Reportaje

F rank McCourt es un hombre en zapatillas (de deporte) atravesando los laberínticos pasillos del hotel Santo Mauro, corazón de Madrid, como un conejo guiado por su olfato o un golfillo a hurtadillas.

El profesor de Literatura juega a perderse, a imaginarse que aún es otro, porque todo en la vida le parece una aventura. Pero hay algo en su rostro que le delata y recuerda al niño mísero que fue, mojado siempre, corriendo sobre botas como barcas desventuradas sobre los ríos de agua de las callejas de Limerick, Irlanda, años 30. Hoy, enfermo del pecho, tiene los ojos escocidos como meados en la nieve.

Reportaje

-¿Sabe usted?, resulta difícil creer que una está sentada frente al mismísimo hombre superviviente de aquella infancia.

-Sí, lo sé.

El hombre se ha sentado sobre un sofacito de cretona azul. Cuando hable de la madre, Ángela, usará adjetivos de aquellos tiempos, "pobres, mojados", y su acento irlandés hará que las oes suenen us. Sólo ocurre entonces; por lo demás, Frank McCourt (Nueva York, 1930) es un profesor de escuela retirado, que no entiende por qué sus novelas despiertan más interés que sus 30 años en la palestra; "después de tanto tiempo enseñando, uno puede con cualquier cosa: responder cien entrevistas es más fácil que enseñar una lección".

-¿Pero es que usted tuvo también 20 millones de alumnos, como de lectores?

-No, sólo 11.000.

Mientras las 11.000 almas pasaban frente a su hocico curioso, el maestro irlandés fue aprendiendo literatura y, por encima de todo, aprendió a leer las almas. Material que luego empeñaba en su gran propósito: escribir novela. Mas toda vez que lo intentaba, le sucedía que la realidad se imponía a la ficción: todo lo que quedaba en aquellos cuadernos eran asaltos ordenados de la propia memoria. Tuvo paciencia, esperó por decoro a que la madre muriera y, sólo entonces, dio rienda suelta al recuerdo que ella ocultaba, por vergüenza y dolor. Tal vez no pensó el inexperto escritor que las historias tristes disgustan primero a los editores y luego al público. ¿O es que acaso lo pensó? "No. Lo llevaba en la cabeza desde hacía 30 años. Quería enseñar cómo es la pobreza. Hay muy poca gente que sepa cómo es. Vemos muchas imágenes en la televisión de gente muriendo de hambre en África, en India... Es dramático, estás cenando y ves al niño tirando del pezón de la madre, que está seco, no puede alimentarlo, la madre mirando fijamente a la cámara, y nosotros decimos `oh, ¿no es terrible?', y volvemos a nuestra cena. Eso que nos enseñan es hambruna, la pobreza es otra cosa que la gente desconoce".

Algo nada comercial, evidentemente, y quién iba a querer leer semejante cosa. "No, en principio nadie iba a querer leerlo, pero resulta que luego tiene otros elementos como el humor. En Irlanda existe una manera muy especial de mirar la vida, cualquier situación triste tiene al mismo tiempo su lado cómico. Por ejemplo, tenemos el velatorio irlandés, que es una costumbre ya en desuso: siempre que alguien moría se celebraba una fiesta, la gente bebía, cantaba, bailaba y contaba historias, con el muerto en la habitación de al lado".

Cientos de veces lo intentó, años de bocetos manuscritos arrumbados en un cajón. "En 1970 llegué a escribir hasta 150 páginas de una novela, fue un verano, y luego llegó el curso y tuve que apartarlo. Cada noche intentaba ponerme de nuevo, la miraba; pero si uno tiene que dar clases todo el día durante cinco días a la semana, es imposible". Tal vez fuese una disculpa, porque McCourt sabía que debía esperar a la muerte de su madre, memoria doliente. Así fue, y en 1990, cumplidos los 60, encontró la clave de su relato, que no era sino una voz directa y curiosamente antiliteraria que soportase el estilo aprendido primero en su infancia y, mucho más tarde, en las aulas frente a sus alumnos. Era, claro, la voz de un niño, Frankie McCourt. ¿La voz? "Sí, sí, es mi voz, pero tuve que encontrarla, no sabía dónde estaba. Hasta entonces me esforzaba por escribir como los demás novelistas. Lo irónico era que como profesor había aprendido a ser natural y honesto, pero esto no se correspondía con lo que yo escribía".

