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M A G A Z I N E 
264   Domingo, 17 de octubre de 2004
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Arte imperial. Antonio Moro retrató al duque en 1549 con aire marcial y desafiante.
LIBRO
La “bestia negra” de los Países Bajos

Su crueldad fue tal que en siete años (1567-1574) “convirtió Flandes en una morgue”. Asoló ciudades y masacró herejes, aunque también pasó a cuchillo a nobles católicos. Para los españoles, fue el brillante militar que prestó al emperador Carlos V el mejor servicio durante la Contrarreforma. Henry Kamen revisa en su nuevo libro “El gran duque de Alba” a un personaje que antepuso obsesivamente su deber a cualquier otra cosa. Terco pero cortés, murió con la conciencia tranquila porque creía que sus víctimas eran enemigos del Estado. Una “bestia negra” cuya reputación, según este hispanista, ningún historiador ha defendido.

 
La matanza de Haarlem. En 1573, Alba ajustició sin piedad a toda la guarnición de esta localidad neerlandesa.
 

El tercer duque de Alba, Fernando Álvarez de Toledo (1507-1582), fue el general más importante de la época gloriosa del imperio español durante el Siglo de Oro. España no poseía una tradición de conquista militar, y entre los siglos XV al XIX, produjo muy pocos comandantes distinguidos. Los más ilustres, como Parma y Spinola, eran italianos. La gran excepción fue Alba. Su familia se distinguía por su tradición militar, y cuando Fernando se convirtió en duque, el emperador Carlos V le seleccionó para que fuera su principal general español, ya que los demás miembros de la aristocracia española no mostraban mucho interés en los asuntos de guerra. La campaña que más reputación le dio fue en Alemania en 1547, cuando ayudó al emperador a ganar la famosa batalla de Muhlberg contra los protestantes. Desde aquel momento, estuvo siempre al lado del emperador, luchando para preservar la dinastía de los Habsburgo.

Sin embargo, a pesar de su indudable éxito militar, Alba siempre ha conservado la reputación de ser un tirano sangriento. Esta reputación la debe exclusivamente a los siete años que pasó en Flandes, durante el reinado de Felipe II, cuando procuraba resolver los problemas políticos del territorio. Las soluciones que intentó no estaban (como por lo común se ha pensado, aunque erróneamente) dirigidas contra los herejes, sino contra las ambiciones políticas de la aristocracia de Flandes. Todos los personajes prominentes que hizo ejecutar durante los primeros meses de hallarse allí eran católicos, como el conde de Egmont, comandante victorioso de la célebre batalla de San Quintín. La cuestión para Egmont y otros nobles era cómo liberarse del control español. En 1567, Alba se fue a Flandes (es decir, los Países Bajos) precisamente para reafirmar ese control. Las consecuencias fueron desastrosas tanto para él como para su reputación.

En 1839, el compositor Gaetano Donizetti escribió una ópera, Il Duca d’Alba, basada en la carrera del duque en Flandes a mediados del siglo XVI. Donizetti estudiaba música en París, y fue en París donde concibió el libreto. El duque que aflora en esta obra es muy parecido al Felipe II que emerge de la ópera Don Carlo de Verdi: un tirano cruel y despiadado. La imagen de Felipe II y la del duque nacen en la capital francesa debido en parte al movimiento romántico de aquellos años y a los liberales españoles que vivían en París y que transmitían la visión de una España tiránica y absolutista a los intelectuales de la capital francesa. El duque nunca se recobraría de la imagen que habían creado de él, y los historiadores españoles liberales del siglo XIX ayudaron a que perdurara ese sambenito de Alba como el destructor de la libertad. No existía un límite a las tropelías que se le podían atribuir. Inevitablemente, otro gran compositor, Beethoven, escribió una pieza de música en honor a la más famosa víctima de la política de Alba en Flandes, el mismo conde de Egmont.

