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ANIVERSARIO FIN DE LA OCUPACIÓN NAZI
París 1945

POR JAIME DE ARMIÑÁN


Aquello era como el principio de una novela de Graham Greene. La guerra seguía en Francia y los alemanes aún estaban en la costa atlántica, frente a Burdeos y otras ciudades. Mi padre –Luis de Armiñán– era corresponsal de ABC y Diario de Barcelona en el recién liberado París. Yo nunca había viajado en coche-cama, ni tuve pasaporte hasta entonces. Menudo documento: una cartulina blanca, con foto sellada, que era algo así como un pasaporte diplomático de usar y tirar. El viaje se hacía en dos etapas: por España hasta Irún, cruce a pie por el Puente Internacional y tren francés nocturno con destino a París. Salí de Madrid, por la antigua estación del Norte, el martes 27 de marzo de 1945. Los alemanes no tirotearon el tren y yo dormí en el coche-cama.

Mi padre vivía en el Hotel Claridge –en los Campos Elíseos–, que había sido requisado primero por los alemanes y luego por los aliados. La habitación de mi padre era casi una buhardilla con balcón a una terraza de la parte trasera. Me acerqué al balcón y desde allí pude ver tres ametralladoras, que apuntaban al cielo, y más lejos unos enormes altavoces, que anunciaban alarma aérea. Al mando de las ametralladoras había un oficial, que al descubrirme sonrió burlón, llevándose la mano al casco. Mi padre me dijo que era el teniente del nido antiaéreo y que él, de cuando en cuando, le daba leche en polvo y el oficial correspondía con auténticos cigarrillos americanos: total, que se habían hecho amigos de azotea. Detrás de aquellos ingenios bélicos estaba el París liberado, entonces una ciudad en sombras, ya a punto de despertar, pero aún atemorizada por la guerra y ocupada, amistosamente, por miles de soldados aliados, donde no faltaban los españoles republicanos encuadrados en el ejército regular francés.

Para un chico que venía de la oscura España franquista aquel viaje resultaba una auténtica aventura. París era la guerra, el final del horror nazi, el principio de la libertad, que aún –y eso no podía saberlo– estaba muy lejos. El descubrir una bandera roja me paralizaba en la calle, pero aún me extrañaba más ver cómo las parejas se besaban en público, sin ningún miedo, con toda naturalidad, iba a decir como en las películas, pero en las películas los besos estaban más que prohibidos. Yo me quedaba en una esquina, acechando, mirando aquellos besos en la boca, a la luz del sol, que en Madrid hubieran llenado de clientes las comisarías. Mucho me admiraban también los soldados aliados, que en grupos o por parejas, blancos o negros, habían tomado las calles, los cines, los hoteles y los cafés más importantes, convertidos en clubes privados, donde no podían entrar los franceses. Me llamaban la atención los canadienses de polainas blancas y boina ladeada, también los escoceses de gorritos con cintas y falda a cuadros, y los marineros que iban como Fred Astaire y Randolph Scott en Sigamos la flota, pero sobre todo me dejaba de un aire la imponente policía militar, de casco y correaje blanco, esposas colgadas al cinto, porra y pistola. Los americanos eran dueños de París y así lo entendieron los gendarmes de siempre que, al paso de la policía extranjera, fingían interesarse por un escaparate, donde no había nada que vender. Los gendarmes estaban hartos, eran viejos, vestían de azul raído y tenían la mirada triste y cansada de ver tanto alemán. Pero sobre todo me fascinaban las chicas del ejército americano, guapas y rubias, digo yo, vestidas de uniforme, siempre con falda por la rodilla, guerrera ajustada, zapatos de medio tacón y gorrito ladeado. Me parece que los franceses pasaban de lejos, mirándolas con disimulo y sin atreverse a tocarlas.

