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M A G A Z I N E 
245   Domingo 6 de junio de 2004
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Cartas al juez. Nacido en Ciudad Real en 1955, Calatayud es el juez de menores de Granada desde hace 16 años. Sus sentenciados no paran de escribirle. A la derecha, una de las decenas de cartas que recibe cada semana.
El Juez Salomón de Granada
El juez de las sentencias ejemplares

Muchos grandes hombres tienen un pasado “oscuro” y el juez de menores más famoso de este país no se libra de él. Joven difícil, atravesó más de una vez la línea de la legalidad. Quizá por ello Emilio Calatayud sabe mejor que nadie cómo redimir al delincuente. Su fórmula es la menos habitual, pero ha resultado ser la más efectiva: los delitos se pagan sirviendo a la sociedad. Sus sentencias educativas han bajado la delincuencia en Granada. Y desde los centros de internamiento, muchos jóvenes le piden por carta su intercesión.

 
“Te condeno a dibujar un cómic”
 
 
Le abrió los ojos. Andrés, 20 años, ha puesto fin a una carrera delictiva y de drogas que inició cuando tenía 13. Hasta cinco veces fue juzgado por Calatayud por delitos de robo y similares. Gracias a su última condena, se sacó el carné de conducir y el graduado. “Fue el juez el que me metió el susto grande, me abrió los ojos”. Psicólogos y pedagogos completaron su redención.
 

ILDEFONSO OLMEDO FOTOGRAFÍAS DE CHEMA CONESA


Desde las alturas del Albaicín granadino, donde tiene casa en una hermosa urbanización de protección oficial levantada en los años 80 junto a la vieja muralla árabe de la ciudad, Emilio Calatayud baja cada día al encuentro de la Justicia. Son ya 24 años de toga y 16 entregado al Juzgado de Menores de Granada. Prefiere siempre moverse por la ciudad en moto, o en el viejo Seat Panda azul con “L” de conductor en prácticas desde que hace unos meses su hijo mayor, cumplidos los ?8, se sacó el carné. Y siempre que puede comienza su jornada con un chapuzón: mil metros a braza. Nadar es una de sus grandes pasiones. También andar. “Y luego me gusta aburrirme”, dice con complacencia. No hay pose en las palabras de Emilio, como le llaman los parroquianos del bar de su barrio. Que el respeto no va en el don, ni en el “su señoría” de cuando luce puñetas. Porque respeto le tienen mucho. En toda Granada y más allá. Su nombre, pronto, será un eco también en el Camino de Santiago, donde un grupo de 10 de sus “pupilos” han sido enviados para completar su rehabilitación con seis días de caminata hasta la catedral compostelana.

Calatayud es el juez de las sentencias ejemplares, el mismo que sentó a un raterillo en un pupitre hasta que aprendió a leer. Cada vez sus decisiones van más lejos, en un siempre sorprendente aliño de sentido común e imaginación. Su justicia peregrina tanto por las piedras milenarias de la vieja cultura que representa el Camino como por las intangibles redes cibernéticas en las que la vieja figura del bandido toma nuevo nombre: hacker. A uno de estos piratas cibernéticos que desde Madrid entró en el ordenador de varias empresas granadinas y provocó daños de unos 2.000 euros, el magistrado condenó meses atrás a impartir 100 horas de clases a estudiantes de informática.

Dice que casi el 80% de los chavales que pasan por su Juzgado aprovechan la oportunidad de toparse con un juez como él y dan para siempre –o casi– esquinazo al delito. Ahora tiene 48 años, tres quinquenios largos de experiencia como “salvador de menores” y más de 8.000 sumarios resueltos. Desde hace tiempo, además, la sensación de no haberle negado esa segunda oportunidad que puede cambiar la vida a gente abocada a ser carne de presidio. No olvida que él mismo, cuando tenía 13 años, fue enviado por su padre a un colegio malagueño (Campillos) sobre el que recaía una oscura leyenda de correccional y las cuitas de sus rebeldes moradores se resolvían con juicios sumarísimos. “Si reconsideráis lo que habéis hecho”, llegó a decir en una ocasión a un grupo de jóvenes que asaltaron una casa de veraneo como gamberrada, “lo peor que os puede pasar es llegar a juez de menores”. Como él.

