PUBLICIDAD

 elmundo.es
 /suplementos
 /magazine

 
M A G A Z I N E 
271   Domingo, 5 de diciembre de 2004
OTROS ARTICULOS EN ESTE NÚMERO
 

Le obligaron a estudiar pero su anhelo era hollar antes que nadie el Polo Norte. No fue el primero en llegar pero se adelantó a Scott en la conquista del Polo Sur
MI GALERÍA DE FAVORITOS
Amundsen, el noruego que conquistó la Antártida

Explorador. Desde niño se entrenó y se aclimató al frío para futuras expediciones al Polo Norte. Fue un hábil hombre de mar, pero desapareció en 1928 en una misión de rescate en los hielos árticos.


A principios del siglo XX, aún quedaban algunos retos para el ser humano en lo que se refiere a la exploración de nuestro planeta. En ese sentido, las principales metas a conquistar se encontraban en ambos polos de la Tierra. Muchos hombres pagaron con sus vidas la osadía de enfrentarse a los eternos hielos polares, pero uno de ellos consiguió, no sin esfuerzo, llegar al centro geográfico de la Antártida.

Nacido en Borge (Noruega), el 16 de julio de 1872, Roald Amundsen mostró desde niño una evidente querencia por todo lo relacionado con las expediciones polares, principalmente, las árticas, donde un buen número de aventureros había zozobrado en el intento de conquistar el Polo Norte. Esa obsesión infantil fue creciendo con los años muy a pesar de sus padres, quienes intentaron por todos los medios erradicar de su mente esa idea tan aparentemente peregrina. A regañadientes, aceptó la imposición materna de matricularse en la facultad de Medicina. Hasta ese momento, se había entrenado como el mejor atleta olímpico en la aspiración de que algún día pudiera colmar su ambición de pionero.

Desde los ocho años de edad, durmió con la ventana abierta en pleno invierno para aclimatarse a los rigores que le esperaban, montaba en bicicleta a diario para endurecer sus músculos y nadaba en las gélidas aguas noruegas con el propósito de aumentar su fondo y su resistencia. Con esta formidable preparación mental y corpórea llegó a 1893, año en el que una vez fallecidos sus progenitores, abandonó su formación académica para entregarse por entero a su auténtica vocación exploradora. Tenía 21 años.

Durante tres años trabajó como marinero en un barco, un oficio, según él, necesario, dado que la mayor parte de los desastres acontecidos en la conquista de los polos se debían a la inexperiencia en aquellas latitudes de los capitanes marinos. En 1897, se enroló en la expedición del barón de Gerlache, que zarpó rumbo a la Antártida. Amundsen, tras múltiples avatares, se convirtió en el protagonista de la singladura cuando cayó enfermo el barón y se declaró el escorbuto entre la tripulación. Nuestro personaje asumió con valentía el liderazgo de aquellos desesperados hombres, les preparó abrigos de foca y mantuvo el ánimo de todos hasta que pudieron liberarse de los hielos australes.

En 1903, el ya curtido noruego compró un pequeño barco, al que llamó Gjoa. Junto a un reducido grupo de expedicionarios,

se lanzó a la hasta entonces imposible aventura de encontrar el mítico paso del Noroeste que unía los océanos Atlántico y Pacífico en el norte del continente americano. Amundsen consiguió la hazaña y en marzo de 1905 atravesaba 500 millas desoladas de Alaska para comunicar la proeza al mundo desde la ciudad de Eagle City. No sólo fue una gran gesta que abría caminos comerciales, sino que también se obtuvieron datos esenciales para entender el magnetismo del planeta. Convivió con los nativos ainuts de los que aprendió todo lo que había que saber para sobrevivir en la inclemencia climatológica del Polo. Fueron enseñanzas magistrales que le servirían posteriormente en su hazaña antártica.

Una vez de regreso en Noruega, comenzó a preparar el asalto definitivo sobre el centro geográfico del Polo Norte; ése era su deseo desde niño y para lo que había vivido durante años. Sin embargo, el destino le negó esa posibilidad cuando el comandante Peary se le anticipó en i909. Amundsen, quien ya había iniciado los preparativos finales para consumar ese capítulo histórico, vio truncados sus planes, aunque, lejos del abatimiento, enfiló la proa de un nuevo buque llamado Fram hacia la geografía antártica y el Polo Sur. Ésa era su nueva propuesta vital. Y es aquí donde surge una de las carreras más hermosas y a la vez dramáticas en la cronología de las conquistas, ya que casi al mismo tiempo, una expedición británica comandada por el capitán Scott se había propuesto llegar al centro geográfico del sexto continente.

Durante meses, la actividad en ambas expediciones fue frenética. Los ingleses apostaron por trineos a motor y caballos ponnies como fuerza motriz que les condujeran al éxito. Los noruegos, por su parte, depositaron sus esperanzas en trineos convencionales tirados por más de un centenar de perros árticos. Como es sabido, los ingleses no tuvieron la fortuna de su lado: los caballos murieron congelados, las orugas mecanizadas se averiaron casi de inmediato y después de un aterrador viaje, Scott y los suyos murieron tras haber llegado al objetivo dos meses más tarde que sus competidores. En cambio, los perros polares de los noruegos rindieron al máximo llevando en volandas a Roald Amundsen y su grupo.

El 14 de diciembre de 1911, la bandera noruega era clavada en el extremo más austral de la Tierra. Concluía la era de las exploraciones en nuestro planeta y su artífice pasaba con letras de oro a los anales de la Historia. En 1926 y a bordo del dirigible Norge, fue junto a su tripulación el primer humano en sobrevolar el Polo Norte constatando la ausencia de tierra firme. Con ello se completaba al fin y, sin dudas, el mapa terráqueo.

El 18 de junio de 1928, desapareció para siempre cuando capitaneaba la misión de rescate aéreo por el Ártico que pretendía localizar al dirigible Italia, que se había perdido.

Paradójicamente, aquel que había dedicado su vida a la conquista del Polo Norte y que en cambio había hecho lo propio con el polo opuesto, encontró la muerte en los hielos vírgenes de sus sueños infantiles.


 
 ENEMIGOS ÍNTIMOS
 
Albert von Wallenstein vs. Fernando II de Habsburgo


La Guerra de los Treinta Años (1618-1648), librada entre países católicos y protestantes, aportó a la Historia innumerables personajes de diverso calado. Acaso uno de los más significativos fue el militar y aventurero bohemio von Wallenstein, quien bajo el mando del emperador austriaco Fernando II obtuvo en las fases iniciales de la contienda brillantes resultados para los intereses imperiales. Sus victorias le encumbraron de tal modo que hizo temblar el mismísimo trono de su jefe y valedor. Las correrías de este militar y su ejército de mercenarios sembraron el terror por el norte de Alemania y, pronto, su carácter desafiante y autoritario provocó el recelo de los leales a Fernando II. En 1630, le fue arrebatada la dirección de los ejércitos católicos y, meses más tarde, Wallenstein negociaba en secreto una alianza con el otrora enemigo protestante. Las circunstancias volvieron a situarle en el vértice del poder militar imperial, aunque su presunta traición llegó a oídos del emperador, el cual, harto de tanta soberbia por parte de su mejor general, ordenó asesinarlo en Egra en 1634. De esa forma tan expeditiva, el Habsburgo se deshizo, posiblemente, de su mejor hombre, pero también del más infiel y traidor.
 
 
  © Mundinteractivos, S.A. Política de privacidad