Aún había guerra y seguían muriendo soldados en Europa. Hacía una mañana lluviosa, gris, fría y desapacible aquel lunes 2 de abril de 1945, cuando comenzó a sonar la campana. Mi padre me dijo que era la más grande de Notre Dame, que había permanecido callada desde 1940 y que se llamaba Marie Therese. Los soldados llegaban a Étoile como si brotaran del fin del mundo. Venían desde el Rin, de las costas del Atlántico, del Ruhr y de Magdeburgo. La plaza de la Concordia aplaudía al paso de los soldados de Francia –entre los que se contaban muchos españoles–, las salvas de artillería se mezclaban con el redoblar de Marie Therese. El general De Gaulle condecoró con la Cruz de la Liberación a la Villa de París. Aquella Cruz la tenían tres mujeres –muertas estaban ya–, los generales Leclerc y Nederic, las ciudades de Nantes y Grenoble, un submarino, una corbeta y una escuadrilla de aviación.
Por la tarde, mi padre me llevó a la plaza del Ayuntamiento, que estaba adornado con banderas aliadas. El general De Gaulle salió al balcón y soldados, hombres y mujeres, viejos y niños –faltaban muchos jóvenes– vitorearon a Francia y a la República recuperada. Iba cayendo el sol y se encendió la luz callejera por primera vez en siete años. De Gaulle abrió los brazos y consciente de su gesto teatral, gritó: – ¡Vamos a cantar La Marsellesa, vamos a cantarla en coro inmenso de multitud de franceses libres!
Mientras cantaban aquellas voces rotas, emocionadas, liberadas, la vieja Marie Therese sumaba su hueca alegría a la fiesta.
Al día siguiente mi padre me depositó en la Austerlitz. Era el martes 3 de abril de 1945:
– Si apruebas la reválida te vienes a pasar el verano conmigo, si te suspenden te quedas estudiando en Madrid.
Por supuesto aprobé la dichosa reválida y volví a París en el mes de julio de 1945.

Vivíamos en un piso amueblado en la Avenue Fremiet, que pese a su título era calle tranquila, ancha y corta, situada en el elegante barrio de Passy, que empieza en el Quai de Passy y termina en la Avenue de Charles Dickens. En mi calle había una carnicería, una panadería, una tienda de ultramarinos y dos cafés restaurantes. Como es lógico, el carnicero, el panadero y el patrón de la tienda de comestibles vivían del mercado negro. Al fondo de la calle abría sus puertas un club para soldados aliados, sobre todo yanquis, británicos, canadienses y australianos, que de cuando en cuando abastecían al oscuro mercado de los minoristas. Aquella zona del barrio estaba habitada especialmente por escritores, músicos, pintores, actores y bailarines, que salían más de noche que de día. La guerra reciente tenía, en cambio, una ventaja: apenas circulaban coches por el barrio de Passy y sólo se oían las sirenas de las gabarras que surcaban el Sena, el timbre de las bicicletas, las bocinas de los vélo-taxis y el motor de algún jeep del ejército americano. París estaba lleno de velociclos. El vélo era un triciclo con capota, dos asientos de mimbre y un tipo que pedaleaba furiosamente. A mí me hubiera gustado montar en vélo, pero no tenía ni figura, ni dinero, ni tampoco valor. Todo el mundo iba en bicicleta, amas de casa, dignos caballeros de cinta roja en la solapa, funcionarios del gobierno, viejas viejísimas, señoras elegantes vestidas de fiesta, menestrales y obreros. Y chicas. Yo recordaba a las de Madrid, obsesionadas por culpa de la dichosa falda, a punto de matarse con tal de no enseñar las piernas. A las chicas de París les traía sin cuidado que se les subiera la falda hasta el moño y para un jeune homme, hecho a la censura, al luto y al pecado mortal, aquello constituía un espectáculo tan colorista como insólito. Me daba sonrojo mirar a las claras, porque yo era el único que reparaba en muslos ciclistas.

