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M A G A Z I N E 
258   Domingo 5 de septiembre de 2004
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POR ALFREDO MERINO FOTOGRAFÍAS DE SANTIAGO BARRIOS


Como un león enjaulado a la espera de que alguien le libere. Eso es lo que parece Juan Oiarzabal, el hombre que más “ochomiles” ha subido en la Historia del alpinismo. Mientras llega el “día D” –el 16 de septiembre podría ser operado para amputarle los dedos de sus pies congelados durante su reciente aventura en el mítico K2–, Magazine ha compartido con Juanito esta espera; primero, en el hospital de Zaragoza donde inició su recuperación y, después, en su casa de Vitoria.

“Ni un minuto. No voy a perder ni un minuto. Si tienes todo preparado para el ?6 [de septiembre], lo hacemos ese día y ni homenaje ni nada”. Inflexible, Juan Oiarzabal, Juanito, no está dispuesto a perdonar ni una sola jornada. Su interlocutor telefónico es Kiko Arregui, el neurocirujano que le trata las graves congelaciones que sufrió el pasado julio durante su ascensión al K2, una montaña trágica y temible que con 8.6?6 metros es la segunda cumbre más elevada de la Tierra después del Everest. Lo que quiere Juanito es que le corten cuanto antes los dedos de los pies. Así de frío. Así de duro.
Este alavés de 48 años se remueve como un león enjaulado: “Lo peor es estar viéndomelos a todas horas. Estar aquí comiéndome la cabeza y tener que esperar... Yo lo que quiero es que me los amputen ya. ¡Ya!, y empezar a recuperarme de inmediato”. Por si alguien no lo sabe, Juanito es el hombre que ha subido más ochomiles, la primera división del alpinismo. Sólo hay ?4 cimas que superan esa mágica cifra sobre el nivel del mar. Pero no se ha conformado con ser el sexto hombre en la Historia que ha subido todas esas cumbres; él ha seguido sumando ascensiones. El pasado julio retornó al K2 con la expedición del programa de Televisión Española Al filo de lo imposible, y en compañía de Edurne Pasabán, Juan Vallejo, Mikel Zabalza y cinco alpinistas más, alcanzó la cima. Sin embargo, la bajada, tan inhumana como interminable, se tradujo en severas congelaciones.
“Soy consciente de que la muerte me ha rondado muchas veces [ha perdido amigos y compañeros, entre otros, miembros de Al filo de lo imposible, como Javier Iturriaga, en la isla de Guadalupe, en 2003; el teniente Manuel Álvarez, en el Himalaya, en ?996, y Atxo Apellániz, dos años antes, en el K2]. Me pregunto cómo es posible que todavía siga vivo. Pero esto no me hace sentirme inmortal. Siempre he sabido que en cualquier momento podía pasarme algo. Y ahora ha pasado, aunque recordando todo lo que he visto, debo decir que en el K2 he tenido mucha suerte”, explica el alpinista.
Son las ?? de la mañana de un día cualquiera de finales de agosto. “No sé ni en qué día vivo”, explica –aburrido– Juanito, quien desde hace un par de horas se deja hacer toda clase de perrerías en el Centro de Medicina Deportiva de Mendizorroza, en Vitoria, su ciudad.
Vive las mañanas en los bajos del campo de fútbol del Alavés, en compañía de conocidos deportistas, como el guardameta Bonano, flamante fichaje del club vitoriano. Al lado de Oiarzabal, todos pasan desapercibidos. Y no sólo por su voz de papel de lija que atrona en el moderno gimnasio, sino por la media docena de personas que rodea el cuerpo menudo del alpinista (no llega a ?,70 metros de estatura) y por sus pies vendados, que se asemejan a dos grandes bolas de nieve. Médicos, fisioterapeutas, enfermeras, varios periodistas que intentan hacerle una entrevista, algún amigo..., y sobre esta barahúnda, truena la voz de Juanito hablando por el teléfono móvil.
“Esto es lo que hago. Vengo a que me curen todos los días, me machaco con ejercicios específicos para no perder la forma, me lavo en una ducha especial para que no se me perjudiquen mis pies y nada más”. Y así tendrá que estar hasta el próximo ?6 de septiembre, el día D, cuando se definirá por completo la parte necrosada de sus pies, ésa que deberán amputarle en la clínica MAZ de Zaragoza, donde estuvo ingresado desde su regreso del K2 hasta el pasado ?6 de agosto.

