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235   Domingo 28 de marzo de 2004
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Grandes trabajadoras. Una operaria de EEUU trabaja en el morro del bombardero B-17, conocido como “Fortaleza Volante”. BIBLIOTECA DEL CONGRESO DE EEUU
HOMENAJE|MURIERON 37.000
Las verdaderas heroínas de la II Guerra Mundial

Seis millones de mujeres se presentaron voluntarias en las fábricas de EEUU. Querían sustituir a los hombres que habían partido al frente. Perdieron la vida 37.000 en accidentes laborales y otras 210.000 sufrieron mutilaciones o invalidez, pero nadie hasta ahora se lo había agradecido. Las “Rositas”, llamadas así por una canción famosa durante la guerra (“Rosie the Riveter”), tienen ya un monumento. Ésta es la dramática historia de renuncias y sacrificios de estas valientes mujeres, como Rosie Will Monroe, consagrada por Hollywood como “La Remachadora”.

FERNANDO I. LIZUNDIA


Los “marines” de Estados Unidos tienen su canción de la victoria: el Semper Fidelis. La US Navy, el Anchors Aweigh; los pilotos de la US Air Force entonan el Off We Go into the Wild Blue Yonder; y el Ejército, The Caissons Go Rolling Along. Pero Rosita la Remachadora (Rosie the Riveter), que procuró armas y equipos a todos ellos, se quedó sin himno y tuvo que conformarse con los más prosaicos sones de Rosie the Riveter.

Los seis millones de mujeres estadounidenses que se presentaron voluntarias en las fábricas para suplir a los 12 millones de hombres enviados al frente en la Segunda Guerra Mundial fueron las grandes olvidadas del conflicto. Han tenido que transcurrir más de 55 años para que la patria agradecida les rinda por fin el homenaje que merecen. Fue en octubre de 2000, bajo la Administración de Bill Clinton, cuando se aprobó la construcción de un monumento en el denominado Parque Nacional del Frente Interior de la Segunda Guerra Mundial.

Este complejo, que estará finalizado dentro de tres años, se está construyendo en los astilleros Kaiser, en la localidad californiana de Richmond, no lejos de San Francisco. Una población que surgió casi de la nada para convertirse en uno de los principales centros de producción de armamento de EEUU.

Allí trabajaron miles de Rositas, produciendo 747 buques Liberty y Victory, uno de los elementos clave de la victoria aliada, junto con el Jeep, la Fortaleza Volante y el P-5? Mustang. En la vecina fábrica de Ford también contribuyeron a producir más de 60.000 tanques y 50.000 jeeps. Ahora, al cumplir su centenario, el grupo automovilístico también ha querido rendir un homenaje de honor y desagravio a este colectivo que no combatió en Europa, ni en África ni en el Pacífico, pero que conoció como los marines la mutilación y la muerte.

Escribiendo la Historia. “Nunca hicimos nuestro trabajo con la esperanza de que se nos reconociera algún mérito”, declaraba Marian Sousa, una de las Rositas supervivientes, a The Mercury News, uno de los diarios de Silicon Valley. Mary Newson, de 81 años, una texana que a los 17 años comenzó a trabajar como remachadora en la cadena de producción de jeeps, reconoce que “sólo pretendía ganar algún dinero. Nunca pensé que estuviera haciendo historia”.

Bethena Moore, de 83 años, abandonó su casa en Derrider, donde era empleada en una lavandería, para trabajar como soldadora en Richmond. “Cualquiera servía para encargarse de lo que yo hacía en Luisiana. Fabricar barcos era otra cosa muy diferente”, declaraba a The New York Times. Kate Grant, que llegó a California procedente de Oklahoma para trabajar como soldadora, recuerda: “Me dijeron que soldara igual que si hiciera punto... El problema es que yo nunca había hecho punto”.

Las Rositas tomaron su nombre de la famosa canción Rosie the Riveter, compuesta por Redd Evans y John Jacob Loeb. Rosie Will Monroe, que en 1942 fue contratada como remachadora en la fábrica Willow Run de Ford –ubicada en Ypsilanti, estado de Michigan, y en la que se ensamblaban bombarderos– se convirtió, gracias a la magia de Hollywood, en la encarnación de Rosita la Remachadora. Ella protagonizó una película para promocionar la compra de bonos de guerra y la incorporación de las mujeres a las fábricas.

