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M A G A Z I N E 
218   Domingo 30 de noviembre de 2003
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De gira. Oliver, con su primer propietario, el feriante y entrenador de animales Frank Burger, durante una exhibición en 1970.
HALLAZGO|EL INCREÍBLE OLIVER
Lo presentaron como el eslabón perdido

Le gusta ver la televisión, tomarse una taza de café con los amigos al atardecer y..., las mujeres. Nacido en África, ha protagonizado números en el circo, ha interpretado el papel de presidente de Estados Unidos ante las cámaras y le han hecho decenas de pruebas para averiguar su identidad. Para unos, Oliver es un chimpancé más. Para otros, hechizados por su “inteligencia”, se trata ni más ni menos que del eslabón perdido que une al mono con el hombre. Para la mayoría, es un animal entrañable, pacífico y solitario, ya miope y achacoso, que se hace querer. Después de mucho buscar, lo encontramos en una reserva de Texas (EEUU). A través de los barrotes, acaricia la cara del periodista. ¿Es Oliver el eslabón tan codiciado?

 
Siempre erguido. Ésta es su forma de caminar, sobre las extremidades inferiores. Algo casi imposible para un chimpancé común.
 
 
Achaques. A sus 43 años, apenas ve y la artrosis le impide caminar erguido. Estos animales en cautividad viven entre 40 y 50 años.
 

JAMES SHREEVE


El 1 de abril de 1996, un camión que transportaba 112 chimpancés se detuvo en la entrada de carga y descarga de Primarily Primates, una reserva para animales situada al norte de San Antonio (Texas, EEUU). Los chimpancés que iban en aquel camión procedían de Buckshire Corporation, una empresa de investigación científica de Pensilvania, y su entrega, tras ocho meses de negociación, representaba uno de los primeros intentos para alojar a los animales en un refugio, en lugar de ser utilizados en experimentos médicos.
Ante la puerta, Wally Swett, director del centro, esperaba ansioso. Según el documento de embarque, entre aquellos animales se encontraba un viejo ejemplar llamado Oliver. Veinte años antes, un chimpancé del mismo nombre había gozado de fama como el presunto eslabón perdido entre el mono y el hombre, debido a sus peculiaridades morfológicas y a su comportamiento. Incluso se habló de unos exámenes genéticos según los cuales tenía 47 cromosomas, frente a los 46 de los seres humanos y los 48 del resto de chimpancés. Sin embargo, nunca se confirmó la existencia de dichas pruebas y la prensa pronto perdió el interés.

Después de pasar una década en California deambulando de un parque temático a otro, Oliver desapareció. La mayoría de quienes le recordaban creía que había muerto. Wally Swett, en cambio, estaba convencido de que seguía vivo y de que se encontraba en ese camión que iban a descargar. Los primeros chimpancés, con los miembros debilitados por la larga inactividad, comenzaron a caminar con cautela alrededor de su nuevo hogar, asustados y confundidos. A continuación, apareció Oliver e inmediatamente empezó a dar grandes zancadas, erguido sobre sus dos patas y con el vello de todo su cuerpo erizado por la excitación. Durante un momento, también él pareció estar desorientado, pero al oír la voz de Swett, se volvió y corrió hacia los humanos con gran ansiedad.

Habían pasado 10 años desde que Oliver, que ahora tiene 43 años, se convirtiese en una celebridad. Por aquel entonces, se calcula que tenía unos ?6 años de edad. Su cabeza era anormalmente pequeña y desproporcionada en comparación con el resto de su cuerpo, con un cráneo mucho más redondeado que los otros chimpancés. La parte baja de su cara carecía de la típica quijada pronunciada. Sus orejas eran largas y puntiagudas, y su piel de color pálido y con pecas. En general, presentaba un aspecto inusualmente gentil e inteligente. Se decía que su olor corporal era extrañamente agudo y penetrante, atípico entre los chimpancés. Y, además, siempre caminaba erguido sobre sus dos extremidades inferiores.