EL REDENTOR. La de Emilio Calatayud (Ciudad Real, 1955) es una historia que desde hace años se viene escribiendo sobre legajos y mucho más. A cada poco, su nombre resuena en los periódicos a golpe de sentencia ejemplar, y en muchas casas de Granada, su ciudad adoptiva, se ha ganado el sobrenombre respetuoso de “el padrazo”. En las fiestas del Corpus, unas letrillas populares (carocas) le retrataron ya hace años así: “Calatayud, juez prudente / hombre cabal y complejo / que redime al delincuente / e instruye al analfabeto / vaya un ejemplo excelente”. Él se encoge de hombros y medio sonríe: “Tengo la suerte de que hasta los que condeno se van contentos”. En la Justicia que él imparte no cabe la venganza. Tampoco la condescendencia sin más. “El que la hace la paga, está claro, pero ahí no nos podemos quedar... Yo estudio mucho qué es lo que ha llevado a un chaval a ser delincuente”, se explica. “Es duro pero aplica la ley de menores bien, y se arriesga”, dice uno de sus colaboradores extrajudiciales, una de las ?8 personas que integran el equipo de medio abierto (sociólogos, educadores, etcétera) encargado desde 1993 del seguimiento de los sentenciados a servicios en beneficio de la comunidad.

“Todas nuestras sentencias son educativas... También cuando condeno a internamiento (medio centenar de casos en 2003, frente a las 650 medidas en régimen abierto), incluyo medidas tendentes a que el joven pueda en un futuro reintegrarse en la sociedad. O integrarse, porque quizás nunca tuvo esa oportunidad ... De lo que se trata siempre es de saber si lo que queremos es sólo castigar o también reinsertar”. Palo a secas o justicia. Él está convencido de que con su apuesta por la filosofía reinsertadora y educativa de la Ley del Menor todos ganamos. “En Granada llevamos ya tres años seguidos bajando la delincuencia juvenil”.

Y en el pueblo de Darro, por ejemplo, el único policía local, Antonio Morillas, tiene desde hace unos meses un compañero de patrulla. Se trata de un menor detenido reiteradamente por conducción temeraria y sin permiso de circulación. Calatayud le condenó a 100 horas de servicio a la comunidad, además de prohibirle conducir ningún vehículo en seis meses. Con el agente Morillas entregado también a la causa rehabilitadora, empiezan a verse los progresos del joven. “Se está mejor en el otro bando”, ha llegado a admitir el pupilo.

Desde la entrada en vigor de la gran reforma de la Ley del Menor, en 2001, el único juez de menores de Granada resuelve cada año alrededor de 800 casos, desde un pequeño hurto o una infracción de tráfico a un asesinato o una violación. En 2003, el suyo fue el juzgado de delitos juveniles más resolutivo al sur de Despeñaperros, como acaba de reconocer el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía. En total, 1.323 asuntos resueltos, el triple de lo que el Consejo General del Poder Judicial considera normal por juzgado (450 asuntos al año). Hay días que se baten récords. Ocurrió, el pasado 4 de mayo: el juez Calatayud despachó 42 casos en hora y media.

En lo que va de 2004, ya ha superado las 350 medidas en medio abierto: incluyen tanto las libertades vigiladas como las prestaciones de servicio en beneficio de la comunidad, resoluciones en las que este magistrado aparece como el gran innovador de la Justicia. Que lo de enviar a chavales a un centro de internamiento, cuando se trata de delitos graves, es moneda común e insoslayable del oficio de juzgador. Él lo asume sin especial orgullo. “Internamos demasiado”, cree sinceramente. Le parecen muchos los alrededor de 600 jóvenes que actualmente llenan los 15 centros de menores abiertos en Andalucía. “Se trabaja poco con medio abierto”, sentencia.