Inactividad. La espera se hace cada vez más tensa y más dura; hace unos días murió su padre. “Era el mejor de mis admiradores”, recuerda. Por un momento, la roca que es Oiarzabal da rienda suelta a los sentimientos y se le humedecen los ojos. ¡Ring! El teléfono le permite recomponer el tipo. Le llama su amigo Antxón Arza. Este navarro fue uno de los mejores piragüistas especializados en aguas bravas hasta que un infortunado salto le llevó a una silla de ruedas. Antxón le da ánimos y quedan para cenar. Mientras llega el trascendental día ?6, Juanito se va adaptando a la rutina: confirma la cena que tendrá hoy con Joseba Azkarraga, consejero de Justicia, Trabajo y Seguridad Social del Gobierno Vasco; después, revisa con su representante algunos contratos, al tiempo que organiza una comida familiar donde él es el encargado de preparar la paella para ?2 personas. Sin embargo, todo su mundo está en sus extremidades inferiores. “Lo peor es este cabrón de pie izquierdo, que no me evoluciona nada”, se lamenta.
La inactividad que le mantiene –es un decir– amarrado a la silla de ruedas le mata. Auténtica fuerza de la naturaleza, es incapaz de parar un momento. Hoy ha vuelto rápido a casa tras la cura, ya que desde Barajas ha llegado un camión lleno con el material de su última expedición, y junto a sus bidones y petates vienen los de los demás alpinistas vascos.
En el jardín de Mikelen etxea (la casa de Miguel), su casa, esperan más de 50 bultos de 50 kilos de peso cada uno. Juanito se desespera. A bordo de su silla de ruedas –menos mal que compraron esta casa hace cuatro años; en la anterior tendría serias dificultades para moverse con ella–, no para de dar órdenes. Quisiera abrirlos todos, ver qué tiene cada uno, comprobar lo que le falta y como está su equipo, pero tiene que conformarse con dirigir al buenazo de Juan Vallejo, que ha venido a descargar el camión. El alpinista, como una moto, vuelve locos a unos y a otros organizando dónde deben colocar los bultos en el garaje, llamando por teléfono a sus colegas para que vengan cuanto antes a llevarse lo suyo...
A su lado, inasequible al desaliento, su mujer aguanta el tirón. Araceli conoce el dramatismo de la montaña. Su anterior pareja, un alpinista amigo de Juanito, falleció durante una escalada. Además, en ocasiones ha acompañado a Oiarzabal durante sus viajes al Himalaya. Así, mientras él realizaba la ascensión, ella practicaba trekking.
La impaciencia de Juanito va en aumento, y Araceli pone calma. Traduce las bruscas órdenes de su marido a alguien que está al otro lado del teléfono. Le recuerda que el sábado ya lo tiene comprometido con otra cita y ultima la comida de hoy mientras llegan los primeros invitados. “Lo malo no es tener que llevarle la agenda, lo peor es que luego no la hace caso, pues quiere hacer tantas cosas a la vez que no da a basto”, se lamenta. Juanito pone el turbo, deja la silla de ruedas y trepa como puede por las escaleras de su casa para mirar algo en el despacho.
Y allí, por fin, para un momento y reconoce que quiere acabar cuanto antes esta etapa. No es el único, Araceli también; sabe que la vida de su marido es la montaña y que éste no encontrará la paz si no puede perderse en ella.
Hasta Mikel, de cinco años, está en el secreto: su papá trabaja en la montaña y por eso está mucho tiempo fuera de casa. Sabe que en el último trabajo se le han congelado los pies, que van a tener que cortárselos y que luego volverá a trabajar, porque así se lo ha dicho su padre. La sabiduría de la inocencia, la facilidad con la que algunos niños se enfrentan a la realidad. Porque para Mikel la montaña es algo cotidiano, no trágico. Quizá por eso cuando su padre era trasladado hasta la clínica MAZ, la gran preocupación del pequeño era que los pies de su padre se descongelaran y mancharan la ambulancia.
Está claro que en la casa de los Oiarzabal no hay lugar para el drama, aunque todos se desesperen porque “papá” esté, temporalmente, en una silla de ruedas. Aunque ha tenido algunos momentos de respiro gracias a los Juegos Olímpicos, que le han mantenido entretenido unos días. “La gimnasia y el atletismo me han quitado muchas horas de aburrimiento. Por suerte, ahora ha empezado el fútbol y esto también me ayudará, pero no aguanto más, necesito empezar a trabajar ya. La inactividad me tiene abrasado”, protesta Juanito.
No es para menos: hablamos de un hombre que ha realizado más de 80 expediciones a los lugares más apartados y peligrosos del mundo. De una persona que hasta ahora empalmaba un viaje de varios meses con el siguiente. Siempre para subir montañas. Su auténtico mundo, que aparece concentrado en su despacho: fotos de escalada, trofeos, galardones, homenajes, medallas..., recuerdos de un verdadero currante de las montañas; sube a ellas por afición, pero también porque es su trabajo. Igual que el obrero va al tajo cada jornada, Juanito se gana la vida saliendo a la cumbre. Durante casi dos décadas sus ingresos han procedido de ella: patrocinios de firmas de materiales deportivos, conferencias, contratos con Al filo de lo imposible (la audiencia de este programa se dispara cuando cuenta con la presencia de esta leyenda del alpinismo) y su trabajo como guía profesional, pero debido a sus constantes expediciones ha aparcado un poco esta actividad.