Intente usted mismo recordar su voz de niño, sin grabadoras, natural y honestamente. Difícil tarea, retener la voz de uno mismo 60 años en la memoria. "Yo lo hice, no es imposible. La gente siempre se extraña de cómo puedo recordar tantas cosas. Si uno se sienta todas las mañanas con su cuaderno, desde las nueve hasta las tres de la tarde, tratando de recuperar esa voz y tomando notas, el niño regresa, porque la memoria está ahí, no se va a ningún sitio. Tenemos la vida grabada en la cabeza, como una película". Es cierto que no existe escritor sin memoria o que sin memoria no existiría el escritor, pero, ¿de qué tipo de memoria hablamos: recuerdo de la realidad o de la fantasía soñada? Para McCourt es una simbiosis: lo que ocurrió y lo que uno deseó que ocurriera. "Cuando era un niño de los callejones soñaba con mudarme a una de aquellas calles con casas bonitas y comida y bicicletas y ropa; vivía al mismo tiempo mi realidad y mis deseos, y decía: `algún día haré dinero y tendremos una casa con muebles y con sábanas en la cama y ropa bonita y luz eléctrica'; ése era el gran sueño. Es lo mismo que les ocurre a los escritores suramericanos, que viven en dos mundos sin diferenciarlos, el de la realidad y el de la magia".

"SÍ, ESTAMOS CERCA, El PROBLEMA DEL ULSTER SE ACABA. NO SE PUEDE VOLVER A LOS ATAQUES Y A LA VIOLENCIA PORQUE LOS JÓVENES NO QUIEREN VIVIR ESTA SITUACIÓN POR MÁS TIEMPO, QUIEREN VIDAS NORMALES Y FELICES, ESPECIALMENTE AHORA QUE IRLANDA, LA DEL SUR, SE HA CONVERTIDO EN UN PAÍS PRÓSPERO"

A medida que la conversación avanza, más difícil aún resulta creer que este hombre y no otro es el superviviente del relato de la miseria. "Lo sé", ¿destino o voluntad? "Una combinación de ambas cosas. El deseo estaba ahí; hay ciertas cosas que yo quería, lograr una educación, ir a la universidad, que resultaba muy duro porque al mismo tiempo tenía que trabajar durante las noches, y llegaba a las clases derrengado... Pero hacía tiempo que tenía la determinación de obtener un título y después, desde que llegué a Norteamérica, de ser profesor. Al principio pensaba que iba a acabar conmigo, me decía: `mejor busco trabajo en un bar o en el taxi, todo más fácil que enseñar'. Pero me quedé ahí y resistí 30 años, y sólo al final me di cuenta de lo que había aprendido. Así que, cuando era niño quería ir a América, y fui; luego quise ser profesor, y lo fui; y durante toda la enseñanza, desde los veintitantos, lo que deseaba en el fondo era escribir un libro: me llevó mucho tiempo, pero lo logré. He hecho lo que quería hacer".

No se debe asustar McCourt al echar la vista atrás y contemplar lo que el destino le ha deparado; la suerte le ha llegado porque la ha buscado con perseverancia. "Cada uno crea su propio destino, Dios no está ahí arriba manejando marionetas: no somos marionetas, tomamos decisiones. Yo llegué a América herido por la pobreza, pero quería buscar algo que tuviera que ver con la literatura, la enseñanza, los niños y los libros". Debió de ser terrible para el joven McCourt, tímido hasta la enfermedad y el absurdo, enfrentarse a un público de adolescentes furiosos en actitud de propia defensa. "Iba a una fiesta, y me quedaba allí atrás, en la retaguardia, incómodo, inseguro de mí mismo". Es un hombre maduro de pelo blanquísimo, aunque él reniegue de su blancura inmaculada, un complejo de pelo ralo inculcado por aquellos reproches de la abuela materna ("¡tiene el pelo de punta como un irlandés del norte, como su padre!", le decía), de facciones reposadas, gesto amable y piel fina. Un señor guapo, vaya. ¿Curado ya? "Bueno, mejor; pero no estoy totalmente curado, no. Las cosas que me han ocurrido últimamente..., bueno, escribo un libro y se convierte en un best-seller y uno tiene que hacerse a la idea de esa situación. Lo que me enfada es que por escribir un libro que se ha convertido en superventas todos se asombren. En cambio, 30 años de enseñanza, lo más importante que he hecho en mi vida, no importan nada". Frank McCourt, maestro, 11.000 alumnos, frecuentador de tertulias literarias en el Village neoyorquino, escritor periférico de veranos perdidos, ¿cómo le va con esto de la fama? "Sí, ¡bah!, lo llevo bien; sé que tengo que volver a trabajar, encerrarme en casa y escribir".

