Rachel, la hija de Henry Baler, sólo tiene 20 años, pero está deseando tener hijos. Un deseo que quizás pronto pueda cumplir: la bella y tímida rubia se casa con Stevie Stolzfuss, un fornido carpintero de 21 años. Se conocieron en el coro y salen juntos desde hace tres años, evidentemente previa aprobación de sus padres. Y por supuesto, sin tomarse libertad alguna con su sacrosanta virginidad. Sólo con mentar el tema Rachel se pone colorada y mira hacia arriba. Stevie alza los hombros y exclama: "No es fácil cumplir lo que nos prometimos el día de nuestro compromiso, pero somos responsables".

Para evitar la tentación, huyen de la ocasión: apenas tienen tiempo ni oportunidades para pecar. Sus jornadas, que comienzan a las cuatro de la madrugada, están repletas de obligaciones: duro trabajo en la granja para él y labores domésticas en la casa de sus padres para ella. El único momento de intimidad que tienen es el paseo del domingo por la tarde, tras la interminable comida. En el austero buggy negro (una estrecha carreta cerrada tirada por un sólo caballo) apenas tienen espacio para moverse. De ahí que, ante la mirada de todo el pueblo, los novios se dediquen simplemente a hablar de sus nuevos vestidos dominicales y de sus obligaciones.

Estos dos jóvenes americanos, que hablan con un ligero acento alemán, pertenecen a la comunidad de los amish del condado de Lancaster, Estados Unidos. Aquí se establecieron, hace dos siglos y medio, sus antepasados, pioneros de la fértil Pensilvania entonces ocupada por los indios. No han ido a la escuela pública (a pesar de que los amish pagan religiosamente sus impuestos), sino a su propia escuela donde chicos y chicas estudian por separado. En ella, por unas 50.000 pesetas al año, les enseñan, en dialecto amish, cánticos, inglés y alemán.

En el condado de Lancaster, la temporada de las bodas comienza en otoño, con el final de los trabajos del campo y el comienzo del invierno. Los amish se casan entre ellos, de tal forma que en el condado de Lancaster se repiten apellidos como Ash, Stolzfuss, King o Fisher. Pero el parecido no se limita a los apellidos. El viajero que los observa siente una especie de malestar en el estómago: todos los niños se parecen como hermanos y hermanas y los adultos parecen todos familiares. Semejanza acentuada por el hecho de que visten de una manera idéntica y rústica, propia de otra época: sombreros, barbas, peinados y cofias.


El "mundo exterior".

Cuatrocientos invitados asisten a la boda de Rachel y Stevie. De ellos, sólo un puñado no son amish, ya que los vínculos con el mundo exterior se limitan a los contactos de negocios y a unas cuantas raras y esporádicas amistades. Ambos mundos cohabitan, pero se miran de reojo y desconfían mutuamente.

Los amish renegados no son muchos, quizás por el miedo a ese gran desconocido que es el universo que comienza a las puertas de sus casas. Incluso los niños, muy espabilados, saben resistir a las tentaciones constantes del sueño americano y se contentan con mirar furtivamente alguna emisión de televisión en casa de un vecino menonita (disidente de los anabaptistas que acepta la doctrina de Mennón). La ceremonia comienza a las nueve de la mañana en casa de los Baler, los padres de la novia. Allí, durante más de cuatro horas, todos cantan himnos y cánticos de boda. Los novios pronuncian sus compromisos en el interior de la amplia granja de sus padres, adornada solamente con grandes cortinas. En este decorado utilitario, bañado por los rayos oblicuos y tibios del sol de noviembre, la escena provoca lágrimas en el rostro de algunos de los presentes. Aquí no hay ramos de flores, fotógrafos, vídeos, órgano, largas colas, esmoquin, alianzas de oro...

El coro de las mujeres con cofias canta el himno final, con disonancias de una furiosa modernidad, testimonio de una mágica degeneración. Y es que la transmisión de cantos a capella es difícil, sobre todo sin poder recurrir a instrumentos o partituras. La comida en el jardín, animada por el ballet de jovencitas voluntarias, podría ser una excelente puesta en escena de Jean Renoir. Tres platos sucesivos dan razón de montañas de provisiones: pavos, salchichas, pollos, jamón, fruta, pasteles y galletas.