El supremo semblante del duque como un monstruo de maldad lo trazó el historiador norteamericano John Motley, cuya obra todavía sigue siendo desconocida para los historiadores españoles, a pesar de que fue uno de los grandes narradores del movimiento de independencia de los Países Bajos. En 1856, justo una década después de que Donizetti escribiera su ópera, Motley publicó su obra maestra, The Rise of the Dutch Republic. Es una espléndida y emocionante narración que relata cómo la valiente población de los Países Bajos luchó contra la tiranía de Felipe II y Alba, en un denodado esfuerzo por ganar su libertad. Motley describía al duque como sigue: “Como estadista, carecía de experiencia y de talento. Como hombre, era de carácter sencillo. No conjugaba una gran variedad de vicios, pero los que tenía eran colosales, y no poseía virtudes. El mundo ha coincidido en que tal cantidad de cautela y ferocidad, de pasivo carácter vengativo y universal crueldad, nunca se ha visto en un animal salvaje, y muy raramente en un ser humano. (…) Hombres, mujeres y niños fueron sacrificados en el templo del demonio, quien había obtenido el poder sobre la infeliz tierra. Toda la nación se convirtió en una morgue, la campana de la muerte se oía cada hora en cada pueblo, no había familia que no tuviera que llevar luto por sus parientes más queridos, mientras los supervivientes andaban como muertos vivientes, fantasmas de sí mismos, entre las ruinas de sus antiguos hogares. El espíritu de la nación, a los pocos meses de la llegada de Alba, parecía desesperadamente roto”.

La imagen que ha quedado grabada en la mente de los europeos es, por tanto, de verdadero miedo. Sin embargo, uno de los aspectos más sorprendentes de la historia es que ni un solo historiador español ha intentado, en más de un siglo y medio, cambiar la imagen que dieron Donizetti y Motley. Los historiadores españoles nunca han intentado una biografía de Alba. ¿Significa esto que aceptan que el duque era un hombre maligno? ¿Están realmente contentos con la imagen clásica que se da del más famoso general español de todos los tiempos? El hecho de que no exista una adecuada biografía española de Alba es tan increíble como si no hubiera una biografía francesa de Napoleón, o una biografía inglesa del duque de Wellington. Sólo un historiador, el erudito norteamericano William Maltby, escribió en 1985 un estudio imparcial del duque.

¿Hay algo bueno que se pueda decir de él? Cuando Alba agonizaba en su lecho de muerte en la ciudad de Lisboa, en 1582, le dijo a su confesor Luis de Granada “que no le remordía la conciencia de haber en toda su vida derramado una sola gota de sangre contra su conciencia”. En otras palabras, creía que todas sus decisiones habían sido justas y correctas. Pero la conciencia, por supuesto, no es un buen criterio. Los terroristas islámicos tienen una clara conciencia cuando masacran niños. La evidencia que tenemos de las acciones de Alba muestran a todas luces que tomó algunas terribles y crueles decisiones. Durante la guerra contra los rebeldes holandeses, aplicó una explícita política de terror. Los casos de las ciudades de Zutphen y Naarden, durante las campañas del duque para sofocar la revuelta en los Países Bajos, son los mejor conocidos. Los españoles encontraron resistencia en Zutphen y decidieron, a las órdenes de Alba, llevar a cabo una acción ejemplar. El ejército irrumpió en la ciudad y perpetró una de las masacres más despiadadas de la guerra. Un noble de una población vecina informó al conde Luis de Nassau: “El pasado domingo oímos gran alboroto de chillidos y muerte proveniente de Zutphen, pero no sabemos qué ocurrió”. El informe de Alba a Felipe II fue más concreto: el ejército, escribió, había entrado en la ciudad y “degolláronse todos cuantos se pudieron haber y muchos burgueses, porque Don Fadrique [su hijo, comandante del ejército] tenía orden mía de no dejar hombre a vida y aun de hacer alumbrar alguna parte de la villa”.