Mientras vivió bajo la custodia de Frank y Janet Burger, artistas de circo y cuidadores de animales que le criaron, Oliver daba con frecuencia de comer a los perros y realizaba otras tareas domésticas. Al finalizar, se relajaba tomándose una taza de café. Por las noches, se sentaba a ver la televisión, frecuentemente en compañía de su pareja de cuidadores. A veces, llegaba incluso a preparar un buen par de copas para Frank y para sí mismo. Además, nunca buscaba la compañía de otros chimpancés y se dice que, cuando se veía obligado a separarse de sus amigos humanos, rompía a llorar. Y también que, cuando alcanzó la madurez sexual, sólo le interesaban las hembras humanas.

Fanático de la televisión. Oliver había sido adquirido, cuando era muy pequeño, en la región del río Congo. Pasó su infancia en Blackwood, un apartado lugar de Nueva Jersey, cerca de Nueva York, donde los Burger tenían su residencia. Frank Burger murió hace años, pero su mujer, Janet, de 75 años, sigue entrenando animales, aunque está a punto de retirarse. “Llegué a tener hasta 40 chimpancés”, recuerda. “Pero Oliver era algo diferente, un ejemplar muy raro. Le gustaba pasear por todos los sitios. Vivía en un recinto especial junto al resto de animales. Sin embargo, desde que amanecía, él ya quería venirse a la casa. En cuanto entraba, se sentaba a ver la televisión mientras se comía un sándwich de gelatina. Le encantaba la televisión. Pero no le gustaban las escenas violentas, si veía pelearse a dos hombres, se levantaba y golpeaba la pantalla. Era muy pacífico, una especie de ser solitario. Por la noche le llevábamos de nuevo a su recinto. Pero no le podíamos dejar con sus otros compañeros. Todos ellos le odiaban”.

En una fotografía de Oliver de aquella época, se puede apreciar claramente su cara plana, con un contorno de apariencia casi humana, y una cabeza de pelo escaso y ralo, con algunos granos. Mira al fotógrafo con una expresión a medio camino entre la resignación y la esperanza. “En lo más profundo de mi corazón, yo creo que Oliver era una especie de reversión biológica”, sostiene la que fue su madre adoptiva.

Dada la animosidad que despertaba entre los otros chimpancés, los Burger nunca lograron integrarlo con otros animales en los números circenses que realizaban. Pero a Frank se le ocurrió hacerle trotar sobre una cuerda a modo de número final del espectáculo. Después de aquellas apariciones en público, un pequeño artículo aparecido en una revista de escasa tirada atrajo la atención de un abogado de Manhattan, Michael Miller, de 33 años. Éste llegó a obsesionarse tanto que, en diciembre de 1975, pudo conocer a Oliver. Tan pronto como el animal se percató de la presencia del visitante, echó hacia atrás sus hombros, se le erizó el vello y se sentó a horcajadas sobre Miller, guiñando un ojo para verle mejor, mientras intentaba estrecharle agarrándole por el codo con su otra mano. “Aquello fue una experiencia revolucionaria”, declaró Miller. “Creí estar viendo al mismísimo eslabón perdido. Lo que estaba contemplando era el auténtico Austrolopithecus. Experimenté una sensación terrible cuando reparé en que si, de verdad aquella criatura era tan importante para la ciencia, el animal no podía estar en manos de feriantes”. En ese momento, decidió comprarlo. Los Burger se negaron, asegurando que Oliver era como un hijo para ellos. Pero justo cuando se iba, el matrimonio le pidió 8.000 dólares. En ese mismo momento redactaron el contrato.

“Sentí que la Tierra tiene muchos secretos y que yo era un privilegiado que me había topado con uno de ellos y, además, vivo. Aquella noche, mi vida cambió para siempre. Nunca más pude dedicarme a ejercer la abogacía”. Miller pretendía presentar su descubrimiento ante los expertos del Museo Norteamericano de Historia Natural. Sin embargo, éstos no mostraron el menor interés, así que decidió llevarlo de nuevo con los feriantes, quienes lo hospedaron por 500 dólares al mes. El ex abogado comenzó entonces a invitar a científicos de gran reputación –George Schaller, de la Sociedad para la Conservación de la Vida Salvaje y uno de los biólogos más conocidos del mundo, y Clifford Jolly, reputado antropólogo de la Universidad de Nueva York– para que conocieran a Oliver. “Les hice firmar un documento comprometiéndose a mantener el secreto sobre lo que iban a ver y el lugar dónde se encontraba”, explica Miller.