Y echa cuentas: cada plaza de internamiento cuesta unas 40.000 pesetas diarias. “Con ese dinero se podrían pagar a muchos pedagodos y educadores... Porque, aunque estamos en un derecho coercitivo, en nuestra actuación no debe haber ánimo de venganza. Y eso yo lo percibo especialmene cuando se trata de menores. Si son moldeables para lo malo, también lo son para lo bueno. Cuando ves resultados, no puede haber cosa mayor. Yo siempre digo que la Justicia de menores te da satisfacciones que difícilmente encuentras en la de adultos”.

CARNE DE CAÑÓN. La sensación personal del manchego del Albaicín es “la de haber salvado a muchos”. Hay datos (“el 90% de los chavales que hemos condenado a sacarse el graduado escolar lo han aprobado”) e indicios para el optimismo (“chavales detenidos por conducir borrachos que envié a atender a tetrapléjicos del hospital de Granada, se quedaron de voluntarios para, por ejemplo, acompañar a los paralíticos cuando los llevan a la playa”). Él dice que sólo un 10% de los que llegan a sus manos son ya carne de cañón”. No siempre es fácil percibir la línea fronteriza entre unos y otros.

En ocasiones, se ve obligado a dictar la máxima condena prevista por la ley aun sabiendo que el condenado no es, en rigor, un delincuente de largo recorrido. “Recuerdo el caso de un joven que, cuando lo juzgué, trabajaba y cuidaba responsablemente de su mujer y su hijo. No es que fuera un maleante, sino que interpretó mal la justicia; se la tomó por su mano. Mató a su suegro de cinco tiros porque había abusado reiteradamente de su mujer cuando era niña y adolescente. El muchacho, gitano, siempre reconoció el delito. ‘Voy a pagar lo que usted me ponga, pero hice lo que tenía que hacer’, me decía. Lo sentencié a ocho años de internamiento y cinco de libertad vigilada. Su padre, que lo acompañó en el delito, estaba ya condenado a ?? años de cárcel”.

Un pedrusco romano y dos cajas de tomates cerraron aquel juicio. Fue el regalo con el que los parientes del condenado agradecieron al juez su sentencia. La piedra esculpida reposa en una esquina del despacho de Calatayud. “Temimos que fuera una pieza arqueológica catalogada y la analizó la Guardia Civil para ver si era de algún expolio, pero no... Fue un catedrático de Arte de la Universidad quien finalmente la dató (siglo IV a.C.). Y aquí la tenemos, pendiente de colocarla en algún lugar como donativo anónimo”. No es el único. En un mueble de su despacho, atesora numerosos cumplidos de padres agradecidos. Por ejemplo, una botella de Courvoisier, exquisito coñac francés que le trajo la madre de un adolescente que acababa de ser condenado a seis meses de internamiento y a un tratamiento psicológico paralelo. Su delito: maltratar a sus progenitores.

PATERNIDAD. Dice el juez que hay una plaga de adolescentes maltratadores. “Tengo más de ?7 casos: a cinco los mandé internar y el resto están con libertad vigilada y tratamiento psiquiátrico ambulatorio”, se explica. En algunos casos son chavales que fueron adoptados. También hay muchos que coquetean con las drogas y en casa lo pagan con sus desconcertados progenitores. En general, clase media en la que abundan padres separados e hijos consentidos. Él mismo, que ha convertido sus sentencias en auténticas lecciones de vida (a un pirómano lo pone a repoblar bosques o a un joven agresivo a atender a los inmigrantes que llegan en patera), reconoce que ser buen padre puede ser mucho más difícil que magistrado. “Antes la paternidad era mucho más fácil que ahora... Mi fórmula: yo creo que los padres no tenemos que ser los colegas de nuestros hijos. Los padres somos sus padres, y así tenemos que educarlos”.

