vestida de beis con el cabello al viento. Tras los habituales atascos llegamos por fin al del palacio de Sadam. Saludo a los soldados americanos con naturalidad y desenfado, luego me precipito hacia ellos, con los brazos levantados, para que puedan cachearme, pero he ocultado mi bolso debajo de la mesa sin que me hayan visto. “OK. Puede usted pasar, ya que va acompañada por este señor”. Recupero mi bolso, que pasa desapercibido, y me cuelgo del brazo de John para atravesar los lujuriosos jardines llenos de palmeras que llevan al palacio. Por fin veo de cerca las esculturas de bronce de Sadam, único emblema de él que queda en la ciudad, pero me abstengo de fotografiarlas para no atraer la atención de los gurkas –soldados asiáticos conocidos por su valor y su crueldad– apostados a la entrada. Evito cruzar su mirada mientras subo los escalones del palacio y hablo en inglés para que me oigan bien. El lugar está invadido por soldados de ambos sexos de la coalición, que visten de uniforme beis y caminan enérgicamente de un lado a otro. John me hace admirar los suelos de mármol y los techos con artesonados decorados con mosaicos. Por la ventana veo la piscina azul turquesa de Sadam, en la que nunca se bañaba, ya que por motivos de seguridad tenía que dormir cada día en lugares diferentes. Los retratos del dictador que no han podido ser retirados se encuentran tapados por tupidos velos negros. No me atrevo a sacar mi cámara para no ser arrestada de inmediato, y como no quiero causar problemas a mi amigo diplomático, decido llamar a un oficial de la prensa, el teniente Krivo, y enseñarle mi tarjeta de prensa española. Luego le pregunto si me deja sacar unas imágenes de recuerdo del palacio. “Está bien. Pero, ¿podría explicarme cómo ha llegado hasta aquí y además con una cámara?”. Con un aire ingenuo, le cuento que soy la invitada del señor John M. En cuanto a las fotografías, es sólo para tener un recuerdo. No le dejo la posibilidad de hablar y sigo: “¿Me dejaría usted fotografiar las cabezas de bronce de Sadam? Me gustaría mucho”. “De acuerdo. Todo el mundo las fotografía, pero nada de soldados, ni aún menos los gurkas de la entrada ni la seguridad en general. Tiene usted ?5 minutos”. Nos abandona diciéndole a mi amigo diplomático que él es responsable de mí y que tenga cuidado de que no haga nada prohibido. En cuanto vuelve la espalda, saco mi cámara y fotografío a las mujeres-soldado de la peluquería, que están encantadas de verme. Luego a los soldados americanos que, fusil en mano, hacen cola para entrar en el restaurante (un salón suntuoso con luz tamizada por las vidrieras del techo), donde son servidos por una armada de jóvenes paquistaníes en mesas redondas guarnecidas con manteles blancos y flores. Echo una mirada a sus platos y no me sorprende lo que veo: maíz, hamburguesas y patatas fritas rociadas con ketchup. Sin duda para recordar Estados Unidos. Paseándome por los pasillos con John veo de repente una pancarta blanca donde está escrito: “Sala del Trono”. La puerta está entreabierta. Me deslizo en el interior sin ser vista por nadie, seguida por mi amigo. Nos hallamos en un salón inmenso. Dos paquistaníes están lavando el suelo de mármol veteado de gris y oro. Al fondo de la sala, vislumbro el trono dorado de Sadam, adosado a un fresco gigantesco de unos cinco metros de alto donde están representados siete misiles a punto de despegar en un cielo tormentoso. ¡No me lo puedo creer! Aprovechando un momento de descuido por parte de los limpiadores (que, de todos modos, no me denunciarían) me siento sobre el trono y le pido a John que me saque rápidamente una fotografía. Luego le pido que se siente para que él también tenga un recuerdo de este día memorable. Nos quedamos allí hasta que irrumpe en la sala un grupo de soldados americanos que, riendo, se dirigen también en dirección al trono para retratarse con cámaras digitales, lo cual, según me contarán más tarde, constituye su pasatiempo favorito. “Queremos hacer felicitaciones de Navidad con esta foto”. Les contesto que me parece una idea muy buena, pero que no olviden sacar los misiles. John y yo nos escapamos, pues los 15 minutos autorizados ya han pasado. Después de haber sacado mi carrete en el lavabo reservado de señoras, se lo confío a John y salgo del palacio sin una sola mirada hacia los gurkas ni hacia las estatuas de bronce de Sadam. Una vez en el jardín nos cruzamos con miembros del Ejército español. El teniente general Feliú nos anuncia que dos coches bomba acaban de ser lanzados por los terroristas contra el hotel Bagdad y que ha habido varios muertos. |
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