Los novios no tienen viaje de luna de miel. Según la costumbre, los jóvenes esposos pasarán los domingos de invierno visitando a sus amigos y recibiendo regalos de boda, sobre todo vajillas, mantas y sábanas. En la primavera, se instalarán en la casa que Stevie construyó a 300 metros de la granja. En unas cuantas semanas, se dejará crecer la barba, atributo obligatorio de todo cabeza de familia. A los nueve meses, el primer hijo debería proporcionar al abuelo Henry Baler el sentimiento de que, gracias a Dios, la vida tiene sentido y marcha por los caminos del Señor.


El origen.

Se conoce un poco más a los amish de Lancaster desde que la película Witness (Único testigo) desvelara su mundo cerrado y anacrónico. El pennsylvania dutch que hablan es una mezcla de alemán antiguo, dialectos suizos y americanismos, y sigue siendo su principal vínculo con sus antepasados, los anabaptistas perseguidos a los que se les prohibía el derecho a la propiedad y a la ciudadanía, tanto en Alemania como en Suiza. William Penn, fundador del Estado de Pensilvania y jefe de filas de los cuáqueros, les concedió buenas tierras entre 1711 y 1860. La comunidad amish cuenta hoy con unos 95.000 fieles dispersos entre varios estados, sobre todo en el de Nueva York y en el de Wisconsin. Este último está atrayendo a numerosos jóvenes amish de Lancaster, porque en él la tierra es buena y relativamente barata.

"Todos nuestros antepasados fueron campesinos y nuestros hijos también lo serán", confía David Ash, de 37 años, ojos azules, pelo rubio y barba poblada y recortada a la amish way; es decir, en forma de collar. Haya o no haya boda, tiene que ordeñar a sus 35 vacas, como todos los días. Es el tío de la novia, pero ha tenido que abandonar la fiesta. En su granja se cambia de ropa y se pone su sombrero de paja. Todos los vestidos amish proceden de Kaufmann o de Zimmermann en Intercourse: camisa, tirantes y pantalón de cutí negro con bragueta estilo guardia suizo del Vaticano. Camina descalzo por el establo, como todas las tardes, acompañado por su sombra, proyectada por la lámpara de petróleo colocada en el suelo de cemento. Su granja de 23 hectáreas está en Gordonville. Se trata de una granja de superficie media y está consagrada a la producción de una leche reputada por su sabor y su frescura. Cultiva su tierra sin maquinaria agrícola, con la única ayuda de sus seis mulas. La mitad de su tierra la dedica al cultivo de maíz, alimento de sus vacas lecheras. Otras cuatro hectáreas están dedicadas a la plantación de tabaco que venderá, después de secarlo, a finales de noviembre.


Vivir de la tierra.

David se concede un respiro y comenta: "Pensilvania fue el refugio de nuestros antepasados, perseguidos en Europa. Su relieve de ricas colinas recuerda a Suiza, Alemania o Alsacia, de donde somos todos nosotros originarios. Además, Pensilvania es tierra de labor. Las grandes familias de campesinos que formamos no pueden vivir en una ciudad", dice con una gran sonrisa.

Sadie Ash, su esposa, recoge la ropa del tendedero del patio. Pantalones de algodón negro de hombre, faldas de cutí azules de las chicas y cofias blancas de las mujeres forman grandes guirnaldas delante de la casa, después de cada lavado a mano. Sadie, cabellera rubia separada en dos por una raya en medio de la cabeza y terminada en un moño, cuida el huerto.

Las hortalizas se encarga de venderlas Robert, el segundo hijo, en una cabaña colocada al borde de la carretera, donde vende tomates, pimientos, pistachos o tarros de mermelada muy solicitados por los urbanitas en busca del sabor genuino de la naturaleza.