Pero, pese a sus esfuerzos, la historia salió a la luz y ex letrado se vio obligado a dar una rueda de prensa y a distribuir unas fotografías del chimpancé. Todos los medios de comunicación competían por contemplar al presunto eslabón perdido. Miller cedió y Oliver empezó su corta carrera hacia la fama. A petición de cualquier fotógrafo, se detenía para posar con los brazos abiertos, las piernas separadas y dejando a la vista sus enormes testículos.

Para entonces, los científicos ya habían informado sobre las pruebas que le habían practicado a Oliver: Miller hizo caso de lo que quería escuchar e ignoró el resto. En esos momentos, ejecutivos de la Nippon Television Network, un poderoso canal de Japón, le ofrecieron una pequeña cantidad de dinero y financiar los estudios científicos adicionales. Entre ellos, pruebas genéticas, a cambio de retransmitir en exclusiva el resultado de las mismas. A Miller le pareció la oportunidad perfecta para determinar la verdadera naturaleza de Oliver y conseguir, de esa manera, algo de dinero.

Durante tres semanas, las cámaras de televisión siguieron sus movimientos: en un banquete vestido de esmoquin, con quimono… Un gran anuncio con su imagen, situado en el centro de Tokio, era visto por miles de personas en las horas de mayor tráfico. Y los japoneses cumplieron su promesa: realizaron el estudio científico y elaboraron un informe. Así, descubrieron que la posición del centro de gravedad se parecía más a la de los humanos que a la de los chimpancés. Sin embargo, según el resto de los parámetros, estaba más cerca de los chimpancés. Se estudiaron minuciosamente 40 de sus células y la mayoría parecía indicar la presencia de 48 cromosomas, aunque los resultados eran lo bastante ambiguos como para que se pudiera mantener la posibilidad, por parte de todo aquél que estuviera dispuesto a creer en ello, de la existencia de sólo 47 cromosomas.

Enjaulado. Todo parecía indicar que Oliver estaba disfrutando de las atenciones médicas, a juzgar por los abrazos y apretones de mano que repartía por doquier. Sin embargo, según la versión de Miller, no era así. Por ejemplo, para inyectarle un sedante, los científicos le introducían en lo que llamaban una “jaula de presión”, una especie de caja en la que una de sus paredes empujaba hacia dentro hasta que el animal quedaba totalmente inmovilizado.
A Miller le parecía que, lejos de haberlo rescatado de la desagradable vida circense, lo que había hecho era proporcionarle una existencia peor, y que él mismo estaba perdiendo el control. El colmo llegó cuando, durante una rueda de prensa televisada, una joven y atractiva actriz japonesa se ofreció para servir de pareja al animal, permitiendo que el acto sexual se filmara en interés de la ciencia.

Cuando regresaron a Estados Unidos, en otoño de 1976, Miller entregó, después de haber sido su propietario algo menos de un año, su querido eslabón perdido a Ralph Helfer, un entrenador que proporcionaba animales a la industria cinematográfica. La condición que le puso es que debía de cuidar de Oliver de por vida. Helfer trataba a los animales con afecto, comprensión y respeto, en lugar del látigo, el revólver y la silla de domadores de la vieja escuela. “Venían a verle muchísimas personas, desde aficionados a las historias sobre Bigfoot, que acampaban alrededor de su jaula, hasta científicos especializados en la investigación de primates. Todos se marchaban de aquí con la misma frase: ‘No sabemos qué es’”, rememora Helfer.

El entrenador le sigue recordando: “Sus uñas eran muy largas, como las de una mujer, pelaba las uvas antes de metérselas en la boca. Los chimpancés orinan en cualquier parte, pero Oliver sólo lo hacía directamente en el sumidero de su jaula, permaneciendo de pie y sosteniendo su pene con la mano, como lo haría todo un caballero. No creo que fuese el eslabón perdido, pero algo debió de suceder en la selva. Aquel animal no era ningún chimpancé”.

En ?977 Helfer regaló a Oliver a un entrenador amigo suyo, Ken Decroo. Por aquella época, el primate había hecho algunos trabajos ante las cámaras, sobre todo anuncios para la televisión. También intervino en Los animales son la gente más divertida del mundo, un conocido show que dirigía Dick Clark. Interpretaba al presidente de Estados Unidos. Sin embargo, no estaba especialmente dotado para los escenarios, “odiaba que le dieran órdenes. Si un director comenzaba a gritarle, se volvía mucho más ingobernable. Sin contar la poca amistad que se generaba entre Oliver y el resto de chimpancés”, cuenta Decroo.