Irlandeses y americanos han reclamado la paternidad de su literatura, y él, por toda respuesta, ha dicho que sus libros son simplemente de Nueva York: una especie de antídoto contra la idea nacionalista que constriñó más si cabía sus años de infancia en Limerick. "Sí. Aquí uno no tiene la sensación de estar en América, hay todo tipo de gente; en cierto modo, te sientes en la capital del mundo, nadie se preocupa de patrias ni nacionalidades, hay un aire de libertad que no se respira en otros lugares, especialmente en Irlanda. A mí me encanta ir a Irlanda, voy con frecuencia, pero no podría vivir allí porque no quiero ser irlandés todo el tiempo: en Nueva York uno puede ser nada".

El odio genera odio, ya se sabe, y el nacionalismo sentimientos encontrados. "Te hace sentirte todo el tiempo encuadrado en un lugar, y pensar en ello constantemente. Yo me levanto por la mañana y no pienso ni que soy irlandés ni americano, soy sólo un hombre. Sé que tengo un montón de componentes irlandeses, el acento, lo que escribo, la música que escucho..., es una parte de mi vida, la otra, es el día a día en Nueva York, y para esto da lo mismo ser irlandés o no. Cuando empecé a ser profesor me ayudó, porque a mis alumnos les gustaba la idea de que yo fuera irlandés (por la Literatura), y ahora ser irlandés es muy popular porque la música irlandesa, el cine, la literatura y todo esto están de moda. ¡Ah!, usted es irlandés, irlandés...".

Es obligado pedirle que dé su opinión sobre la actualidad en Irlanda del Norte, tan lejos y tan cerca de la paz. Ha amanecido el día con la noticia de intentos fallidos de atentado que paralizaron parte de los transportes ferroviarios en el centro de Londres y que llevaban la contraseña del IRA Auténtico. "Pero sí, estamos cerca, el problema del Ulster se acaba. No se puede volver a los ataques y a la violencia porque los jóvenes no quieren vivir esta situación por más tiempo, quieren vidas normales y felices, especialmente ahora que Irlanda, la del Sur, se ha convertido en un gran y próspero país, la gente tiene grandes casas, coches y va de vacaciones a Florida y a Francia, y está en Internet y en las televisiones. Y si Van Morrison da un concierto en Belfast, acude todo el mundo, jóvenes católicos y protestantes, y no les importa... El problema radica en que hay gente vieja que quiere aferrarse a la violencia y la guerra, pero los que hicieron su dinero independientemente del conflicto no quieren volver a aquello".


Habla del sentido melancólico de los irlandeses con cierta carga negativa, siempre mirando a sus espaldas, hacia lo que dejaron, "negativo porque esto no ayuda a vivir. Tal vez todo el mundo lo tenga, pero es más fuerte en los irlandeses. Cuando Irlanda logró su independencia, en 1929, después de 800 años de dominio británico, fue como ser liberado del esclavismo. Antes, en la década de los 40 del siglo pasado, la gente moría de hambre y tuvo que marchar a América, y esto cambió el temperamento irlandés; es algo como el holocausto para los judíos, cuesta mucho superarlo. Y eso es lo que genera la melancolía. La música folk que los irlandeses hicieron en América es un puro lamento por haber tenido que abandonar su país: ¡Oh!, voy a América, dejo mis valles y mis flores y mi pequeña Irlanda. Y están en América todo el tiempo mirando hacia atrás, y cuando uno se queda mirando atrás es más difícil vivir el presente".