Planes. Aunque ha ingresado por la puerta grande en el grupo que con evidente humor negro los alpinistas llaman los pescanovas, está convencido de que lo que tiene sólo es un problema de carrocería. Arregui, el neurocirujano responsable de su recuperación, también lo sabe. “Su edema pulmonar se ha solucionado, neurológicamente está bien y todos sus órganos vitales funcionan perfectamente. Ahora luchamos por reducirle las congelaciones al máximo y lograr que su pie sea lo más funcional posible”, sostiene el facultativo.
Por eso, Juanito está seguro de que la pérdida de sus dedos no le va a cambiar la vida. Tan convencido está, que ya se ha puesto en contacto con fabricantes para que le hagan unas botas especiales. “Hay alpinistas que han sufrido congelaciones más serias que las mías y siguen... Alguno incluso ha vuelto al Everest. Sí que va a ser más coñazo, porque me van a faltar unos dedos y voy a necesitar un calzado especial, pero nada más. No sabría vivir sin subir, así que cuando pueda, me voy al monte”, afirma convencido mientras su mente pergeña todo tipo de proyectos.
El primero, ir el próximo noviembre con Al filo de lo imposible al Sáhara para cruzar el desierto. Hacia finales de año, “si los pies lo aguantan”, al Aconcagua, que se convertiría en su ?8a escalada a la montaña más alta de América. Un par de meses más tarde intentará un sietemil bajo, “para ver cómo respondería en el Himalaya”, y ya para el verano, el Nanga Parbat, otro ochomil, que es de los más bajos. Después, ya veremos. Eso sí, desde luego siempre en la montaña. Ésa es mi vida y quiero que siga siendo así”. Cuando comenta estos proyectos, Oiarzabal deja de ser un león enjaulado.
“Es lo que estoy pensando ahora, aunque soy consciente de que no son más que planes. Puede haber complicaciones, que no cierre bien la herida o que tenga alguna infección”. Juanito tampoco tiene claro cuánto tiempo podrá estar en el mundo de los ochomiles. “No sé si me quedan tres años, dos o sólo uno, pero dejaré de ir cuando no pueda seguir a los demás”. Lo que no quiere decir que vaya a alejarse de las montañas. Él es uno de los pocos guías titulados de nuestro país y piensa acabar sus días ejerciendo como tal. “Quizá no haga ochomiles, pero seguiré llevando gente al monte. Sólo entiendo mi vida ligada a la montaña de una manera o de otra”.
Y esa ligazón es la que le permite sobrellevar la impaciencia, la espera, la silla de ruedas que le frena, de momento, la escalada. Juanito está convencido de que le que queda poco para dejar de ser un león enjaulado, y esa creencia le da fuerza y le ayuda a olvidar parte de lo sufrido. Atrás parecen haber quedado las primeras curas (ese cóctel de betadina, fármacos y chorros de oxígeno con el que bañaba sus manos y pies congelados en el hospital maño), igual que se ha enfriado el calentón que sufrió tras ver publicada una fotografía, que alguien le robó en la clínica, de sus pies congelados.
Sin embargo, sigue fastidiándole valorar si su aventura al K2 ha merecido la pena. “Es evidente que no. Y más teniendo en cuenta que ya lo había subido antes. Aunque siendo como soy, estaría mucho más jodido si tuviera los dedos sanos, pero sabiendo que habían ascendido mis compañeros y que yo me di la vuelta. Otra cosa es que dentro de unos meses, cuando me vea con los pies amputados, piense de manera diferente”. De momento, para Juanito, su futuro tiene fecha de llegada: el ?6 de septiembre.


