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El pasado 5 de febrero fue una fecha especial en Altamira. Esculpidas, pintadas, retocadas y barnizadas hasta la perfección, acababan de colgarse en su lugar definitivo las 76 grandes piezas que componen la réplica del techo de la Gran Sala de los Policromos o de los Bisontes.

Un rompecabezas de 160 metros cuadrados en torno al cual se ha construido un museo en Santillana del Mar.

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PINCEL. El paso del tiempo hizo que las masas de color penetrasen en las grietas más estrechas del techo. Para lograr un efecto similar, y puesto que no se podía lograr con los dedos, se ha utilizado un pincel fino.

CINCEL. Fabricados por los pintores para obtener grietas sin rebabas en el soporte blando de cera que ha servido de molde para las piezas de piedra.

CARBÓN. Hace 15.000 años, los pintores de Altamira escogieron cuidadosamente carbones vegetales procedentes de pinos muy alejados de la cueva donde vivían. Del mismo modo, los autores de la réplica de aquellas pinturas han utilizado carbones de materia vegetal para resaltar determinadas partes de las figuras, como las patas de los animales. Para obtener determinadas manchas, machacaron carbón vegetal y lo extendieron con los dedos.

A sus pies estaban el matrimonio formado por Pedro Saura y Matilde Múzquiz, las dos personas que durante tres años se han encerrado a solas con el magdaleniense, para rescatar del pasado hasta el último de los sentimientos que un artista anónimo plasmó en la piedra caliza hace más de 14.000 años. Junto a ellos se encontraban el director del Museo de Altamira, José Antonio Lasheras, técnicos y demás expertos implicados en el proyecto.

A la luz de los focos la inmensa obra lucía insuperable. No faltaba ni un relieve, ni un trazo, ni la menor humedad. Se llamó entonces a los guardas, los afortunados hombres y mujeres que más veces han vislumbrado las imágenes originales. Su opinión no podía faltar.

Uno tras otro, todos mostraron su admiración y respeto, hasta que llegó Manuel Herrero, Manolín, un hombre que ha pasado toda su vida al arrimo de Altamira. Guía fue su padre, guía es él y guía será su hijo. Es el eslabón principal de una estirpe irrepetible. Manolín se pasó un buen rato admirando el trabajo. De pronto, habló. "Sí, está perfecta, pero aquí -dijo señalando con el dedo un punto concreto sobre el bisonte de la cabeza vuelta- falta una gota". Preocupados, comprobaron que, en efecto, en la zona señalada se reproducía una humedad, pero no había ni rastro de la gota. Toda la tropa se trasladó a la cueva. Y allí, a la luz de las linternas, vieron cómo sobre la dura piel del ancestral bisonte resbalaba una lentísima lágrima de agua.

"Por supuesto que colocamos de inmediato aquella gota. Sólo entonces pudimos descansar, pues al fin habíamos logrado nuestro objetivo", afirman Saura y Múzquiz. La anécdota ilustra el método empleado para ejecutar el que se ha calificado como el más ambicioso proyecto museístico de la Prehistoria, que supondrá el cierre definitivo de la cueva original al público. Desde que en 1879 fue descubierta por Marcelino Sanz de Sautuola y su hija María Justina, la afluencia de visitantes no ha dejado de aumentar. Y eso a pesar de que hasta 1902 la comunidad científica no reconoció su autenticidad, demostrada algún tiempo después gracias al análisis de carbono 14. Visitas y dudas estaban más que justificadas, pues se trata de la primera cueva con pinturas rupestres descubierta en el mundo.

La entrada de turistas transformó el microclima de la cueva provocando variaciones de temperatura y humedad que deterioraron las pinturas.

En la actualidad la cueva de Altamira se encuentra sometida a un riguroso régimen de visitas. Cada una de las 15 personas que, repartidas en grupos de cinco, entran diariamente sólo puede permanecer en su interior durante diez minutos. La lista de espera es de más de tres años. Pero esto no siempre ha sido así. Hasta 1977 el acceso no tenía ningún límite. En 1973, por ejemplo, la visitaron más de 177.000 personas.

La masiva entrada de turistas transformó el microclima de la caverna. Las oscilaciones en la temperatura y la humedad ambientales, invariables durante milenios, deterioraron las pinturas. En los 70 fue imprescindible limitar drásticamente el acceso. En aquel momento se planteó la idea de construir una réplica que se pudiera visitar sin restricciones. La idea no cuajó hasta el 29 de octubre de 1997, fecha en que se colocó la primera piedra del nuevo Museo Nacional y Centro de Investigación de Altamira, levantado alrededor de la réplica del techo de la Gran Sala de los Policromos, con 70 grabados y más de un centenar de bisontes, ciervos y caballos pintados en ella. Se trata de la parte más importante de una cueva de planta retorcida, cuyas galerías alcanzan 270 metros de longitud y en cuyas paredes y techos se concentran alrededor de 300 representaciones de animales, antropomórficas y simbólicas.