Ahí está la importancia del humor, como un seguro de vida en la supervivencia. "Es crucial. Por ejemplo, la gente negra de América se burla de los blancos, pero también de ellos mismos, hacen comedias sobre los tiempos del esclavismo en las plantaciones del sur. El sentido del humor es necesario siempre que la gente está privada de libertad. Los irlandeses fueron un pueblo oprimido, y el sentido del humor impregna nuestra música, nuestra poesía...".

Humor en el infierno. Frank McCourt cita tres grandes demonios de su vida (el cuarto se lo reserva a la memoria de su padre). Nacionalismo, catolicismo y pobreza. ¿Aún teme a Dios? "No, no sé lo que es Dios, y si no sé lo que es Dios, ¿cómo voy a temerlo? No me creo esas cosas, que sea ese gran hombre al estilo que describen los católicos o los judíos. Nadie puede hablar con certeza de Dios, porque es un misterio, eso es lo que nos han dicho siempre: todo es un misterio, la trinidad, la concepción de la Virgen, la ascención. Pero, ¿cómo es posible subir volando al cielo? No te preocupes, es un misterio. Dios es un misterio y por tanto no le temo: ¿cómo puedo tener miedo de algo que no sé cómo es?" Pero lo tuvo, durante una larguísima infancia, una larga juventud y una lucha de madurez peleando contra los preceptos aprendidos. "Tardé muchísimo en liberarme de la carga de fe y de pecado que me inculcaron, no lo logré hasta superar la veintena, pero no fue una decisión, simplemente me fui deshaciendo de ello". Lo que quedó de aquella purga fue el deseo de lograr alguna satisfacción en la vida, "si no, de qué sirve estar aquí: hacer algo bueno, ser amable, ¿eso es todo?".

Y por fin, el cuarto demonio, sin misterio: "Lo más importante de mi vida, lo que más me ha marcado, ha sido tener un padre alcohólico". Quien haya leído sus novelas habrá podido apreciar un importante cambio de actitud del protagonista frente al padre alcohólico, irresponsable y, finalmente, ausente por abandono definitivo del hogar y de la familia. En Las cenizas de Ángela, el niño Frankie habla de su padre con devoción, un padre contador de historias, fantástico, que a veces cometía el desliz de beberse las escasas rupias que la familia conseguía de la caridad para sobrevivir malamente. En Lo es, el joven Frank pretende allegarse al padre ausente, lo busca, quiere conocerlo y la memoria y el sentido de la justicia no se lo permiten. "No es que cambiara de opinión sobre mi padre. Me he limitado a presentar unos hechos, a mostrar lo que yo sentía y pensaba en ese momento, lo confusos que eran mis sentimientos, no lo que sentía cuando escribí la novela. Básicamente, siempre he considerado que mi padre era un enfermo, era alcohólico; eso es todo. Y no puedo juzgarlo porque yo mismo soy un pecador, no soy perfecto, no puedo juzgar a los otros".


El maestro McCourt siempre había frecuentado los círculos literarios, bohemios y periodísticos del Greenwich Village neoyorquino, como un escritor en la retaguardia. Nueva York y al fondo Irlanda, tertulias que constituían el perfecto caldo de cultivo para la bebida: néctar enajenador con el que siempre ha tenido una relación de fuerzas encontradas: "Me gusta la sensación de relax que puede darte un vaso de vino, pero no la borrachera. Además, aprecio mi tiempo y la mañana es para mí lo mejor del día. No me gusta levantarme y sentir nubarrones en la cabeza. Tres de mis hermanos han tenido que dejar la bebida porque tenían problemas. Yo mismo tuve que reducir el consumo. La bebida es un problema entre los irlandeses, muchísimos de mis colegas irlandeses americanos han tenido que dejarla, y se hacen más productivos: escriben más y se sienten mejor".

