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M A G A Z I N E 
265   Domingo, 24 de octubre de 2004
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Vicente Blasco Ibañez
BIOGRAFÍA/ Vicente Blasco Ibañez
El primer escritor español millonario y cosmopolita

Ha sido uno de los pocos literatos de nuestro país que ha ganado dinero a espuertas. Tanto, que se construyó su torre de marfil en una mansión de Niza. Un libro recorre la faceta humana y aventurera de Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928), autor de éxitos como “La barraca” o “Los cuatro jinetes del Apocalipsis”. Fue un novelista universal, pero también un hombre de acción que conoció la cárcel y la pobreza.

Por Joan F. Mira


“Yo soy un hombre que vive y, además, cuando le queda tiempo para ello, escribe por una necesidad imperiosa de su cerebro”, decía Blasco en una carta célebre a Julio Cejador, crítico e historiador de la Literatura, en marzo de i9i8. Vicente Blasco Ibáñez, después de quejarse de que, haga lo que haga, se le considerará siempre el Zola español, describe su vida de hombre de acción: “Yo he sido agitador político, he pasado una parte de mi juventud en prisión [30 veces], he sido presidiario, me han herido mortalmente en duelos feroces, conozco todas las privaciones físicas que un hombre puede sufrir, incluso la de una pobreza absoluta, y al mismo tiempo he sido diputado hasta que me cansé de serlo [siete veces]; he sido amigo íntimo de jefes de Estado, conocí personalmente al viejo sultán de Turquía, he vivido en palacios; durante unos años de mi vida he sido hombre de negocios y manejado millones, en América he fundado pueblos...”.

Sin embargo, en esta vida agitada, cada nueva novela “se impone en mí como una fuerza fisiológica y puede más que mi tendencia al movimiento y el horror al trabajo sedentario”. Sea o no del todo real este horror, la cuestión es que no para de escribir: en aquel momento le toca a Los enemigos de la mujer, la tercera novela del ciclo de la Guerra Mundial (después de Los cuatro jinetes del Apocalipsis y de Mare Nostrum), dedicada justamente a quienes no participaron, a quienes huyeron del horror y del dolor, a una sociedad frívola y extravagante, condenada por haberse querido inhibir en la tragedia europea. Y mientras tanto, le llegan cartas de América, noticias del éxito espectacular de la traducción inglesa de Los cuatro jinetes. Sin saberlo, sin esperarlo, se ha hecho famoso en EEUU se han vendido medio millón de ejemplares de la novela (después llegarán al millón), su retrato en la Hispanic Society de Nueva York, pintado por Sorolla, se repite en carteles por todas partes, sus cuatro jinetes aparecen en todo tipo de anuncios, y los editores empiezan a enviarle cheques de decenas de miles de dólares. Cuando llega a Niza un empresario norteamericano, a proponerle una gira de conferencias, Blasco afirma: “Mi popularidad allí es tan enorme como incomprensible”. Y su vida, a partir de aquel momento, será un paseo triunfal.

A finales de octubre de i9i9 se embarca rumbo a Nueva York, en compañía de Elena Ortúzar, gran dama chilena y su amante de muchos años, y comienza la gira programada. La fogosidad expresiva de Blasco arrebata al público. Él hablaba de Cervantes y de las glorias de España, pero lo importante era otra cosa; como él mismo comentó, “hay sedas, cigarrillos, jabones, juguetes cuyas marcas de fábrica llevan impreso los cuatro jinetes de la portada de mi novela...”. Y alguien le dijo que era, en EEUU, el libro más leído después de la Biblia: quién sabe si el primer gran best-seller de la Historia. Habló en universidades, en la academia militar de West Point, en sinagogas y en todas partes desde Nueva York hasta California. Recorrió triunfante todo el país, como no lo había hecho nunca ningún escritor hispánico, y quizá ningún europeo.

En Los Ángeles trató con los directivos de la Metro proyectos para el cine. El primero fue una superproducción de Los cuatro jinetes con Rodolfo Valentino como protagonista. Después vendrían más películas, siempre melodramáticas, como era el gusto popular, y cabe decir que Sangre y arena con Valentino, o Entre naranjos con Greta Garbo, por ejemplo, podían satisfacer perfectamente este gusto por el melodrama. Y vendría también un contrato fabuloso con la cadena Hearst, con más de 200 diarios: para empezar, i.000 dólares por artículo, y 2.000 por cada narración corta. En la cuenta corriente de Blasco, el dinero entraba ya con una abundancia que seguramente no conocía ningún escritor de su tiempo.