El suyo fue juez y después abogado, en lo que sigue a sus 80 años. “Es un cabeza privilegiada. Aún hoy, a su edad, es un gran civilista y administrativista. Dice que he nacido con estrella. También que en el fondo tengo mucho sentido común...”. Aquel verano en Campillos y otro más (“me tuvo todas las vacaciones y parte del principio del curso siguiente como aprendiz de mecánico en un taller que estaba junto al colegio”) obraron la transformación de hijo gamberrillo en prometedor estudiante. Lo de hacerse juez fue casi azar.

En realidad, obra de su entonces novia, Azucena, y hoy madre de sus dos hijos. Ella, farmacéutica, lo inscribió en las oposiciones a la Judicatura el mismo día en que se cerraba el plazo. Y él no la defraudó tras ocho meses de hincar los codos, allá por 1979. Su primer destino fue Tenerife. A Granada llegó en 1984, y cuatro años más tarde ya se ponía al frente del Juzgado de Menores. Azucena abría botica y los hijos crecían granadinos. Pero el juez Calatayud tiene otra familia numerosa de la que habla, a veces, con casi tanto orgullo como de la propia. “Mi hijo, gracias a Dios, está estudiando Farmacia, como su madre. Y la niña... Ella va para artista”, dice de sus dos vástagos.

Después están los otros, esos por los que muchas madres de Granada le llaman el Padrazo. “Tengo a ocho en el Ejército, y varios a los que hicimos que se sacaran el título de vigilante de seguridad ahora trabajan como guardas jurados... Hace poco me visitó uno de los militares. Le había juzgado por un robo y le suspendí la ejecución del fallo si aprobaba su incorporación al Ejército. Vino a enseñarme el Seat Ibiza rojo que se ha comprado con sus primeros sueldos de militar profesional...”.

Cada año el juez incorpora nuevas medidas a su cada vez más amplio recetario de sentencias ejemplarizantes. La asociación Ímeris, especializada en la intervención con menores en riesgo social, es su fiel aliada en la aplicación y seguimiento tanto de tareas educativas como servicios en beneficio de la comunidad. En la memoria de actividades del año 2003 se reflejan recogidas de juguetes y alimentos, animación hospitalaria con jóvenes que hacen de payasos para los enfermos, limpieza del botellón, repoblación forestal, rehabilitación y pintado de parroquias, acompañamientos a personas disminuidas físicas...

En este 2004, gracias a un convenio de cooperación con la Cruz Roja, el juez también mandó a sus pupilos a echar una mano a los inmigrantes de las pateras. La idea le surgió tras un juicio por robo contra un menor magrebí sin papeles, y posteriormente la maduró hasta dotarla de connotaciones sociales. Se trata de chavales condenados a ejercitar la solidaridad con el semejante por robar y agredir a muchachos de sus edades. Un monitor contabiliza las horas de trabajo (cada uno deberá dedicar 100), que empiezan a contar en el momento en que la embarcación aparece en la orilla.

Andrés acaba de cumplir 20 años y empieza a ver que se salvó del naufragio que llevó a la mayoría de sus colegas a la cárcel o a los centros de internamiento de menores. Cinco veces se vio cara a cara ante Calatayud. Pero ya todo, dice, es pasado. Atrás quedaron las drogas (pocas no probó) y su “obsesión por robar”, una carrera delictiva que inició con 13 años y por la que ha estado rindiendo cuentas al juez hasta mayo del año pasado. “Las últimas medidas que me puso fueron 50 horas de orientación laboral. Me saqué el graduado y el carné de conducir”, dice al Magazine. Aunque ahora lleva un año parado, ya no está dispuesto a todo para conseguir dinero. “No quiero que me ocurra como a mis colegas, que están pasando su juventud entre rejas... El juez me metió el susto grande, me abrió los ojos, pero quienes me han ayudado de verdad es la gente de aquí” (se refiere a los psicólogos y pedagogos de la asociación Ímeris).

