PUBLICIDAD

 elmundo.es
 /suplementos
 /magazine

 
M A G A Z I N E 
227   Domingo 1 de febrero de 2004
OTROS ARTICULOS EN ESTE NÚMERO
 

La voz del nacionalismo. Hijo de padres exiliados tras la Guerra Civil, nació en Cumaná (Venezuela), en 1947. De 1955 a 1966 estudia en San Sebastián. En Caracas se licencia en Comunicación Social y coordina la emisora clandestina Radio Euzkadi. A los 28 años, comienza su carrera política en España.
LOS SILLONES DEL PODER (4)
Iñaki Anasagasti

¿Para qué quiere el poder? “Un sueño sería mejorar las cosas en África, que me parece la gran asignatura pendiente de la civilización. Ver esas imágenes de pobreza extrema me parte el corazón”

ESTHER ESTEBAN. FOTOGRAFÍA DE ROSA MUÑOZ


Con él se cumple, a pies juntillas, la vieja máxima orteguiana de que “el hombre es él y sus circunstancias”. De hecho, su biografía está continuamente salpicada por los avatares que rodearon a sus predecesores y, tal vez por eso, apela una y otra vez a sus orígenes, de los que ni quiere ni puede abdicar. Nació en Venezuela, a cinco metros del Caribe, en un chinchorro o casa tropical de la ciudad de Cumaná. Allí se había trasladado su padre exiliado, junto a otros jóvenes militantes del PNV, terminada la fratricida guerra del 36, a quien, años después, se unió su madre: “Mis padres se conocieron el día de San Ignacio, por eso yo me llamo Iñaki. Mi padre había sido comisario de un batallón del PNV y a mi madre, cuando las tropas franquistas entraron en Zarauz, la raparon el pelo, dejándole sólo un mechoncito para que pudiese colocarse la bandera española. El exilio fue su única salida. Primero él y muchos años después ella”.

Iñaki Anasagasti cuenta la historia de su familia con precisión, como si se tratara de una gran aventura y con una evidente emoción que apenas puede contener, algo que resulta llamativo, dada su justificada fama de político curtido en mil batallas, duro, imperturbable y correoso: “Mi madre partió hacia Venezuela en el año 45 en el barco Cabo de Buena Esperanza donde, por cierto, viajaba Raquel Meyer con destino a Argentina. Según cuenta, mi padre le esperaba en el Puerto Cabello vestido todo de blanco con su sombrero en una mano y un ramo de flores en la otra. Debió de ser muy emocionante, con todo lo que ambos habían sufrido. Se casaron, nací yo y después mis tres hermanos. Pasan 10 años, deciden que debemos educarnos en nuestra tierra y mi madre se embarca con los cuatro con destino a España, quedándose allí el cabeza de familia”.

El parlamentario nacionalista tenía entonces siete años y el viaje de regreso al hogar que suponía, en su imaginación infantil, una gran aventura, terminó convirtiéndose en una pesadilla por una mera cuestión de azar. Su progenitor, muy aficionado al cine, solía grabar escenas familiares con una cámara de 16 milímetros y también proyectaba películas de Tom y Jerry, Laurel y Hardy o El Pájaro Loco. Como el equipo cinematográfico iba en el equipaje familiar y la travesía duraba 25 días, la madre ofreció al capitán realizar alguna proyección para niños. Durante una de ellas se coló, por error, una cinta con una filmación del centro vasco venezolano del Puerto de la Cruz en la que aparecía la ikurriña. En la sala de cine no solo había niños. Alguien se levanto gritando ¡fuera! ¡fuera! y resultó ser el conde de Barellano, ministro franquista de Obras Públicas que regresaba de un viaje oficial a Venezuela. “El capitán denunció a mi madre y cuando llegamos a Santurce, apenas pisar tierra española, la policía la detuvo. Ése fue mi primer encontronazo con la realidad, y es una escena que jamás he podido quitarme de la cabeza. Aún hoy su recuerdo me sigue causando terror. Mi madre acabó volviendo a Venezuela y yo me quedé a vivir con mis abuelos”.

Su niñez se desarrolla en San Sebastián, en el colegio de los marianistas, donde comparte aula y pupitre ¡cosas del destino! con el filósofo Fernando Savater. En casa de los abuelos no se habla de política, y es otro suceso trágico la muerte de su padre, en 1965, lo que le hace al joven Iñaki conocer lo que significa el nacionalismo: “Mi padre había fallecido y a mí me tocó volver a Venezuela para levantar la casa y, al hacerlo, me encuentro con toda la biblioteca nacionalista que él tenía. Conozco la realidad del exilio, nucleado alrededor del centro vasco de Caracas con una vida muy intensa. Aquello era como Euskadi con un PNV, los republicanos, una ETA que empezaba a andar, etcétera. Fue toda una escuela para mí”. Lo que en principio iba a ser un viaje de unos días se convierte en una estancia de 10 años. Se queda para realizar sus estudios de Economía y Comunicación Social, lo que hoy sería una mezcla de Periodismo y Sociología, y después inicia estudios de Diplomacia. En 1975, decide volver a España con su madre y sus hermanos. Allí lo único que deja es una intensa actividad política que había desarrollado en los 10 años y a una chica que había conocido en el Centro Vasco de Caracas, con la que descubrió el amor: “Se llamaba Esther y era la nieta de Santiago Aznar, un consejero del Gobierno vasco en 1936. Ella tenía 16 años cuando nos conocimos, y yo 22. Era morena y me gustó muchísimo. Fue un amor intenso, a primera vista. Tuvimos un noviazgo de ocho años hasta que nos casamos”.