Yo tenía una habitación para mí solo y una cartilla de racionamiento, creo que le decían J-3. Todos los días llegaban a casa cuatro periódicos: L’Humanité, Combat, Le Figaro y Le Monde. Como es lógico, me apasionaba L’Humanité –por aquello del símbolo prohibido en España– y a mi padre no le hacía ninguna gracia mi curiosidad. Todos los periódicos, incluido el prudente Le Monde, publicaban atrocidades del régimen español y hasta sangrientas caricaturas del general Franco, que yo recortaba en secreto. Mi madre –Carmita Oliver– no quería mirar los periódicos y pensaba que jamás volveríamos a Madrid. A mí me traían al fresco las noticias de España e incluso admitía la posibilidad de no volver a Madrid y quedarme en París.
Poco a poco me iba haciendo con aquella ciudad cautivadora, todavía en penosas circunstancias o quizá, precisamente, por las penosas circunstancias que escondía turbada: el rencor sin digerir, el miedo, la revancha, el disimulo, la delación temida e incluso el hambre y la sed. El café, el whisky y el tabaco rubio ganaban terreno.

No fue fácil vivir en el París cautivo, ni tampoco era cómodo vivir en el liberado. Los escaparates mostraban cajas vacías, frascos de perfume sin perfume, zapatos de un solo pie, botes sin nada dentro y a todo aquello se le llamaba factice, falso, engañoso. El perfume de verdad lo compraban los americanos, haciendo cola en Guerlain, y la cerveza auténtica se la bebían en los cafés requisados. Los únicos alimentos que circulaban libremente eran langostas, pollos –que entonces tenían mucho prestigio– y piña tropical. Todavía no he conseguido explicarme semejante rareza, que no resolvía los problemas de abastecimiento de París.
A pesar de todo, el calor del mes de julio y la paz de Europa le habían quitado el miedo a la ciudad, que encendía sus luces, recuperando a medias el título de Ville Lumière. A nadie le importaba –o le importaba a muy pocos– la guerra en el Pacífico o la inminente batalla del Japón.

En el verano de 1945 los franceses afilaban de nuevo la cuchilla de la guillotina. Las paredes estaban llenas de pintadas que pedían la muerte para el mariscal Pétain, el viejo traidor, y para Laval, el pérfido ministro, que se vendió a los alemanes. El presidente –Pierre Laval– jugó la carta de Alemania, unió su suerte a la de Adolf Hitler y perdió en la ronda final. Fue condenado a muerte y fusilado en Fresnes. Pero la estrella era el mariscal Pétain. Media Francia quería ver colgado al anciano militar y la otra media prefería pasar la hoja. Pétain –como el almirante Esteva y Laval– fue condenado a muerte, pero De Gaulle indultó al vencedor de Verdún y al marino Esteva, tal vez por querencia de casta o simplemente para evitarse problemas.

Una mañana del mes de agosto comenzaron a sonar las sirenas, mi madre vino de la cocina un tanto nerviosa, pensando que los ejércitos alemanes habían resucitado o que el fantasma de Hitler se disponía a arrasar la ciudad. Mi padre dejó la máquina de escribir y salió al pasillo. Yo me asomé a una ventana. Por la Avenue Fremiet corría una vecina gritando: “La guerre est fini! La guerre est fini!”. El rico carnicero echaba el cierre a su negocio: “Vive La France!” Por la radio, la emisora yanqui –mi favorita– soltó sin previo aviso la canción Barras y Estrellas y luego América, América...

“Han pasado tres meses desde que Alemania se rindió a los aliados. El 7 y el 8 de mayo firmaba la capitulación en Reims y en Berlín. Japón no podía tardar en derrumbarse. Hoy 15 de agosto, el emperador Hiro-Hito, en un mensaje difundido por radio a todo el país, ha anunciado al pueblo japonés el fin de la guerra. El lunes, 6 de agosto, la primera bomba atómica de la historia había arrasado Hiroshima. Tres días después, una segunda bomba caía sobre Nagasaki. Toda voluntad de resistencia era suicida”.