Naarden fue la siguiente víctima de la política de brutalidad sistemática. Esta pequeña población se encontraba en la ruta que las tropas de don Fadrique debían tomar en su camino hacia Amsterdam. Fadrique envió una pequeña compañía para exigir su rendición. Durante las conversaciones, alguien disparó sobre las tropas desde la ciudad. Los burgueses demoraron un tanto su respuesta, pero, finalmente, acordaron con el comandante Julián Romero que se rendirían si los españoles respetaban sus vidas y propiedades. Pero ni Romero ni Fadrique tenían intención de mantener su promesa. Romero ordenó a los ciudadanos que se desprendiesen de las armas y asistiesen a una asamblea convocada en la capilla del hospital local. Accedieron a la petición unas quinientas personas. Poco después, envió a un funcionario para que les informase de que iban a morir. Las tropas irrumpieron en el templo y los masacraron a todos. Acto seguido, los soldados comenzaron la matanza sistemática de toda la población, mujeres y niños incluidos. “La infantería española ganó la muralla”, informó Alba al rey en una de sus cartas más terribles, “y degollaron burgueses y soldados sin escaparse hombre nacido y se puso fuego a la villa por dos o tres partes. Yo he holgado de ello porque el ejemplo se haga en tan ruin lugar y tan grandes herejes”. La ciudad de Naarden dejó de existir por mucho tiempo.

¿Fue Alba realmente un hombre sangriento? Con mucha razón, los extranjeros personificaron en él todos los aspectos del chovinismo español: arrogancia, agresión, complicidad con los asesinatos y brutalidad implacable en la guerra. Además, no es fácil decidir si Alba sobrepasó las normas que se practicaban en su época. Dentro de los límites de su responsabilidad, creía que estaba observando las normas. Durante las campañas de Italia, que tuvieron lugar diez años antes de las de Flandes, pidió la rendición de una guarnición francesa con la promesa de que respetaría la vida de sus componentes. Los franceses rechazaron el trato, aunque tuvieron que rendirse de todas formas cuando cayó la fortaleza. “He mandado”, escribió el duque al emperador Carlos V, “que los ahorquen todos, que será hasta cuarenta y cinco entre italianos y gascones, y esto porque los otros castillos tomen ejemplo de éste y no nos hagan entretener con el ejército”. Es posible que las convenciones imperantes permitieran esta acción, pero el propio Alba admitió que fue una medida extrema a la que recurrió con la intención precisa de disuadir a nuevos resistentes. La misma política siguió en los Países Bajos y en Portugal. Durante la invasión de Portugal, en el año 1580, escribió al rey que “a mí se me hace cierto muy de mal derramar sangre y ganar el nombre que sin culpa mía esta nación ha querido darme de cruel”. Opinaba, por supuesto, que sus víctimas eran enemigos del Estado. En su última confesión a Luis de Granada dijo que “quantos degolló en Flandes era por ser herejes y rebeldes”.



Sin mesura. No hay una base histórica para tratar de defender a Alba o la política de España. Como señalaba Motley en 1856, “ha pasado el tiempo en que podía decirse que la crueldad de Alba, o las enormidades de su gobierno, han sido exageradas por la violencia partidaria. La invención humana es incapaz de superar esta realidad. Intentar la defensa del hombre o de sus medidas en la actualidad es condenarse a una cantidad de ignorancia o de fanatismo contra el que la historia y los argumentos son igualmente impotentes”. Alba era, por otra parte, totalmente incapaz de moderación y diplomacia, y fue el hombre equivocado para los Países Bajos, como en aquel momento le advirtieron al rey muchos de sus consejeros.

Sin embargo, también deberían considerarse otros factores. Primero, Alba fue la víctima de una excelente campaña llevada a cabo por los países protestantes, que le escogieron como el símbolo contra el cual dirigir su indignación. Le presentaron como a un demonio ávido de sangre, mientras olvidaban que todas las naciones, tanto católicas como protestantes, eran por entonces también culpables de actos de sangre, que a menudo eran peor que cualquier acción del duque. Segundo, Alba tuvo que enfrentarse a un problema sin precedentes en la historia de Europa: el nacimiento del sentimiento “nacional” . Como el tiempo pronto demostraría, las medidas militares fueron completamente inútiles contra el poder del nacionalismo. Alba estaba condenado al fracaso, y se equivocaba al pensar que la represión tendría su efecto. El gran logro del duque, y también su gran fracaso, fue que sus métodos represivos impelieron a todos los neerlandeses, tanto católicos como herejes, a unirse en defensa de la causa nacional.

