Reportaje

Era noviembre de 1948. Europa aún estaba en ruinas, harapienta y empobrecida, carcomida de historia y mercado negro. Las despensas españolas se llenaban de telarañas y la gente se apretaba en los cines o inundaba los cafés con un rumor de espuma silenciosa y, como en el poema de Gil de Biedma, no había calefacción.

Los vencidos vagaban sonámbulos por las calles grises, hablaban en voz baja en las tabernas de los barrios y todavía conservaban la remota esperanza de una intervención de las democracias occidentales para quitarse de encima al dictador.


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Era noviembre de 1948. Un polvo húmedo de lluvia helada caía sobre Lisboa. Las primeras luces del día morían sobre el Tajo. Amanece, Fernando Pessoa está sentado bajo el agua en la terraza de A Brasileira, los tranvías amarillos pasan con sus trabajadores soñolientos, la ciudad parece un barco que navega por un Tajo enamorado de su trazado mientras en la ribera Velha los mariscadores instalan sus tenderetes. En la estación del Rossio, el Lusitania Express se dispone a partir hacia España. Un muchacho de bucles amarillos dice adiós desde el estribo del vagón. En el andén, cada vez más pequeños, el conde y la condesa de Barcelona esperan que el tren haya desaparecido para dirigirse lentamente hacia la salida de la estación.

Un jovencísimo Juan Carlos abandonaba Portugal y partía hacia aquel viejo país del que había oído hablar a don Juan como una promesa. La nostalgia de su padre empañaba los recuerdos de Estoril, donde el exilio y la memoria de los adultos le habían hablado de Alfonso XIII y la guerra incivil, de que su padre sería coronado rey y que él mismo, un día, también debería asumir aquella responsabilidad. A menudo había visto cómo políticos, intelectuales y militares se encerraban con su padre durante horas en el despacho para salir después con la mirada vaga y temerosa, refugiándose en sus abrigos y sombreros para que su nombre no fuera anotado por los espías a sueldo de la policía franquista. España era el misterio de aquellas reuniones secretas, la tierra seca y hostil que desfilaba ahora por las ventanillas del tren como en una película, el frío en el andén de la estación de Villaverde, una caravana de automóviles negros y aquel nombre, Franco, que sonaba en las voces de sus acompañantes con un temblor de hojas muertas, un otoño de terror y silencios. Nada, en verdad, podía hacer pensar que los planes que el dictador tenía previstos para aquel príncipe acabarían varados, con su muerte, en la orilla de la democracia y la libertad.

VEINTIÚN años después de aquella mañana, en 1969, España era todavía un país en blanco y negro. Los tejados de las casas, poblados de las nuevas antenas de televisión como naufragio melancólico de aquellas salas de cine que ya no existían o empezaban a cerrar, simbolizaban la sociedad de consumo y el liberalismo económico que los tecnócratas del Opus Dei habían desarrollado con el beneplácito de Carrero, López Rodó y los franquistas más moderados. La eficacia del dólar y el crecimiento económico fumigaban las arañas de las despensas de los españoles y los problemas políticos, la democracia, las libertades, los recuerdos de los vencidos pasaban a un segundo plano en los discursos y las preocupaciones del Pardo. Franco se había convencido de que la mercancía y el futuro del régimen pasaba por los técnicos y no por los falangistas. Aunque, a menudo, el viejo general se apartaba del guión escrito por sus ministros y desenterraba cadáveres, persecuciones y conspiraciones comunistas en la tribuna de los desfiles armados, embriagado por el recuerdo de la pólvora y las viejas leyendas africanas que le traían a la memoria las tropas y los carros de combate invadiendo el paseo madrileño y los televisores. Para entonces, a pesar de los vivas y el "Franco, Franco, Franco", las celebraciones de la victoria y los fastos no dejaban sino un sabor amargo en la boca de los joseantonianos radicales que, condenados poco a poco a las migajas que les arrojaban los tecnócratas del dólar y la renta per cápita, almacenaban en sus desvanes botellas de rencor hacia su padrastro y hablaban de traición y del demonio yanqui, nostálgicos de la autarquía, los años de hambre, los piojos y el silencio de los revólveres nocturnos. Era el crepúsculo de las ideologías.