Del otro lado de la carretera vive el viejo Yoder, de 65 años. Su rostro rezuma bondad, con su barba gris. Yoder regenta una pequeña zapatería instalada a la entrada de la granja familiar. Según una regla no escrita, hace cinco años que tomó sin rechistar su jubilación de agricultor y cedió su granja a su hijo mayor. Se dedica a reparar el calzado por tres dólares, sin demasiada finura, pero con una gran devoción por el trabajo bien hecho.

Samuel, su hijo, está cortando las flores de las grandes plantas del tabaco, para que no crezcan demasiado deprisa. Y después, mínima concesión a la química moderna, fumigará el campo con un pesticida. "Suave, porque la mula no soportaría vapores tóxicos", precisa.

En el condado de Lancaster, el precio de las tierras agrícolas es tan exorbitante (3,5 veces el precio medio de la tierra cultivable en Pensilvania) que el acceso de los jóvenes a las tierras es realmente problemático. Sin otra educación que la estrictamente necesaria "para ser un buen campesino y un buen padre de familia", los amish están condenados a vivir en la tierra. Por eso, cuando una tierra o una granja sale al mercado, uno de ellos la compra, cueste lo que cueste, con la ayuda de todos los demás.

Gracias a las excelentes cosechas de las granjas amish, el condado de Lancaster bate todos los récords en materia de rendimiento agrícola y de calidad, tanto en el caso de la leche como de los pollos, los huevos o las terneras. "Y eso que no utilizamos electricidad, porque nuestros obispos lo prohíben. Pero podemos salir adelante con la fuerza de nuestros caballos", explica Samuel.

Los casuistas discuten sobre la conveniencia o no de utilizar generadores diesel para refrigerar los almacenes de leche, una obligación sanitaria impuesta por las lecherías. Por lo demás, se siguen alumbrando con lámparas de petróleo y no poseen electrodoméstico alguno, excepto el horno. La única concesión a la modernidad es una pequeña cabina, apartada de la casa, para el teléfono. El Consejo la autorizó, pero a condición "de recibir y efectuar las llamadas indispensables para las actividades de la granja, pero no para charlar". Para hablar con un pariente o con un amigo, los amish cogen su buggy y le van a ver. Un amish no puede conducir ingenio alguno con ruedas, coche o bicicleta, so pena de excomunión. En cambio, es tolerado el patinete de los niños, que los adultos utilizan a veces con gran seriedad y circunspección.


Enriquecidos.

Antaño pobres, los amish se han enriquecido y la moda ecológica está valorando muchísimo sus métodos arcaicos y sus productos biológicos, viéndose así recompensados en su duro trabajo. Las reglas morales y las estrictas costumbres dictadas por el Consejo de los Obispos no prohíben a los granjeros el éxito económico, sino que tienden sobre todo a resolver los conflictos de sus usos y costumbres con el imparable avance del progreso. Vigilan que la comunidad cumpla los preceptos bíblicos al pie de la letra: una vida basada en la frugalidad, en la ayuda al prójimo y en el respeto a la fe religiosa. Nunca verá un amish con bigote o con una chaqueta con botones, por ejemplo, porque estos atributos estaban reservados a los militares y los amish son profundamente pacifistas. Estos obispos, cuyo Consejo asegura la perennidad de la comunidad, son todos pastores-granjeros, así como predicadores en su capellanía o en su parroquia.

Yvan Stolzfuss, de 46 años y barba imponente, predica en New Holland. Cuando llegamos a su granja no está leyendo el breviario, sino tratando a una vaca contra las pulgas y abandona su tarea a regañadientes para unirse a su mujer y atender a los visitantes. La señora Stolhfuss King toma el fresco en la baranda, mientras se distrae repasando su lectura obligatoria: el Botschaft, el austero periódico editado en alemán en Lancaster.

Desprendiendo un fuerte olor a establo, el prelado habla de su comunidad. "Los primeros emigrantes, y entre ellos nuestros antepasados suizos, fueron llamados equivocadamente Dutch (holandés) en vez de Deutsch (alemán). Ahora todo el mundo nos conoce con el nombre de plain people. Es decir, el pueblo sencillo o el pueblo feliz.


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