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M A G A Z I N E 
256   22 agosto de 2004
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ENTREVISTA JAVIER BARDEM

por JOSÉ MANUEL BUSTAMANTE FOTOGRAFÍA DE LUIS DE LAS ALAS


Javier Bardem se siente como un detective: debe encontrar un móvil. No el del crimen, sino el que lleva al personaje a actuar de una manera. En su última película, “Mar adentro”, de Alejandro Amenábar, ha estado meses preguntándose por qué el tetrapléjico Ramón Sampedro eligió la muerte frente a la vida. Como el gran transformista que es, aprendió los gestos de una persona inmóvil en una cama durante 28 años y se sometió a duras sesiones de maquillaje. Éste es el resultado de sus pesquisas.

Nunca sabremos si Ramón Sampedro era un personaje en busca de autor. Él se explicó a sí mismo en dos libros antes de fallecer, en 1998. También mostró al mundo en un vídeo sus últimos y agónicos minutos de vida. Lo que sí sabemos ahora es que el tetrapléjico gallego se ha convertido efectivamente en un personaje, del celuloide, que ha encontrado a un autor, Alejandro Amenábar, y también a un actor, Javier Bardem. Lo que no es poca cosa.
La realidad es bien conocida. El marinero Sampedro, natural de Xuño (A Coruña), sufre un accidente que le condena a una silla de ruedas. La rechaza y vive inmóvil en su cama durante 28 años. Hace poesía de su drama, publica versos y se alza contra una sociedad que no le permite morir con dignidad. “A mi lado tengo un vaso con agua y cianuro. Cuando lo beba habré renunciado a la más humillante de las esclavitudes: ser una cabeza viva pegada a un cuerpo muerto”, dice a la cámara doméstica. Ingiere ese brebaje un 12 de enero, abriendo un nuevo debate sobre la eutanasia. Su historia termina atrapando a Amenábar. Y luego, a Bardem. Y aquí empieza la ficción, que no será conocida hasta el 3 de septiembre con el estreno de Mar adentro, título también de uno de los poemas del protagonista.

Encontramos al actor imbuido aún por la fuerza del personaje. Es todavía Bardem-Sampedro, o a la inversa. Parece como si estuviera en plena terapia de desintoxicación y mencionar al gallego despertara en él un mono brutal, que se manifiesta en torrente de palabras, y Bardem-Sampedro habla y habla sin parar, y hace inútil el cuestionario del periodista. Hasta se le escapa de vez en cuando el acento del Norte… “Todavía no he hecho ningún trabajo con el que no me haya obsesionado, para bien o para mal”. Y bien que se le nota. Claro que ahora miras al actor de rostro reconocible, al de siempre, o al de casi siempre, no al gran transformista del cine español. Después de meterse en la piel del poeta cubano Reinaldo Arenas en Antes que anochezca y del desempleado Santa en Los lunes al sol, gana ahora en la pantalla 20 años, muchos kilos y la dosis de paciencia infinita de alguien inmóvil durante casi tres décadas. ¿Cómo lo ha logrado? La siguiente no es una clase teórica del Actor’s Studio. Es más bien un viaje a la mente del intérprete trasmutado en personaje. Porque Mar adentro, para Amenábar, es “un viaje a la vida y a la muerte… Un viaje al mundo interior de Ramón Sampedro”. Ahora es el actor-personaje el que conduce, y su mente la que habla.

