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M A G A Z I N E 
257   Domingo 29 de agosto de 2004
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LOS LIBROS MALDITOS

JUAN ANTONIO CEBRIÁN


Su publicación en 1632 supuso el arranque oficial de la ciencia moderna, si bien en aquella época condujo a su autor a la Santa Inquisición, con lo que estalló una guerra abierta entre los defensores del heliocentrismo copernicano y los geocentristas ptolemaicos y aristotélicos. Galilei fue condenado, tras abjurar de sus creencias a cadena perpetua –más tarde rebajada a reclusión menor– y, por fin, en 1992 el Papa pidió perdón por las tropelías cometidas en la figura del célebre científico. Quizá este justo pronunciamiento llegó un poco tarde.

Nuestra historia comienza el 24 de mayo de 1543 cuando el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publica su libro La revolución de los cuerpos celestes, casi sin pretenderlo había dado un inmenso salto cualitativo sobre la concepción de los mecanismos que movían el universo. Por desgracia, este adelantado falleció al poco de ver impresa su obra, con lo que se perdió el terremoto científico en el que desembocó su hipótesis heliocentrista.

Según Copérnico, la Tierra no era, como se creía, el núcleo estático del firmamento, sino que la actividad dinámica del Sol, los planetas y las estrellas se podía explicar admitiendo el doble movimiento de la Tierra, es decir, la rotación diaria sobre su eje y la traslación anual alrededor del sol. Con este pensamiento se desmontaban las viejas teorías del astrónomo Claudio Ptolomeo, quien en el siglo II a.C estableció que la Tierra era el centro de referencia universal y que todo giraba, incluido el sol, en torno a nuestro planeta; algo muy parecido a lo planteado por el griego Aristóteles algún siglo antes. Esta última hipótesis era la admitida por la Iglesia católica, por lo que no es de extrañar que los defensores de Copérnico, en su casi totalidad protestantes, fueran considerados herejes de la ciencia impuesta y admitida. Incluso algunos, como el fraile Giordiano Bruno, acabaron en la hoguera. Finalmente el debate se recrudeció en 1632 tras la publicación de Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo.

La obra nos presenta en su argumento principal a tres personajes que discuten sobre la teoría expuesta. Por un lado Salviati, hombre progresista y abierto, que defiende los postulados copernicanos. En el otro extremo se encuentra Simplicio, personaje reaccionario y encastillado con las propuestas científicas imperantes en la época. En medio de los dos se sitúa, a modo de juez y árbitro de la contienda, Sagredo, quien se va decantando por los postulados razonables de Salviati. A medida que pasan las páginas y se suceden los diálogos, nos percatamos de las claras intenciones de Galileo, un gran divulgador científico que sabe en todo momento manejar la situación hasta conseguir su propósito sobre la difusión de la postura copernicana.

Como el lector puede intuir, Salviati representa al propio Galilei, mientras que Simplicio encarna la figura del Papa Urbano VIII, muy amigo suyo en otro tiempo y que, a raíz de este libro, fue incapaz de denunciar ante la inquisición al supuesto transgresor de las leyes científicas. En realidad el mismo pontífice había dado permiso para la publicación de la obra confiado por las explicaciones de Galileo, quien se comprometió a no seguir encendiendo la hoguera de la controversia en este asunto tan delicado para Roma y su milicia intelectual, encarnada por entonces en la Compañía de Jesús. Sin embargo, nuestro personaje, comprometido con la verdad, no quiso eludir su responsabilidad científica y utilizó el texto a conciencia para denunciar el inmovilismo de los estamentos sociales dominantes en aquel periodo histórico.

No era la primera vez que Galileo se enfrentaba a las autoridades eclesiásticas. Ya desde la aparición en 1610 de su libro El mensajero sideral, donde se apuntaban las virtudes copernicanas, el Vaticano intentó desacreditarle como astrónomo, llegando a formular contra él una acusación de hereje en 1615. El proceso culminó con una seria advertencia hacia Galileo en la que le conminaban a no seguir difundiendo las erróneas teorías de su maestro polaco. Ante esto el físico pareció callar convencido de la inutilidad que suponía seguir combatiendo, casi solo, frente al muro de la incomprensión oficial. Pero él había visto con su telescopio primigenio las manchas del Sol, las montañas de la Luna, cuatro satélites de Júpiter y las fases crecientes y menguantes de Venus, todos estos descubrimientos asombrosos le convirtieron en un testigo privilegiado de lo intuido por Copérnico. ¿Quién podría ocultar semejantes hallazgos?
Con lo que volvió a importunar en 1623, cuando publicó El ensayador, una obra muy aplaudida por toda Europa en la que revelaba buena parte de sus ideas con respecto a las matemáticas como genuino lenguaje de la naturaleza y, de paso, aprovechó para cargar las tintas sobre Horacio Grassi, un influyente jesuita considerado su peor enemigo. Nueve años más tarde, el religioso de la Compañía cobraría venganza alentando a los tribunales que juzgaban a Galilei por su Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo.
El proceso fue sinuoso e injusto. La presión sobre él se incrementó al punto que no tuvo más remedio que abjurar de sus creencias para evitar una más que segura condena capital. Galileo tenía 68 años, estaba hastiado de tanta batalla científica, diezmado por la enfermedad, casi ciego y sordo, tan sólo ansiaba terminar con aquello y retirarse a reposar en su modesta casa de Arcetri, muy cerca de Florencia.

En 1639 publicó Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias, que después iluminó a Newton para afinar su teoría sobre la gravitación universal.
Tres años más tarde, Galileo falleció sin que el Vaticano hubiese corregido su error. En 1870 se publicó la documentación sobre el juicio y, gracias a ello, se pudo comprobar que no sólo la Iglesia fue culpable en el dictamen sino también los filósofos que asesoraron en aquel trance.
Según la leyenda, mientras firmaba su abjuración masculló entre dientes: “Y sin embargo se mueve”. Un buen epitafio para un genio inconformista abanderado de la verdadera y única ciencia.


 
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