SEGUIMIENTO. Cada tarde, la sede de Ímeris se convierte en la trastienda del Juzgado de Menores. Los chavales acuden al local para rendir cuentas de sus evoluciones. Gente como Rafael, en libertad vigilada hasta diciembre por un delito (dio un tirón a una francesa desde una moto) que cometió antes de 2001. Al entrar en vigor la Ley del Menor, su caso pasó de la justicia de mayores a la de menores, donde era un viejo conocido. La persona a la que el juez ha encargado su vigilancia explica así la evolución del joven: “Hizo muchas fechorías y barbaridades... Hoy es un chaval normalizado, con pareja y el pensamiento de tener su casa, vivir honradamente con una empresa que está montando y dar trabajo a siete u ocho personas. Cuando empezamos a verlo tenía sólo ?4 años y presentaba serios problemas de aprendizaje”. Hijo de un panadero separado que trabaja por la noche y duerme parte del día, por lo que nunca pudo prestarle toda la atención necesaria, Rafael ha logrado empezar a reescribir derechos los renglones torcidos de su existencia.

Hay casos más o menos excepcionales. Y centros de internamiento, como uno en Oria (Almería), donde con el visto bueno del juez permiten a los jóvenes recluidos empezar una posible nueva vida. Se les da permiso para que cada día salgan a trabajar el mármol en alguna de las minas próximas. La buena disposición siempre tiene que ser correspondida. Es decir, el joven habrá de reconocer su responsabilidad, asumir los hechos. El juez Calatayud sabe que no siempre es fácil, pero se trata del prólogo inexcusable a toda redención: “Trabajamos mucho ese aspecto en el seguimiento de los internos. Uno de los chavales que ahora tenemos internado tuvo, como parte de su rehabilitación, que contarle a su novia (después se casaron en el centro de internamiento) y a sus padres que efectivamente había violado a su víctima”. Parecía tan imposible como que alguien condenado por homicidio en grado de tentativa termine como educador en el centro donde está recluido, en Torremolinos. El buen comportamiento y la evolución del joven, de 19 años, ha propiciado la oferta de trabajo. De delincuente pasará a educador.

A veces ocurre el milagro de la redención. Es lo que dice, y quiere creer, el juez Calatayud. Su fórmula: justicia y sentido común. Si maltratas a un sin techo, repartirás comida entre indigentes; si pegas a otro chaval porque te miró mal, limpiarás cristaleras de edificios públicos para que sepas de verdad lo que es que te miren mal; si te gusta prender fuego, te irás de turno con los bomberos... Miles de historias tristes y unas pocas con final feliz. Y entonces el juez nadador, cuando se seca al salir de la piscina y se dispone a ir a su despacho o a la sala de juicios, se siente un poco aquel Tarzán (Johnny Weissmuller) que tanto idolatraba cuando era niño y algo gamberro. Mucho antes de ni siquiera soñar con hacerse todo un señor juez.


 
 
 
“Te condeno a dibujar un cómic”


El error de Enrique fue conducir su ciclomotor sin el seguro obligatorio por las calles de Granada. Ocurrió en agosto de 2002. Apenas un año después, el joven aceptaba la sentencia del juez Emilio Calatayud: dedicar 50 horas de trabajo a contar en viñetas, su gran pasión, la historia de los hechos y realizar un par de visitas a la planta de traumatología del hospital de Granada. El juez no sólo pretendió que el adolescente demostrara sus dotes creativas. También, que “reflexionara sobre la barbaridad que supone conducir sin seguro”. El resultado, satisfactorio para todos, fue un cómic de 15 folios. Y Andrés ya tiene seguro.
 
 
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