“El actor pasa a veces por encima de los personajes, ponemos nuestra ambición por encima de lo que deben significar. Pero hay algunos que te transitan a ti, y uno lo que tiene que hacer es quitarse de en medio, como un médium, dejar que te invada lo que uno cree que es esa persona. Las ideas, las sensaciones, los colores, los sonidos de esa persona”. Esta vez transitó por su cuerpo y alma durante un intenso rodaje de tres meses. Pero ya lo había hecho mucho antes, durante la agotadora fase de preparación. Desde que en la gala de los Goya del “No a la guerra”, el director abordara al actor en los pasillos y le espetara: “Tenemos que hablar”.
Luego, vinieron muchas emociones. Primero, recelos: “Sabíamos que el material era extremadamente delicado, por muchas razones. Por la persona de Ramón, por lo que significó para mucha gente, por lo que sigue viviendo esa persona en la memoria colectiva y por el tema que íbamos a tratar”. Luego, preocupación: “No sabía si iba a poder entender al personaje”. Y, finalmente, entusiasmo. “Me ha acompañado la imagen de una luz intermitente, unas bombillas que me decían: ‘Esto es un regalo, esto es un regalo’. Tenía la sensación de cometer un delito, me daban la oportunidad por la que cualquier actor en el mundo pagaría, o pegaría. Yo quería estar a la altura de ese regalo”.

Pongamos que es un día cualquiera del rodaje. El resto de intérpretes (Belén Rueda, Lola Dueñas, Mabel Rivera...) ya ha terminado su trabajo. El actor lleva más de cuatro horas en la cama, inmóvil, su hogar durante 12 semanas. La maquilladora, la británica Jo Allen, ha estado cinco horas moldeando su rostro antes de estar listo para la acción. Y así, todos los días, más las horas de trabajo ante las cámaras. “Pasé por muchos procesos: rabia, cabreo, negación… Todo eso te ayuda a entender algo, que yo intentaba comprender desde lo emocional, pero que no pasaba de lo intelectual: la sensación de impotencia. Estar obligado a una situación indigna durante mucho tiempo. Evidentemente, no soy tetrapléjico ni he estado así 28 años. Pero pasar en una cama seis horas diarias produce un acto involuntario de comunión con lo que yo estaba buscando”.

Para aguantar le sirve el entrenamiento recibido, una vez más, y van tres, en el Hospital Nacional de Parapléjicos de Toledo. Allí le conocen, porque allí ya fue para meterse en la piel de minusválidos en Huevos de oro y en Carne trémula. “Buscaba el comportamiento del día a día de una persona en esas condiciones, que los médicos me hicieran un boceto psico-emocional. Tenían un conflicto: estaban ayudando a alguien a crear un personaje a favor de la eutanasia, cuando ellos trabajan por lo contrario. Pero siempre fueron respetuosos con lo que el protagonista significó, y sabían que queríamos hacer la película desde un respeto que invita a la tolerancia. Como bien decía él, ‘yo no soy bandera de nada, sólo de mí’. También dice: ‘Quién soy yo para juzgar a nadie, a los que quieren vivir; y luego, se me juzga a mí’. Ese es el gran debate”.

Metido en la cama, atento a la dicción, al guión, le preocupa también no salirse de los escasos movimientos que le está permitido hacer. Algo que también aprendió en el hospital. “Al ver un vídeo, los médicos, tras analizar los movimientos de sus hombros y de sus brazos, aseguran que no tenía una lesión tan seria como se suponía, sino más leve, pero que de alguna forma se fue atrofiando y agravando. Fue una sorpresa. Yo empiezo mis investigaciones, y descubro que, mientras estaba en rehabilitación, le dicen que no va a volver a andar. Decide abandonar; se da de alta voluntaria y se va a su cama. Eso me produjo una revolución interna brutal: ya desde el principio, él decide apearse. Te marca la pauta del comportamiento, cómo es fiel a su propio dictado. Al ser una lesión más leve, el trabajo es más complejo, porque puedo mover, pero no debo mover”.