“¡Nosotras podemos hacerlo!” (“We can do it!”), rezaba el póster promocional dibujado por J. Howard Miller, en apoyo a la campaña de reclutamiento. En él, una mujer vestida con el uniforme de las Rosies –mono de trabajo y pañuelo anudado a la cabeza– invitaba a sus compatriotas a contribuir en las factorías al esfuerzo de guerra. “Do the job he lefts behind” (“Haz el trabajo que él ha dejado”), se leía en uno de los eslóganes de la época. “Free a man to fight” (“Libera a un hombre para que pueda luchar”), sugería otro de los carteles.
Millones respondieron al llamamiento. “Cuando mi marido, mi hermano y todos los demás vuelvan a casa, quiero ser capaz de mirarles a los ojos con la conciencia tranquila y poder decirles: ‘Hice todo lo que pude’”, dijo Eugenia Holman en mayo de 1943.

Las mujeres afluyeron a las fábricas desde todos los rincones del país. Algunas eran abuelas que abandonaron un merecido retiro rodeadas de hijos y nietos; otras, poco más que niñas; la mayoría, mujeres casadas. Pero todas se convirtieron en soldados de la producción (production soldiers) y combatieron lo mejor que supieron para acabar con aquella locura devastadora provocada por los hombres. “Vine a los astilleros de Portland (Oregón) en 1941, justo al principio de la guerra, y nunca falté un día al trabajo”, recuerda Lucille Jenkins Nutt.

Pero su incorporación no fue fácil. No sólo les correspondió lidiar con la otra cara de la guerra, la del racionamiento y las largas jornadas de trabajo fabril, además de atender a la familia y cargar con el trabajo doméstico. También tuvieron que hacer frente a las bromas de sus compañeros y al acoso y presiones de muchos de ellos, que consideraban que no tenían cabida en un universo eminentemente masculino.

“Hoy es mi 20 cumpleaños. No sé si nos quedará algún cupón de azúcar para hacer un pastel”, confiaba a su diario Susan Dobbins el 2? de septiembre de ?944. Unas líneas más abajo agregaba: “Hoy he regresado exhausta del trabajo”. Pronto los varones tuvieron que tragarse sus palabras y sus bromas. Gracias al esfuerzo de sus nuevas compañeras, muchas fábricas pudieron obtener el galardón “E”, que premiaba la excelencia del trabajo realizado.

“Desde luego, aquella ocupación no era demasiado divertida, pero recuerde que era tiempo de guerra. Trabajábamos desde las 6.30 de la mañana hasta las 6.30 de la tarde”, rememora Catherine Ott, antigua empleada de la Curtiss Wright. Bethena Moore agrega: “[El lugar de trabajo] Estaba oscuro y daba miedo. Nos sentíamos tristes. Sabíamos por qué lo hacíamos: los hombres enviados al frente podían no volver. Había vidas en juego, así que todas las soldaduras tenían que ser perfectas”.

No contentas con ello, eran muchas las que tras su jornada laboral servían como voluntarias en la Cruz Roja, ayudaban a vender bonos de guerra o confeccionaban paquetes para los combatientes. Pero el precio fue muy duro. Compaginar el trabajo del hogar, el cuidado de los hijos, las horas en la cadena de montaje y el racionamiento tenía un coste. Las Rositas enfermaban con frecuencia. Para acallar a sus compañeros, muchas incluso renunciaban a sus días libres.

“A la fábrica venían soldados que habían luchado en el frente para decirnos que no podíamos tomarnos días libres. En una ocasión que me tomé un día, vinieron a mi casa. Menos mal que había salido, porque hubiera sido terriblemente embarazoso tener que explicar a un grupo de soldados condecorados por qué no estaba en el trabajo”, contaba Katherine O’Grady.

Penalidades. Las condiciones de vida no siempre eran buenas. Kate Grant recordaba recientemente que ella y su esposo, también empleado en el astillero, compartían una caravana con otras cinco parejas. “Teníamos suerte, había quienes se pasaban toda la noche en las salas de cine porque no disponían de otro lugar donde dormir”.

No sólo trabajaron muy duro, también pagaron su peaje de dolor y sangre. Según la investigadora Kelly Guthrie, alrededor de 37.000 mujeres perdieron la vida en accidentes laborales. Una cifra escalofriante si se compara con los 26.000 muertos que durante el mismo periodo tuvo la Octava Fuerza Aérea, la unidad más castigada de las Fuerzas Armadas de EEUU. Otras 210.000 mujeres, agrega Guthrie, sufrieron mutilaciones o invalidez. Para ninguna hubo honores militares ni desfiles.