Católico y culto, tendía a mirar con desdén a los ciudadanos del imperio que no eran como él. A lo largo de su vida, se permitió la libertad de hacer comentarios despreciativos de todo aquel que no fuera castellano. Repudiaba a cualquier ciudadano europeo que no compartiera el punto de vista español sobre el mundo, aunque actuara con cortesía y respeto estudiados; sus modales eran impecables. Pero no consiguió entender que en el universo existían otros pueblos aparte de los españoles. Jamás intentó dominar su lengua y sus intemperados arranques se han preservado para la posteridad en las muchas cartas que dictó a sus secretarios. Era terco, pero siempre cortés, y sobre todo era fiel: a su honor, a su familia, a su religión y a su rey. Sus crueldades nunca eran personales, sino en cumplimiento de sus deberes.

En conclusión, uno puede comentar que los españoles, y sobre todo los historiadores, han tratado injustamente su reputación. Los españoles participaron en muchos actos militares sangrientos en esa época. Las acciones de Alba fueron relativamente limitadas comparadas con las matanzas de Hernán Cortés, quien en el asedio de México tomó parte en el exterminio de medio millón de hombres, mujeres y niños. Durante el primer día de refriega en la ciudad incaica de Cajamarca, Pizarro y sus hombres masacraron a más de 4.000 indios indefensos. Aún así, Cortés y Pizarro, a pesar de la miseria y destrucción que causaron entre la población americana, continúan siendo tratados como héroes por los españoles. La reputación del duque de Alba, un honesto y profesional soldado, que era ya un hombre de edad avanzada cuando empezó las campañas de Flandes, sigue por el contrario indefendida.


    “El gran duque de Alba ” (La Esfera de los Libros), de Henry Kamen, sale a la venta en España el próximo 19 de octubre. 23 euros.


 
 
 
En Holanda es un “inocente”

Por Bram Peeters
El duque de Alba está perdiendo terreno en las historias, las canciones y los poemas holandeses. Considerado en otra época un terror y un sabueso, su legado sólo vive hoy en la celebración del primero de abril (el día de los Inocentes). Un viejo dicho es “Op 1 april verloor Alva zijn Bril”, que significa “Alba perdió sus gafas el primero de abril”. Y aunque existen otras teorías, la mayoría de los holandeses cree que éste es el origen de la fiesta de los Inocentes.El 1 de abril de 1572 un par de centenares de “watergeuzen” (vagabundos del mar) se lanzaron contra las puertas de la ciudad portuaria de Den Briel a gritos de “en el nombre de Orange”. Como no había tropas españolas para defender la ciudad, inmediatamente la bandera española dejó de ondear y fue izada la primera enseña del príncipe de Orange. A los holandeses les pareció divertido que el duque de acero perdiera Brielle sin ofrecer resistencia, y así nació esa fiesta nacional.

Cada año, en esta localidad de 16.000 habitantes rememoran los hechos acaecidos hace casi 500 años. Lo hacen tal como ocurrió. Los “watergeuzen” llegan con sus embarcaciones cargadas de cañones y derriban las puertas de la ciudad con un ariete. Los bares y restaurantes hacen buen negocio, pues una guerra sin cerveza nunca es una verdadera guerra. El resto del año, en Países Bajos apenas se acuerdan del reino de terror del español; Brielle es un remanso de paz. El único recordatorio del duque de Alba allí es el billar “De Tiende Penning”, un establecimiento cuyo nombre proviene del impuesto del 10% que los holandeses debían pagar al noble castellano.
 
 
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