El espectador que ve a Bardem-Sampedro desde la butaca no es consciente de los esfuerzos para llegar hasta ahí. “Intenté adaptar mi cuerpo, que de por sí es torpe y grandullón, y bien rellenito, a un cuerpo atrofiado, inmóvil y un tanto deforme. Pasé una larga temporada con los enfermos del hospital, hasta que me metí en la cama. Allí, una médico me manipulaba durante horas, menos limpiarme me hace de todo. Me doy cuenta de un problema grave: la anchura de mis hombros. Es importante que se tapen, y nace una postura realmente incómoda, más o menos ésta (y junta los brazos echando los hombros hacia atrás, como se le ve en la película). Produce un arqueamiento en la espalda y tensión en la zona lumbar, en el cuello y en los omoplatos. Y me digo: no puedo estar así jornadas de 10 horas diarias. Al final lo conseguí, gracias a la doctora. Y también a mi fisioterapeuta, que me hace una almohada especial, para que el cuerpo se amolde”.

“Es el mejor actor que haya habido en este país”, dice Amenábar de Bardem. Pero también que “puede parecer el más indicado y el menos indicado para esta película. El menos, porque no tiene el físico ni la edad que requiere el personaje (35 años frente a 55), y no hablaba gallego. (Una “distancia abismal”, reconoce el propio actor). El idóneo, porque es un monstruo de la interpretación”.
Va poco a poco domando al personaje. Paso a paso. Recuerda cómo se fue metiendo en su mente. Cómo pide tiempo y lee y relee uno de sus libros, Cartas desde el infierno. “Trata temas tan importantes como el amor, el desamor, el sexo, la vida y la muerte, con una propuesta de debate a la altura, yo siempre lo he dicho, de Dostoievski. La circunstancia le ha obligado a domar el impulso y a potenciar el intelecto para no ser presa de la ansiedad, del miedo y del terror, para poder de esa manera sobrevivir en un cuerpo muerto, viviendo solamente con la cabeza. El gran esfuerzo que eso conlleva me pareció otra cosa admirable en él, y muy atractiva para trabajar en una película”.

Adopta el cuerpo del tetrapléjico, su cara, su acento y su socarronería, hasta sus gestos, pero... ¿y la mente? ¿Cómo entrar en alguien que escribe: Mar adentro, mar adentro/ y en la ingravidez del fondo/ donde se cumplen los sueños/ se juntan dos voluntades/ para cumplir un deseo? “Cuando leo la obra me doy cuenta de que usa el cinismo como herramienta revolucionaria, para revolucionar al de enfrente, que se ve obligado a entrar en un debate. Y lo consigue con un discurso perfectamente armado, que no es intolerante, que permite la réplica, no como el de la Iglesia. Y con el sentido del humor, que da poca importancia a lo poco importante que es en definitiva todo esto, y en cierto modo a lo poco importantes que somos nosotros”.
Ve sus entrevistas, y sigue leyendo: Tu mirada y mi mirada/ como un eco repitiendo, sin palabras:/ más adentro, más adentro,/ hasta el más allá del todo/ por la sangre y por los huesos. “Cuando le oigo me quedo fascinado con la dicotomía del mensaje que propone, quiero morir, dejarme morir, o ayudarme a morir, y la forma en que lo expresa, con la sonrisa, con una vitalidad fuera de lo común. Sé que estoy enjuiciando a esa persona, proyectando sobre él mis fantasías, mis miedos y mis limitaciones. Para mí, como para todos, la idea de la muerte me produce una fuerte negación y terror. Él dice que no hay que negarla, que forma parte de nosotros, y la muerte para algunos es un signo de vida digna, de volver a la vida”. Pero me despierto siempre/ y siempre quiero estar muerto/ para seguir con mi boca/ enredada en tus cabellos.

Al compás de los versos, de las olas que quitaron y dieron la vida al marinero, de los sentimientos que rodean a la gente próxima a él, a la que se acerca e intenta comprender, algo se va moviendo en las entrañas del actor. “Nos arrogamos tanta importancia a nosotros mismos que sentimos que morirnos es una gran pérdida, no sólo para nosotros, sino para muchísima gente. Le veía como una persona desprovista de ego, me apetecía trabajar eso, porque yo soy totalmente lo contrario”. Una influencia que llega hasta su propia biografía. “A mí me tocó de cerca con la muerte de mi padre, en 1996. Yo tenía entonces 27 años. Es una bofetada que te pone en tu sitio y te obliga, aunque no quieras, a mirarla de frente. Y a medirte, a saber dónde estás frente a lo inexplicable, al fin por el fin”.