Aún más duro fue el escarnio que sufrieron cuando sus hombres regresaron a casa y reclamaron sus antiguos empleos. A pesar de que las Rositas se habían resignado a percibir salarios muy inferiores por realizar el mismo trabajo –31,21 dólares semanales, de media, frente a los 54,65 dólares de los varones–fueron invitadas a olvidarlo todo y a volver al hogar. De poco valió que casi el 80% de todas ellas prefiriese quedarse. No había trabajo para todos, así que fueron objeto de presiones hasta que la mayoría de ellas renunció a sus planes y accedió a cambiar el mono de trabajo y el pañuelo para el pelo por el delantal y el plumero. “Mi madre me advirtió que si aceptaba el trabajo nunca volvería a ser la misma. ‘Nunca querrás volver a ser ama de casa’, me dijo. Tenía razón.

En Boeing encontré una libertad y una independencia que nunca antes había conocido. Después de la guerra no podía aceptar volver a las partidas de bridge, a pasar la vida en un club... cuando hay cosas en las que puedes utilizar tu mente. La guerra cambió mi vida por completo”, confiesó Inez Sauer.

Tuvieron que abandonar las mieles de la libertad que les concedía su recién descubierta independencia económica, para volver a realizar lo que la sociedad de entonces consideraba que eran tareas propias de su sexo. Dejaron por la fuerza de ser arquitectas de la victoria para convertirse en artesanas de la paz.

Ahora, el grupo automovilístico Ford, en el centenario de su creación, ha querido rendir tributo a estas mujeres por su contribución al esfuerzo durante la guerra. El pasado 11 de noviembre reunió a 125 supervivientes y a las familias de otras ya fallecidas ante el monumento a Rosita la Remachadora en el parque nacional de la Segunda Guerra Mundial.

“Tenemos una gran deuda con estas norteamericanas y con Rosita la Remachadora, que inspiró fortaleza a sus compañeras y que sigue siendo un ejemplo para las mujeres trabajadoras de hoy”, afirmó Jan Valentic, vicepresidente de Ford. “Es un monumento muy apropiado para las mujeres que cambiaron el tejido social de nuestro país. Ellas fueron las primeras madres trabajadoras. También rompieron el estigma que la sociedad les había impuesto”.

Ford, la primera compañía que admitió mujeres en sus factorías, ha
creado la página web www.ford.com/go/ro
sie para que las “Rositas” compartan con el resto del mundo sus experiencias.


 
 
 
“La Remachadora”


Rosie Will Monroe (1920-1997) ha pasado a la Historia como “Rosita la Remachadora” (“Rosie the Riveter”), pero en realidad ella nunca fue una de las “Rosies”, más de seis millones de mujeres estadounidenses que a partir de 1942 se incorporaron a las fábricas para convertir a su país en el arsenal de la democracia. Monroe formaba parte, por el contrario, de los cerca de 11,5 millones de mujeres que ya trabajaban en las fábricas antes de la entrada en guerra de Estados Unidos, el 7 de diciembre de 1941.

La mayoría eran solteras, que habían abandonado sus empleos tras contraer matrimonio. Las menos eran mujeres que trabajaban de forma permanente para ayudar a la economía familiar o que se habían visto forzadas a acudir a las fábricas tras divorciarse o enviudar. Éste era el caso de Rosie Will Monroe, que quedó al cargo de sus dos hijas después de la muerte de su marido en accidente de tráfico. Cuando estalló la guerra y los hombres comenzaron a marchar al frente, viajó al norte, a Michigan, centro neurálgico de la industria del automóvil, donde había más trabajo. En 1942 fue contratada por Ford y comenzó a trabajar en la planta de Ypsilanti, cerca de Detroit, como remachadora en la cadena que producía fuselajes para los bombarderos B-24 Liberator y, posteriormente, en los más modernos B-29 “Superfortaleza”.

Rosie fue “descubierta” en 1942 por el actor Walter Pidgeon, que efectuaba una gira por las fábricas para encontrar actores y rodar una película propagandística. Hollywood transformó a Rosie Will Monroe en “Rosita la Remachadora”, un nombre que ya se había hecho famoso gracias a la canción “Rosie the Riveter”. Gracias a ello, pasó a formar parte de la iconografía estadounidense. Después de la guerra, dio muestras de ser una mujer de empuje. Trabajó de taxista y abrió una tienda de productos de belleza, antes de crear su propia constructora, la Rose Builders, especializada en viviendas de lujo.

El contacto con los aviones había despertado en ella la pasión por volar y obtuvo el título de piloto privado. En 1978, en uno de los trayectos sufrió un accidente, en el que se destrozó un riñón que tuvo que ser extirpado. Comenzó a sufrir disfunciones renales, que finalmente acabaron por provocarle la muerte el 31 de mayo de 1997, a la edad de 77 años.
 
 
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