En 1987, Decroo lo vendió a Bill Rivers, otro entrenador de un parque de animales. “Había oído muchas historias sobre él, decían que era medio humano. Pero cuando al final pude tenerlo frente a mí, lo que más me impresionó fue su naturaleza amable y gentil. Las personas le encantaban. Por las mañanas, solía llevarle a dar un paseo por el parque antes de que llegara el público. Le gustaba mucho ir cogido de mi mano. Estaba miope y no veía demasiado bien, así que siempre permanecía muy pegado a mí”.

Según Rivers, en 1989 lo entregó por un precio aceptable a unos laboratorios de Pensilvania (los anteriormente citados Buckshire Corporation). “Les dije que si era para inyectarle algún cáncer o el virus del sida no iba a venderlo. Pero me aseguraron que lo querían para estudiar su sangre. Siempre me ha quedado la duda de si obré bien”. Pasó siete años en la Buckshire Corporation, aunque nunca llegó a ser utilizado en estudios de laboratorio, así que estuvo la mayor parte de ese tiempo sentado en su jaula.

Muy vulnerable. Ahora vive solo en el santuario de Swett, Primarily Primates, junto a unos 850 animales. El director de esta reserva ha intentado integrarlo en el grupo social, pero hasta los chimpancés habrían acabado con él, viendo su debilidad. Durante algún tiempo, estuvo en una comunidad en la que había una hembra, dos chimpancés castrados y desdentados, procedentes de un circo, y un enorme y viejo ejemplar llamado Onan que se convirtió en el protector de Oliver, y que le daba grandes abrazos cuando éste los necesitaba. Pero Onan murió y, aunque el resto no le eran abiertamente hostiles, se abalanzaban sobre él cuando se enfadaban. Era débil, lento y demasiado corto de vista para ver que se le venían encima. Swett decidió entonces que estaría más seguro viviendo solo.

Actualmente, padece artrosis y ya no puede caminar erguido como antes. Cuando llegó al parque sólo lo hacía si se excitaba, un cambio de comportamiento que Swett achaca a los años que pasó en el laboratorio. “Imagínate que te pasas siete años metido en una jaula. Habría que ver si serías capaz de caminar después”, explica.

El director de Primarily Primates es una especie de misántropo que vive solo en una pequeña casa de un rancho, en compañía de una joven hembra de chimpancé llamada Emma. “Me siento mucho más cómodo entre animales, árboles y todas esas cosas”. Ni los científicos ni los periodistas son en absoluto de su agrado.

Swett desarrolló su rencor hacia los investigadores tras los estudios genéticos que David Ledbetter, de la Universidad de Chicago, le
realizó nada más llegar a la reserva, en ?996. Dichos análisis demostraron, de manera concluyente, que el primate tenía 48 cromosomas, igual que el resto de chimpancés. A Sweet no le hicieron demasiada gracia; no es que creyera que fuera mitad humano, mitad chimpancé, pero sí que era mucho más especial y maravilloso que cualquier otro. Además, creía que podría ser un cruce entre un chimpancé común (Pan troglodytes) y otro pigmeo (Pan paniscus) o una subespecie desconocida de uno u otro.

Después de aquel episodio, el conservador recabó la ayuda de otros dos científicos especializados en genética: John Ely, de la Trinity University de San Antonio, y Charleen Moore, del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Texas. Por una parte, los estudios llevados a cabo por Moore confirmaron la existencia de los 48 cromosomas y demostraron que, al ser tratados con una cierta clase de tintura, los de Oliver se ajustaban al paradigma de bandas claras y oscuras característico de los chimpancés comunes. Esta circunstancia echaba por tierra las teorías que sostenían que era un híbrido. Mientras, los estudios de John Ely sobre su ADN mitocondrial sugerían que pertenecía a la subespecie Pan troglodytes, y que, si bien no es exactamente la del chimpancé común, sí que es muy normal y corriente. Es decir, que se parecía mucho a la mayoría de chimpancés procedentes de Gabón (África).
Pero yo quería conocerle. Cuando llegué a la reserva ya estaba cayendo la noche y Swett me permitió acompañarle. La jaula de Oliver se halla frente a dos grandes recintos destinados a albergar a los chimpancés. Alrededor de ella hay plantas de yuca, laurel de montaña, mirto, ciruelos japoneses y algunas rosas antiguas en plena floración. La casa cuenta en tres de sus lados con aberturas para el aire y en el cuarto se ve una pasillo protegido con una cortina de lona que conducía a la zona interior. Swett hizo sonar las barras de la jaula y le llamó: “¡Oliver!”. Él no respondió. Así que repitió su nombre remarcando mucho las sílabas: “¡O-li-ver!”. Un momento después, la cortina se abrió y apareció caminando a cuatro patas, lentamente y arrastrando los pies. Guiado por la voz de Swett, se acercó y a través de las barras le dio un abrazo. “¡Buen chico!”, dijo él, colocando un plátano en la mano del animal y devolviéndole el abrazo. Retiró la piel del plátano, utilizando para ello sus largas uñas, y se comió la fruta.