En el principio de todo, en el principio de la película, Bardem es un Sampedro de 25 años lleno de vitalidad. No hay maquillaje todavía, la cama-prisión no es ni tan siquiera un mal sueño, la palabra eutanasia no aparece en el vocabulario de un joven ávido de emociones que se enroló en un barco noruego para dar la vuelta al mundo. Está de visita en su tierra, y dispuesto a darse un baño en la hermosa playa de As Furnas. Se zambulle en el mar que tan bien conoce, pero calcula mal y lo hace en un momento de marea baja. Se fractura la columna a la altura de la séptima vértebra cervical. Era una luminosa mañana de verano de 1968.

“Hay un momento de la película”, ha dicho Amenábar, “donde Ramón dice que el mar le dio la vida y el mar se la quitó, porque fue donde tuvo el accidente. Es, también, la sensación de escape. Es esa línea del horizonte que nunca se acaba, que representa el infinito”. Cuando al actor se le plantea que explique cómo se convirtió en médium del tetrapléjico, pide que se le fotografíe en el mar. “Era donde él siempre quería ir. Es lo insondable, lo misterioso, lo inexplicable. Es más grande y poderoso que nosotros, como es la muerte. Te atrae y al mismo tiempo te da miedo. A todos nos encanta bañarnos, pero cuando estamos en alta mar nos sentimos desprotegidos. No sabemos lo que hay debajo de nosotros. Igual que cuando nos llegue el momento. Y sin embargo, él lo buscaba, lo que quería era bañarse en el mar”.

Después de la escena del accidente hay un parón de unos meses para que el intérprete coja peso. “Y ahí empieza el viaje a lo desconocido”. Los viajes metafísicos a la mente de Sampedro, y los viajes reales a Londres, al taller de la maquilladora Jo Allen, que ha cubierto sus paredes con fotografías del gallego. Lo más complicado fue la pieza de la nariz. La cara se divide en partes, y cada una se lleva al menos 10 sesiones para dar con la apariencia perfecta. Se confeccionó hasta una dentadura, que se desestimó por incómoda. Y se tardó mucho tiempo en dar con el color de las lentillas y con su composición, para que no molestaran.

“Al principio tenía una curiosidad tremenda durante las sesiones, no hacía más que mirarme en el espejo. Me estaban regalando una de las razones por la que soy actor: disfrazarme. Luego, cansado, ya no me miraba, incluso me dormía. Recuerdo que un día me levanté, fui al espejo y me quedé impresionado. Y aterrorizado. Me decía: ahora tengo que llenar este maquillaje de veracidad. La forma ya está, hay que hacer el fondo”.
Con esa imagen, mira al espectador en las últimas escenas, sorbe el contenido mortal del vaso y dice “Xa vai” (ya va). Es el fin de la vida del gallego, pero no el del artista, el mediador. A él todavía le queda mucho mono, y cuando termina la entrevista, parece como si Bardem-Sampedro se desinflara y casi desapareciera en el sillón. Tarda en aflorar la persona real. “Ramón me ha enseñado a desprenderme de este ego que llevamos atados todos los días. Y la idea de tolerancia, lo importante que es escuchar al otro sin juzgarle. Ya no hablamos, lo que pronunciamos son monólogos. Cuando tú me hablas a mí, yo estoy pensando en lo que voy a decirte, con lo cual tu discurso no me cambia a mí, no me transformo. Ramón quería destrozar eso, era un terrorista de eso. Decía: escúchame, que yo te escucho, pero escúchame. Déjame que te pueda hacer dudar, y yo te dejo que me hagas dudar. Eso es”.

“Mar adentro” se estrena el próximo 3 de septiembre


 
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