McCourt, ¿qué hubiera pensado su madre de todo esto? "No le habría gustado nada Las cenizas de Ángela. No quería hablar del pasado, le avergonzaba. No quería que el mundo supiera lo pobres que fuimos; es lo que ocurre cuando creces en tan míseras circunstancias, lo escondes, no lo vas contando por ahí." Curioso efecto éste que la mención de la madre produce en el hablar del escritor, aguzando el acento irlandés en las terminaciones de palabras, produciendo un efecto similar al asturiano en la lengua castellana. "Yo mismo lo hice hasta que tuve 30 años. No iba por Nueva York contando mi vida en un callejón de Irlanda, les contaba a las chicas que mi padre era funcionario y había recibido una educación. Pasó mucho tiempo hasta que empecé a decir la verdad".

Una historia para el olvido. McCourt ha repetido que "nada puede compararse a la versión irlandesa de una infancia terrible". Sin embargo, su propia madre lo hacía, y su consuelo les llevaba hasta Calcuta. La familia McCourt habitaba un cubículo de dos plantas en un callejón infecto del poblacho obrero de Limerick, al pie del retrete comunitario. Salvo uno o dos meses estivales al año, la estancia inferior de la vivienda nadaba en las aguas torrenciales de la lluviosa Irlanda, hacinándolos en los escasos metros cuadrados del piso superior, lugar al que el padre, haciendo uso del humor que fermenta en la supervivencia, llamaba Italia, parodiando las cálidas costas de Sorrento. La madre, a quien ni el sentido del humor sustentaba, prefería llamarle por un nombre de mayor parecido con la realidad: Calcuta. ¿Lo eran, lo son ahora, peores infancias que aquella Calcuta, Chechenia, Sierra Leona...? "Por supuesto, peor que Limerick. Nuestras vidas eran miserables..., te volvías triste, desesperanzado. Pero hay pobrezas peores. Mi madre siempre nos decía que otros lo pasaban peor: nosotros vivíamos juntos y teníamos una casa miserable siempre mojada, pero nada comparable a vivir en las calles de Bombay o Calcuta".


Nuevos parias, nuevos emigrantes del mundo. ¿Qué opinará el irlandoamericano Frank McCourt, nacido en Brooklyn, regresado con sus padres, la miseria y tres añitos, al pueblo materno en Irlanda, emigrado de nuevo a Nueva York con 19 años y los primeros dineros medio ahorrados medio hurtados; qué pensará de esta corriente global de endurecimiento de las leyes y políticas de emigración? "Está ocurriendo en Irlanda, que se ha convertido en un país rico y por tanto todo el mundo quiere entrar. Es un país pequeño, pero bonito y bueno para conseguir un trabajo, y parte de la población está a favor y parte en contra; pero éstos no saben qué hacer porque son cristianos y su religión les obliga a ser caritativos y misericordiosos. Es un gran problema, un reto". Le cuento que España está en vías de modificar su ley para impedir la inmigración del continente africano a través de sus costas, ¿es que acaso alguien puede variar el curso de esta marea natural?

"Nadie puede pararlo, ocurre como en los viejos y primeros tiempos de Europa, cuando grandes corrientes de celtas y bárbaros atravesaban el continente, y fueron creando los primeros países y las fronteras". Qué es lo que quieren impedir con el cierre de fronteras, para el escritor está claro: "Quieren conservar la pureza. Qué será de la raza irlandesa en unos 200 años, piensan, no habrá más irlandeses en Irlanda, habrá africanos, rumanos, albaneses...". Una opinión de la vieja y caprichosa Europa, y una lección de Estados Unidos, impartida por el maestro McCourt: "EEUU es un país fuerte porque está poblado por todas las razas del mundo, y cada una ha traído lo mejor que tiene".

-Señor McCourt, ¿qué hace usted para merecer el apelativo de "cómplice de la miseria humana"?

-Simplemente he escrito mis libros para mostrar cómo es la pobreza, que la mayoría de la gente no conoce. Porque los pobres que podrían contarlo ni tienen libros ni la energía necesaria para escribirlos. Después, el libro se hizo muy popular, porque además habla de ideas universales como la familia, la religión y los sueños, lo más importante: soñando se supera la miseria. Frank McCourt es un señor de piel suave y rostro apacible que se despide, contraviniendo las normas anglosajonas, con dos frágiles besos en ambas mejillas.

- "El club de las cenizas de Ángela"
- Http://www.asahi.net, visita virtual a los lugares de la juventud de McCourt en Limerick


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