En aquellas pantallas televisivas de 1969 millones de españoles verían con expectación cómo el joven príncipe aceptaba convertirse en rey a la muerte de Franco. Desde el Palacio de la Carrera de San Jerónimo, Juan Carlos se tragaba las lombrices de la jura de Leyes Fundamentales y del continuismo de la dictadura en el hemiciclo isabelino. Tres años antes, con la intención de garantizar la continuidad de su régimen, el general había trazado un mapa de futuro mediante una ley orgánica y la instauración de la monarquía. Y ahora los españoles veían en los televisores de sus hogares cómo aquel príncipe vestido con el uniforme de oficial del Ejército se convertía en heredero del Movimiento. La sociedad, la oposición y los procuradores franquistas desconocían la personalidad de Juan Carlos. Se habían acostumbrado a ver su imagen en la televisión o en las fotografías de los periódicos, siempre en segundo plano, erguido y melancólico, como aquel día de julio en que cumplía con la profesionalidad de un actor el papel dictado por los domesticados notarios del régimen. Junto al dictador, cada vez más cerca de la jubilación eterna, aquejado de Parkinson y con el rostro apergaminado y la promesa de ultratumba impresa en la voz y los ojos, velaban armas su nueva aristocracia de generales y capitanes de la industria y los lugartenientes del Movimiento Nacional, ataviados de medallas, chaquetas blancas y el rojo arzobispal. Nadie podía sospechar entonces las intenciones del heredero, pero los tiempos imponían en la imaginación de los españoles un sueño de cambio.

Sin embargo, para los sepultureros de las libertades era la hora de sellar las tenazas de un franquismo sin Franco y la figura de Juan Carlos encabezaba la lista de candidatos para protagonizar el relevo. El viejo dictador, cada vez más apagado, veía cómo mientras la Europa del Mercado Común abría parcialmente sus puertas a España y el sillón de visitas del Pardo resultaba menos refractario para los históricos demócratas del continente, la Iglesia lanzaba sus primeros cócteles críticos contra la falta de libertad y los estudiantes salían a las calles y, con la nostalgia de la rebelión, certificaban maratones de protesta delante de las porras y los gases lacrimógenos de los grises. Dios y la salud abandonaban al general, que a ratos infantil, a ratos lúcido, siempre desconfiado, era consciente de que las campanas doblaban por él y que, aunque quería convencerse de que todo "estaba atado y bien atado", en privado sospechaba que su muerte traería consigo la desaparición de su régimen. "Desengáñese, Miranda, el franquismo acabará conmigo. Luego las cosas serán de otra manera", confesó un día a Torcuato Fernández Miranda, que efectivamente pondría todo lo que estuvo en su mano para que ocurriera así. Y en verdad, la pesadilla colectiva del franquismo tenía los años contados. En junio de 1973, la precaria salud del dictador le obliga a renunciar a sus funciones de jefe de Gobierno en favor de Carrero. El mandato del fiel lugarteniente era como mínimo de cinco años y su presencia podía serle impuesta al futuro rey, caso de producirse antes la muerte de Franco.