Iñaki y Esther tienen dos hijos adoptados que son la auténtica debilidad del padre. El mayor, Iker, tiene 10 años y la pequeña Nayara, “que significa deseada”, sólo 9. “Son unos niños maravillosos”, señala, “la única desgracia es que el mayor me ha salido del Real Madrid y, como no podía ser menos, es seguidor de Iker Casillas y me tiene loco con que le lleve a los partidos”. Ambos son buenos estudiantes: “Los llevo a una ikastola del obispado de Bilbao que acaba de ganar el premio de calidad de la enseñanza en Europa. De allí van a salir sabiendo perfectamente español, inglés y euskara, así que estoy feliz de la vida”.

Pero si de felicidad se trata, el ahora candidato al Senado por el PNV tiene un lugar donde se aísla del mundo y se encuentra como en la gloria: “En el sótano de mi casa tengo una especie de almacén lleno de papeles. Yo no tiro un solo papel, así que me encanta bajarme allí, poner un poco de música y revisar papeles que me recuerdan cosas que han pasado. De vez en cuando baja Esther para pedirme que ponga orden en ese maremágnun, pero la verdad es que ese desorden es mi orden natural”. Y si de música se trata, a la hora de elegir no tiene dudas: las melodías del país que le vio nacer o cualquier tipo de música caribeña: “Me gusta todo, pero las canciones caribeñas son mi debilidad”.

Además de leer, Anasagasti ha hecho de la escritura una seña de identidad. Es conocida su afición por escribir cartas a todo tipo de personajes, cualquiera que sea el tema a tratar: “Vivimos en un país ágrafo donde nadie escribe nada. La generación de nuestros padres y abuelos se pasaba el día escribiendo cartas, pero eso lo mató el teléfono. A mí me gusta escribir misivas a la gente y lo hago con mucha frecuencia, aunque muchas veces son muy maleducados y no me responden”. Además de haber escrito a políticos de todas las tendencias ideológicas –el récord lo tiene Aznar– y a periodistas de distinto signo o condición, sus cartas al cardenal Rouco Varela o al Rey suelen levantar ampollas. “El Rey nunca responde, lo hace en todo caso el jefe de su Casa, pero quien sí lo hace, y eso es un detalle que le honra, es el Príncipe Felipe. Últimamente le escribí sobre unas declaraciones que había hecho en Tenerife sobre la Constitución y me contestó con acuse de recibo”.

Según dice Anasagasti, para él la correspondencia es muy importante porque uno fija en ella una argumentación y, pasado el tiempo, esa argumentación sobre algo ocurrido en nuestra Historia se convierte en algo muy importante.
Sin embargo, ésta no es su única afición: “Soy un pésimo fotógrafo, pero me encanta la fotografía, sobre todo la de blanco y negro porque creo que tiene mucha personalidad. Ya sé que la vida es en colores, pero los contrastes en blanco y negro me parecen impresionantes. El cine y todo lo que tiene que ver con el mundo audiovisual también me gusta muchísimo”.

Y hablando de gustos, no es ni mucho menos el estereotipo del vasco en cuestiones gastronómicas. Le gusta comer bien, pero las comidas, cuanto más sencillas, mejor. “Si ahora [es la hora del almuerzo] me ponen delante una buena tortilla de patatas, me parecería manjar de dioses”. Por ejemplo, el pescado sólo le gusta comerlo en casa y, en cuanto a la carne, la toma con precaución porque recientemente le han diagnosticado que tiene el
colesterol por la nubes: “Me ha dicho el médico que es hereditario y me tengo que cuidar”.

Tampoco cumple con la tradición de ser, como muchos de sus compañeros de partido, un buen cocinero, “eso lo dejo para cuando me jubile, porque me han dicho que estar entre fogones despeja mucho la mente. De momento prefiero alabar las buenas manos de los demás”. Eso sí, si puede, le gusta regar la comida con un buen vino de la tierra, aunque no es muy aficionado a beber alcohol. “Solamente me he emborrachado una vez y no fue en una fiesta ni nada parecido, sino algo mucho más ordinario. Fue hace años, en una reunión de trabajo que se alargó horas y horas. Se trataba de diseñar nuestra estrategia política sobre un asunto y terminamos pidiendo un whisky. Al levantarme estaba mareado de verdad. Nunca más me ha vuelto a pasar”.

Tampoco es precisamente un manitas en las tareas del hogar, pero ha encontrado una excusa perfecta: “La verdad es que no se me da muy bien, pero sobre todo es que mi mujer es una perfeccionista y absolutamente prusiana. Tiene esa vieja tendencia de ser una mujer con mando en casa y, claro, no me deja intervenir demasiado”.

Lo que sí comparten ambos es su afición a viajar. “Nos encanta hacerlo en plan familiar. Ahora viajamos menos, pero nos hemos recorrido el mundo juntos”. Tal vez por esa afición viajera y su necesidad vital de ampliar fronteras, cuando le preguntas para qué quiere el poder, él mismo dice que su respuesta es de manual: “El encanto del poder es poder cambiar las cosas, hacer acciones que beneficien a la comunidad. Si en un momento dado pudiera tener poder de verdad y cumplir un sueño, éste sería mejorar las cosas en África, que me parece la gran asignatura pendiente de la civilización. Ver esas imágenes de pobreza extrema, de enfermedades y niños malnutridos me parte el corazón”. De momento, y como eso no está en su mano, se conforma con ir mejorando el día a día, educar bien a sus hijos y encontrar la felicidad en las cosas pequeñas. Al fin y al cabo, detrás de su imagen pública hay un hombre de carne y hueso como los demás.


 
  © Mundinteractivos, S.A. Política de privacidad