Desde Estados Unidos, Blasco hizo una visita a México, donde conoció bien al presidente Venustiano Carranza (que poco después sería asesinado en una revuelta) y los conflictos y miserias de los años de la revolución: de esto resultaría una serie de artículos para el New York Times, y un libro titulado El militarismo mejicano, que hizo muy poca gracia a los aludidos. Y después de pasar por Cuba, con más convites y homenajes, Blasco Ibáñez regresa a Francia, a Niza, en el verano de 1920.



Como un héroe antiguo. Después del triunfo americano, le debía de apetecer un triunfo doméstico, en Valencia, ciudad que le dedicó una semana de homenajes, con una proclama en la que el alcalde decía cosas como ésta: “Vuelve como un héroe de la Antigüedad, aclamado por todos los pueblos, investido con los trofeos de la más fulminante victoria que el mundo ha dispensado a un literato español”. Para disfrutar de la fulminante victoria, Blasco llegó con un Cadillac imponente que se había traído de Nueva York. Pronunció discursos exaltados y nostálgicos, afirmó que querría ser enterrado en tierra valenciana, que es la más bella del mundo, y regresó, evidentemente, a vivir a la Costa Azul. Se dedicó de nuevo a escribir una novela tras otra. Y en octubre de i923, ante la insistencia de un periodista español, afirma: “No, no sé nada de España. Todos me preguntan lo mismo. Yo no sé nada porque vivo encerrado en Menton y trabajo para un trust norteamericano de doscientos sesenta y tres diarios, la cadena Hearst. Además, el sábado por la mañana me marcho a dar la vuelta al mundo. No sé nada de España, no sé nada”. No había querido saber nada de las huelgas de i9i7, ni de la guerra de Marruecos, y “no sabía nada” del golpe de Estado de Primo de Rivera, pocos días antes. Así que se embarcó en un trasatlántico de lujo, y durante seis meses dio, en efecto, una vuelta al mundo bastante festejada y publicada. Eso sí, escribiendo y escribiendo, hasta que del viaje salieron los tres volúmenes de La vuelta al mundo de un novelista, otro éxito editorial considerable.

En uno de los discursos de la semana de homenajes en Valencia, Blasco había dicho: “Cuando paseaba por las calles de las ciudades de Estados Unidos, de Inglaterra, de Francia, veía en las estanterías de las librerías las traducciones de La barraca, Flor de Mayo y Cañas y barro, aquellas novelas que yo escribí para vosotros como algo íntimo y familiar, y que han sido traducidas a los primeros idiomas del mundo. Y delante de ellas, pensaba: ‘Para un niño que ha nacido en la calle de la Jabonería Nueva y que es valenciano, no le ha ido nada mal la vida’”. Nada mal, en efecto, sobre todo si la vida se contemplaba desde Fontana Rosa, en Menton-Garavan, cerca de Montecarlo. Blasco encontró por fin el lugar perfecto para instalarse definitivamente: era una villa enorme y el escritor compró además la casa vecina, amplió el parque, construyó una biblioteca, un pabellón como cine privado, casas para los jardineros. Y allí, fuera del paréntesis de la vuelta al mundo, de visitas regulares a París y de algún viaje corto, pasó los años que le quedaban de vida: paseando por el jardín, escribiendo muchas horas al día, haciendo algo de vida social, y aburriéndose el resto del tiempo. Su salud no era buena: era diabético, y perdía progresivamente el vigor y la vista. Poco a poco dejó de escribir personalmente: dictaba cartas y textos a un secretario, hecho que también se refleja, tal vez, en la mayor corrección de las últimas novelas.