Yo me puse la chaqueta de verano, la corbata de rayas –que entonces se llevaba mucho– y decidí salir a la calle. Tenía dos o tres corbatas de rayas pero elegí la más alegre, donde dominaba el blanco-estío, que no tiene nada que ver con el blanco-invierno. Crucé el portal y antes de pisar la Avenue Fremiet se me vino encima una señora gorda: me dio dos besos y me estrujó contra su pecho. Era la señora del carnicero que, sin más explicaciones, me arrastró hasta un pequeño restaurante donde nunca había entrado. El local estaba lleno de gente, se descorchaban botellas de vino y se repartían vasos y así me encontré con uno lleno hasta el borde, mientras los vivas a Francia atronaban el local. Fue una bonita experiencia que nunca había vivido. Entre aquellas paredes, bebiendo beaujolais, ligero y vulgar, sí que se notaba el fin de la guerra, ahora muy lejos, en Japón, pero sufrida dramáticamente en París. Alguien empezó a cantar La Marsellesa y, poco a poco, los vecinos de la Avenue Fremiet lo siguieron. Casi todos tenían los ojos húmedos y yo también. Luego, cuando vi Casablanca, me emocionó La Marsellesa que se canta en el bar de Rick, en pugna con la gente del Mayor Strasse, y tuve que disimular las lágrimas para no hacer el ridículo. Pero no me libro, porque cada vez que veo Casablanca lloro sin remedio. Tira mucho La Marsellesa.

El 20 de agosto de 1945 moría el poeta Paul Valéry. Es difícil que yo olvide la noche de la ceremonia fúnebre en honor del poeta Paul Valéry, que había muerto en París a los 74 años, cinco días después de finalizar la Segunda Guerra Mundial. Las exequias se celebraban en el Trocadero, que está muy cerca de la Avenue Fremiet. Llegué a la gran baranda del Trocadero iluminado por una descomunal luna llena, que pocas veces he visto y no creo que vuelva a ver en París, ni en Nueva York, ni en Madrid, ni en ninguna otra ciudad contaminada. La Guardia Republicana, con sus viejos uniformes de oscura levita, tocados con chacot de rojo pom-pom, llevaban el cuerpo ligero del poeta, que se asomaría –entre antorchas y por última vez– al Campo de Marte. Los roncos tambores de la Guardia acompañaban al féretro, mientras una banda comenzó a tocar la Marcha Fúnebre, de Chopin. En París –desde Victor Hugo– no se habían celebrado exequias populares por ningún otro poeta.
Paul Valéry había vuelto a Francia para morir. Cuando los alemanes estaban a las puertas de París escapó a África en el último tren y tal vez viajara en el mismo departamento de Humphrey Bogart, del enamorado Rick, que esperó en vano a Ingrid Bergman. Así son los poetas y las sombras de los personajes.

No había mucha gente en el Trocadero: viejos pulcramente vestidos, veteranos de la Gran Guerra, muy pocos jóvenes y algunos soldados. Me fijé en un grupo de chicas del ejército americano: una de ellas lloraba y otra le decía algo al oído, riendo, quizá burlándose de su tristeza. Yo intentaba recordar los versos de La cimitiére marin. Los soldados de la Guardia Republicana –mientras sonaban los tambores– colocaron el féretro en uno de los espacios abiertos del Palais de Chaillot, justo donde las filas de estatuas flanquean la terraza: desde allí –iluminado por la luna– se veía el gran estanque, y luego el río, el puente de Iéna, el Campo de Marte y la Torre Eiffel. Algunas mujeres se acercaron a depositar ramos de flores. Sobre el mármol brillaban letras de bronce: Paul Valéry había escrito aquella frase, sin imaginar que una noche de agosto de 1945 el pueblo de París le honraría allí mismo: “Il dépend de celui qui passe que je sois tombe ou trésor”. En el mes de octubre de 1945 salí de París por la estación de Austerlitz: he vuelto muchas veces.


 
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