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M A G A Z I N E 
237   Domingo 11 de abril de 2004
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Comedor
DECORACIÓN|CASA DE CAMPO
El refugio rural del genio Rashid

Megalómano, vanidoso y un tanto ególatra, pero dotado de un talento y una creatividad indiscutibles, Karim Rashid es uno de los grandes gurús del diseño mundial. Su casa de campo a las orillas del río Hudson (cerca de Nueva York) es un refugio que reproduce su mundo con exactitud: la práctica totalidad de los objetos que la habitan han sido proyectados por él.

 
Fachada principal
 
 
Salón inferior
 
 
Salón superior
 
 
 

IAN PHILIPPS FOTOGRAFÍAS DE JEAN-FRANÇOIS JAUSSAUD


El diseñador Karim Rashid (Egipto, 1960) es un adicto al trabajo. Como él mismo confiesa, “es difícil imaginarme sin hacer nada durante un día”. Las vacaciones son aún menos frecuentes. “Apenas me he ido una vez en los últimos ?0 años. Siempre estoy demasiado ocupado o encuentro excusas para quedarme en Nueva York”. Y en la Gran Manzana nunca se encuentra muy lejos de la oficina (su piso de Chelsea está justo encima de ella).

Eso sí, desde que se estableció como autónomo en 1993 no ha cesado en el empeño de dar a su infatigable laboriosidad el mejor de los usos. En este tiempo, ha creado más de 800 productos de todo tipo. Desde frascos de perfume para Issey Miyake a envases monodosis de cosmética facial para Prada, pasando por las tapas de las bocas de alcantarilla de las calles de Manhattan y su gran producto, el cubo de basura Garbo (hasta la fecha se han vendido más de dos millones de unidades). En la actualidad trabaja en un hotel llamado Semiramis, en Atenas.

Rashid es un hombre urbano. “El humo y el mal olor de la ciudad parecen producir una buena reacción en mi sistema”, asegura. “Nunca pensé que me compraría una casa en el campo, porque tengo alergia al césped, a los árboles y al polen”. Pero en el verano de 2002 cambió de idea y decidió echar el cerrojo a la oficina durante unos días en agosto. “Me gustaría solicitar a todas las empresas neoyorquinas el cierre durante este mes insoportablemente caluroso, al igual que hacen los despreocupados europeos”, comenta.

Cuando por fin aceptó la idea de comprarse un refugio rural, creó una lista de criterios bien definidos que habría de cumplir. “Pensé que debía buscar un lugar con estructura parecida a una casita de campo. Al haber crecido en Canadá, donde todo el mundo tenía una excepto mi familia, siempre fantaseé con la idea de comprar un lugar así donde pudiera beber cerveza y matar mosquitos”. También necesitaba que tuviera un acceso fácil. “Una vez pasé el fin de semana en la región de Hamptons, y me costó tres horas y media volver a Nueva York. Ésa no es la idea que tengo de un fin de semana de relax. Así que, si encontrara un lugar, no debería estar a más de una hora en avión, barco o tren; y dado que no me gusta el agua y sólo vuelo por cuestiones de negocio, la única opción es el tren Metro North (tampoco siento mucha simpatía por la industria automovilística, todos los coches me parecen iguales, feos y ultraestilosos)”.

Su búsqueda le llevó hasta Croton-on-Hudson, donde conoció a un agente inmobiliario que le enseñó “tres carísimos basureros”. Regresó a Nueva York desalentado y probó suerte en Internet. Allí se tropezó con una casa inteligente de 1956, un concepto pionero en la época desarrollado por el arquitecto alemán Carl Koch.

“Las casas inteligentes fueron parte del movimiento democrático que se gestó en el mundo doméstico y que comenzó con las kit houses de Sears, en 1909”, explica Rashid. “Uno puede comprar toda una kit house y hacer que se la construya una empresa local donde quiera. Siempre me ha admirado la eficacia de su construcción y lo rápido que se calientan”.

La casa inteligente que hoy ocupa Rashid se levantó en tres días y costó sólo 4.000 dólares (en Estados Unidos se construyeron unas 500 similares, de las cuales alrededor de 100 aún siguen en pie). Se encuentra en una cuesta a 200 metros del río Hudson. “En un lugar aislado, pero a cinco minutos de la estación de tren”. En invierno, cuando las hojas caen de los árboles, se puede ver el Parque Estatal de Harriman-Montana de Oso, que se encuentra al otro lado del río. “Cada ventana ofrece una vista distinta y maravillosa, en ese sentido está muy bien proyectada ”, observa complacido.

La casa sólo había tenido dos dueños antes, un arquitecto y un diseñador gráfico. Así que se mantuvo intacta hasta llegar a las manos de Rashid. Su idea era mantenerla también “tan auténtica como fuese posible”. Dejó la cocina como la encontró, tampoco tocó la chimenea de ladrillo de la habitación principal de la primera planta y se las arregló para pintar muchas paredes con los mismos colores primarios que se usaron en 1956. “Cuando nos mudamos a la casa, el dueño anterior nos dio las especificaciones originales de la pintura. Es curioso, pero en nuestra antigua casa de las afueras de Toronto, mi padre había pintado las paredes con los mismos tonos, y hablo de los años 60. Así que vivir aquí es algo extraño. Me recuerda al lugar donde crecí”.

Para añadir su toque personal, Rashid llevó un par de camiones llenos de muebles y prototipos suyos. Casi todo lo que hay en la casa está diseñado por él. Las únicas excepciones son un sofá de cuero negro de George Nelson de ?96? y un sistema de estanterías de la empresa holandesa Pastoe. Incluso hay un cuadro de manchas rosas pintado por Rashid en el comedor, titulado Mutablobs. El resto de obras de arte pertenecen a su esposa, Megan Lang, que se describe a sí misma como una “pintora digital”. Rashid, conforme al buen concepto que tiene de sí mismo, describe el estilo interior de la casa: “Nos ha quedado perfecto, es increíble. A Megan le va más lo virtual que lo material, así que me deja hacer a mi gusto”.

Tal vez el elemento más intrigante se encuentra en el patio exterior. Lo que parece una especie de seta rara mutante es en realidad una escultura llamada Womb (útero), que realizó el diseñador para una exposición titulada Utopías latentes en la ciudad australiana de Graz, bajo la dirección del arquitecto Zaha Hadid.

Rashid pasa al menos un fin de semana al mes en la casa. Para él es como una escapada. “Lo llamo mi belvedere, mi nidito de amor”, sonríe. También parece un lugar que le enseña a relajarse un poco, por decirlo de alguna forma. “Me siento en el exterior y trabajo con el portátil en mis bocetos. Sigue siendo trabajo, pero de una forma más aislada y placentera”.


 
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