Tenía la barriga típica de un hombre maduro, miembros velludos y unas manos que parecían hechas de ese cuero negro que se emplea para fabricar bolsos. Introdujo su hocico entre los barrotes y le dio un beso cariñoso a Swett. Contemplándoles, pensé en lo que me había dicho Bill Rivers, uno de sus antiguos propietarios, respecto a por qué Oliver destacaba entre los demás. No era su forma de caminar, erguido sobre sus patas, ni tampoco la extraña expresión humana de su cara, sino la forma en que se aproximaba a los humanos. Había encontrado en Swett la persona a la que había estado tratando de hallar durante toda su vida, aunque en la dirección equivocada. Al sentir la presencia de otro hombre, se dirigió hacia mí y, a través de los barrotes de la jaula, extendió su mano hacia mi cara, para comprobar si también yo tenía algo que ofrecerle.

James Shreeve es autor del libro “El enigma del Neandertal: resolviendo el misterio de los orígenes del hombre moderno” (1995) y de “La guerra del genoma: de cómo Caig Venter intentó descifrar el código de la vida y salvar al mundo”, que será publicado el próximo mes de enero.


 
 
 
ANIMALES MUY HUMANOS


Estos son algunos de los parecidos entre el hombre y los animales. Unos, como la mosca, son en un 60% idénticos a nosotros (genéticamente, claro). Otros van de entierro y se ponen “de luto”, como los elefantes africanos.

Mosca del vinagre. El 60% de sus genes se encuentra en el genoma del hombre, que cuenta con unos 38.000 genes. Por tanto, este díptero tiene mucho en común con nosotros y sólo la complejidad de los mecanismos genéticos, –y no el número de genes–, provoca que nuestro organismo se configure como ser humano y no como insecto volador.

Hormigas. Este disciplinado y trabajador insecto, que vive en comunidad, no olvida. Su olfato y unas moléculas que desprende su armazón de quitina –es decir, su piel–, son capaces de recordar a miembros de su familia hasta dos años después del primer encuentro. A la memoria del elefante le ha salido un diminuto competidor.

Elefantes. Además de su prodigioso oído y su proverbial memoria, muestran duelo cuando muere un “ser querido”. Los expertos en etología (comportamiento animal) aseguran que algunos paquidermos africanos, cuando presienten su muerte, se dirigen a un cementerio común para morir junto a los cadáveres de otros elefantes.

Chimpancé. Hasta el 98,4% de su ADN es semejante al nuestro. Pero no sólo eso. Los últimos estudios indican que tienen rasgos “culturales comunes” asociados a la higiene y al uso de herramientas. Incluso tienen conciencia de sí mismos cuando ven su imagen en un espejo. Todo ello viene a
confirmar la “humanidad” de Oliver.

Loro gris africano. Goza de un aparato de fonación y de una lengua tan versátiles que es capaz de imitar, con bastante fidelidad, la voz humana. Su vocabulario puede almacenar hasta mil palabras y, en ocasiones, sale bastante respondón. En cuanto a los idiomas, no tiene problemas con ninguno.

Renos de Laponia. La alteración voluntaria de la consciencia en busca de gratificación y placer –es decir, tomar estimulantes– no es exclusiva del hombre. A muchos renos de Laponia y a los caribúes de Alaska les encanta el “viaje” que produce la ingestión del hongo amanita muscaria.
 
 
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