 
 
 
El placer de la montaña

POR SEBASTIÁN ÁLVARO
De vez en cuando me preguntan por la razón que nos empuja a practicar el alpinismo, a asumir la incertidumbre y el riesgo que depara toda gran aventura. Pero en estos días, a la vuelta de nuestra expedición al K2, esa pregunta se ha repetido en multitud de ocasiones. No hay una sola razón, sino varias razones. La mayoría de las personas que se inician en la montaña lo hacen andando por sus senderos. Una práctica saludable que sirve, entre otras cosas, para disfrutar del medio natural, que aviva la curiosidad de saber qué hay al fondo de un valle o más allá del horizonte inmediato, y que te empuja, tarde o temprano, a querer subir a la cima que domina ese paisaje.
En la primera experiencia, la retina se fija en la visión de un panorama vertiginoso, mientras la cabeza se inunda de un sentimiento de prodigio que ya nunca va a abandonarnos. A este gratificante sentimiento de la montaña habría que sumar la misma satisfacción, en esencia, que conlleva cualquier actividad deportiva, pero incrementada con la cualidad que añade el riesgo. Es un juego, pero para adultos que saben que lo que se pone en juego es la propia vida. El dramaturgo alemán Federico Schiller escribió una frase que puede resumir esta sensación: “Sólo juega el hombre cuando es hombre en el pleno sentido de la palabra, y sólo es plenamente hombre cuando juega”. En muy contadas ocasiones, como en una escalada, se tiene la conciencia de tener la vida en las propias manos. Por eso resolverla a favor del alpinista es uno de los mayores placeres que puede depararnos la existencia. No es tanto una cuestión de realizar algo peligroso como de controlar ese peligro.
El alpinismo fue hijo de la Ilustración, de las ideas que encaminaron al hombre por la senda del racionalismo y la ciencia, pilares básicos de la sociedad moderna. Fue entonces cuando nació una nueva percepción de la Naturaleza y una forma distinta de ver las montañas. Las motivaciones ilustradas de los primeros ascensionistas fueron sustituidas por otras, si se quiere más deportivas, que extendieron el alpinismo a zonas remotas y llevaron a los alpinistas a explorar los límites de la Tierra, casi a la estratosfera en el caso de las cimas que superan los 8.000 metros. Aprendimos que, también en el campo de los sentimientos, hay una zona límite, donde se pone a prueba la capacidad física y, sobre todo, la capacidad de sufrimiento, las ansias de vivir y de comprobar que se vive. En estos últimos 200 años, hemos llegado a comprender que la auténtica cumbre a alcanzar es el conocimiento del hombre. En cierto sentido, expediciones tan duras como ésta del K2 son experiencias cuajadas de dolor y de miedo que no me gustaría volver a sentir nunca. Pero me siento privilegiado por haber disfrutado de tales momentos. He visto cosas de mí mismo y de mis amigos que de ningún otro modo podría haber percibido. He descubierto la escala de mis fuerzas. Caminando por la montaña se percibe inmediatamente el sentimiento ancestral de la precariedad de nuestra presencia sobre la Tierra. Y, como bien sentenció Miguel de Unamuno,“el cuerpo se limpia y restaura con el aire sutil de las alturas, y el alma se limpia y restaura con el silencio de las cumbres”.
Sebastián Álvaro es el director de “Al filo de lo imposible”.
 
 
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