No sabemos si añoraba sus años de agitador de masas, de dirigente poderoso, de combates y penalidades en el diario El Pueblo, o los años de aventura en Argentina: añoraba, eso sí, su gente y su ciudad. Pero había decidido que aquel espacio privilegiado, resultado de su triunfo espectacular, era su sitio para siempre. Así que se dedicó a mejorarlo con tanta pasión como a escribir: no era un millonario retirado, un jubilado de lujo, era todavía un creador enfebrecido que cada día controlaba con detalle el progreso de su parque, los rosales y los naranjos que le enviaban desde Valencia, los azulejos de Manises para recubrir bancos y columnas, las pérgolas, las balsas y las peceras, el invernadero, todo un pequeño –no tan pequeño– paraíso personal que él veía a menudo como una reproducción a distancia de su país natal. El parque también era literatura: había que erigir “diez monumentos a los diez escritores más grandes que han existido”, y el monumento más grande, evidentemente, tenía que ser el de Cervantes. Y también imaginó dos proyectos fantásticos: una Academia de la Novela (que dotaría con dos millones de pesetas: ¡una cantidad fabulosa!), es decir, un jurado permanente y bien remunerado que otorgaría cada año un Premio Blasco Ibáñez, y la cesión de Fontana Rosa y del parque como una especie de residencia de vacaciones para escritores viejos o pobres: el Jardín de los Novelistas. Blasco se debía de sentir inmensamente feliz explicándolo a los visitantes, que, desde luego, no faltaban.

Antes de embarcarse para dar la vuelta al mundo, el escritor había afirmado que no sabía nada de España, o no quería saber nada. Pero regresó, pasó el verano de i924 escribiendo el gran libro del viaje, y en octubre, cuando estaba en París, para intervenir en un homenaje a Zola, encontró un grupo de exiliados de la dictadura de Primo de Rivera. Lo convencieron: era necesario intervenir con la palabra y con la pluma, ya que no lo podía hacer personalmente como en sus años jóvenes: “He venido a París”, explica a un periodista, “he visto a Unamuno, a Alba; he visto viejos amigos de lucha y de devoción. Siento la nostalgia de los años mozos y tengo energía suficiente para luchar otra vez”. Tuvo suficiente energía, en todo caso, para publicar el panfleto Una nación secuestrada, que fue distribuido y clandestinamente por toda España. De resultas, hubo campañas de difamación contra Blasco en la prensa española y algunas medidas de persecución oficial: la policía registró su domicilio familiar en Valencia, detuvieron a su hijo Sigfrido, decretaron el secuestro de sus bienes y la desaparición de todo signo público con el nombre del novelista. Poco después moría su mujer, y tampoco acudió al funeral. Hacía años que no mantenía ningún tipo de relación con ella, puesto que en un principio vivió continuas aventuras y después mantuvo una abierta relación con Elena Ortúzar. Y con otro folleto o cuaderno, Lo que será la República Española, una especie de testamento ideológico, se cierra definitivamente el ciclo del Blasco Ibáñez político.

El Blasco Ibáñez escritor, debilitado y enfermo, aún sobrevivió poco más de dos años, soportando la vida social que, en la Costa Azul o en París, le imponía Elena Ortúzar (con quien por fin, ya viudo, se pudo casar). Gana dinero a espuertas, como recordaba Josep Pla, pero no sabe, o no puede, hacer otra cosa que escribir: “No soy digno de envidia”, afirma. “Trabajo doce o catorce horas diarias para atender los compromisos adquiridos”. Y así va produciendo las últimas novelas, un ciclo de reivindicación histórica española.

Tenía más proyectos, entre ellos “la obra de mi vida, donde pondré todo mi optimismo. Se llamará La juventud del mundo”. Sería una obra en favor de la paz y en contra de los excesos, y con un ideal de fondo: “Que dentro de los siglos lleguen a vivir los hombres con la mayor suma de libertad y la menor de autoridad posible”. Pero la novela, como la idea, se quedó sólo en un proyecto remoto. A finales de i927 pasó unos días en París, para participar en un homenaje a Victor Hugo (“Yo declaro que siento por él una adoración casi mística”, afirmó), cayó enfermo, volvió a Menton, y murió la madrugada del 28 de enero de i928, invocando en el último delirio a su jardín y a su estimado Victor Hugo.


    “La prodigiosa historia de Vicente Blasco Ibáñez”
    (Editorial Algar), de Joan F. Mira, se publica el próximo 2 de noviembre. 128 páginas. 42 euros.


 
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