HOY SABEMOS que el quinquenio garantizado al almirante fue la venganza del dictador, contrariado con las noticias que le llegaban sobre las simpatías liberales de Juan Carlos. Y mientras en los sótanos del régimen, impasible frente al griterío y las demandas de libertad, algunos políticos sienten vergüenza de la represión y la antigualla verbal del 18 de julio y miden sus fuerzas tratando de encarrilar el nuevo Gobierno hacia estaciones aperturistas, ETA asomaba detrás de las ventanas rotas y dinamitaba los cimientos del monstruo con el asesinato de Carrero. Sin su espadón y anulado por la enfermedad, Franco no es más que un espectro poco decorativo en medio de las contradicciones que carcomen las dependencias del Pardo. La elección de Arias Navarro como sucesor de Carrero fue su última decisión política importante. Cuando en julio de 1974 el dictador ingresa en un centro sanitario y el príncipe es llamado a ocupar con carácter provisional la jefatura del Estado, los síntomas de descomposición y deserción entre los antiguos procuradores del movimiento son alarmantes. Cuarenta y tres días después, Franco se siente curado y devuelve a Juan Carlos a la embarazosa situación de espera. El orden franquista malogra ya sus últimos cartuchos de vida ante la incógnita del rumbo que tomará el Estado bajo la dirección del joven heredero. Los ciudadanos reclaman desde variadas riberas la equiparación política de España con la Europa de las libertades y ni las promesas de reforma de Arias Navarro o el nuevo Estatuto de Asociaciones Políticas, aprobado pese a la ferviente oposición de los dinosaurios del Movimiento, encuentra ya eco en la sociedad española.

No obstante, el régimen se derrumbará entre estertores de sangre. Las ejecuciones en septiembre de 1975 de dos activistas de ETA y tres del FRAP, a los que se responsabilizó del asesinato de varios policías, llenó de estupor e indignación a medio mundo. Esta vez el pulso fúnebre del Caudillo, doblado por el Parkinson, no tiembla y la descarga de fusiles coloca a España en la misma situación de aislamiento que viviera en los años 40, cuando los vencidos se pudrían de crueldad en las cárceles y la tuberculosis de los máuser aún resonaba en las calles de las ciudades.

De nuevo el recurso de la plaza de Oriente hizo posible que una asistencia llegada a Madrid en cientos de autobuses desempolvara de los armarios los uniformes, las camisas azules y las corbatas negras. Amurallado detrás de unas gafas oscuras, el caudillo oiría por última vez las fosilizadas consignas y los antiguos arribas, mientras el príncipe, impasible y triste, se preguntaba cómo iba a reaccionar el país al plan de sucesión firmado por el general.

Cuando el 20 de noviembre un Arias Navarro compungido y tembloroso invade las pantallas televisivas de los hogares españoles y anuncia la muerte del dictador, Juan Carlos, que no está dispuesto a interpretar el papel de continuador, confiesa a Miranda: "Lo mismo podemos ver a gente que viene a ofrecerme la corona sobre un cojín, que a la Guardia Civil con orden de arrestarme".

El general moría sin salirse del guión humano, atesorando poder y riquezas, con los sueños de inmortalidad de todos los tiranos del mundo excavados en el ciclópeo sarcófago de las montañas del Guadarrama. Como en otros cambios de régimen, legiones de oportunistas, pillos y empresarios piratas que se habían beneficiado de la paz laboral y el autoritarismo de la dictadura tratan de borrar antiguas lealtades y se zambullen en la ansiada marea de la democracia y los nacionalismos vasco y catalán. Aquel himno de Labordeta que prometía un día en que, sin huracanes, todos veríamos una tierra que pusiese libertad, se deja entrever en el primer discurso del Rey Juan Carlos. Pasando por alto la memoria incivil de la guerra y el Movimiento, el monarca alza hasta la presidencia del Gobierno a Adolfo Suárez, un oscuro burócrata del régimen que le ayudará a certificar la eutanasia del franquismo. La historia, la real, no la escrita por los notarios de las tiranías, condenaría al patriarca de verbo militar. El Lusitania Express partía, 27 años después de que abandonara la estación del Rossio, hacia los andenes de la democracia. En el último vagón, encogidos aún por el frío, el Rey, los partidos políticos y los españoles enterrarían más de 30 años de valiums religiosos, represión y malos sueños. España salía de los acantilados del franquismo para varar en las riberas de la libertad.


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