Objetivo: la perfección. El rigor más absoluto ha sido el principio fundamental a la hora de realizar la réplica. "Fue necesario aprender cómo pintó los bisontes el pintor de Altamira. Cuando lo logramos, sólo tuvimos que hacerlo igual que él. Buscamos ser lo más fieles posibles a la realidad, por eso el único camino fue comprender cómo se pintaron las figuras. Jamás nos ha invadido el menor deseo de poner nuestro sello personal", aclaran sus artífices, ambos profesores de la Facultad de Bellas Artes de Madrid y pintores, enamorados sin remedio de la "Capilla Sixtina" del arte rupestre.

La afición de Saura por la Prehistoria nació hace más de 30 años, cuando trabajó como dibujante de campo en el Museo Arqueológico de Madrid. Luego inició su tesis doctoral que no fue, como cabría esperar, sobre Altamira, sino sobre otras pinturas no menos fascinantes: las que adornan los cuerpos de los nativos de Papúa. "Viví en ese lugar dos años para estudiar los decorados corporales de esos pueblos". Allí, en la prehistoria contemporánea, empezó a comprender cómo se pintaba hace 15.000 años.

Matilde accedió a ese conocimiento por un camino diferente del que siguió su marido. Ella sí escribió su tesis doctoral sobre cómo se pintó la cueva. "Respeto a Altamira como el que más. He estado tanto tiempo dentro de ella, que conozco cada milímetro". No olvida los arduos meses pasados dentro de su negra humedad, agarrada a una linterna que le ayudaba a escudriñar dónde termi- naban las tinieblas y dónde empezaban los trazos de carbón que alguien imprimió en la noche de los tiempos.

La réplica de Altamira ha sido el triunfo de la más severa escrupulosidad. Se trata de una copia perfecta, pero sin el tembleque del calco. Si un bisonte tiene el rabo dibujado con siete trazos, siete trazos tiene su réplica. Pero, además, entre ellos existe la misma separación que en el original, el grosor de cada uno equivale al de su modelo y la identidad cromática es exacta. Incluso estudiaron la posición y los movimientos de su creador para reproducirlos con la mayor exac- titud. Ambos están convencidos de que las figuras principales fueron obra de un único autor. Matilde concluyó que pintó primero de pie, luego de rodillas y, al llegar a la parte más baja de la bóveda, completamente tumbado: "Interioricé tanto el proceso, que hasta llegué a deducir su altura", confiesa la experta.

El trabajo se ha realizado al alimón. Ella daba el color y él lo apostillaba con un frotado. Días después, decidían dónde debían enmendar un imperceptible trazo o apagar cualquier brillo que consideraban excesivo. Así durante un año entero. Jamás sintieron miedo. Nunca les tembló el pulso. "Si hubiera sido así, no habríamos podido hacerlo", aclara Saura. "Jamás sentimos agotamiento ni aburrimiento. Sí que hubo que vencer una dificultad enorme, porque nos exigimos que apareciera hasta el más mínimo detalle del original. Lograrlo fue muy emocionante", añade su mujer.

En el mundo existen otras tres reproducciones de Altamira. Dos de ellas, gemelas, se localizan en el Museo de la Técnica de Múnich (Alemania) y en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid. La primera se hizo en 1962. Es un remedo parcial del Techo de los Policromos y forma parte de la sala de Prehistoria de la Tecnología Química. Fue realizada por un equipo multidisciplinar alemán, que utilizó proyecciones fotográficas y pigmentos naturales. La copia madrileña se hizo justo dos años después. La tercera está mucho más lejos: en Japón. Elemento principal del parque temático Ise-Shima, se inauguró en 1994. Tiene 35 metros cuadrados y fue un precedente muy sólido para la de Altamira. "Su construcción nos ha servido de mucho", subraya Saura. A pesar de su significado y reconocida calidad, la nueva réplica va a mandarlas a todas directamente a la Prehistoria.

La puesta en marcha de este museo ha supuesto una inversión de 3.200 millones de pesetas, de los que 1.400 provienen de la Unión Europea. El resto de las instituciones del Consorcio para Altamira son el Ministerio de Educación y Cultura, el Ministerio de Hacienda, el Gobierno Regional de Cantabria, el Ayuntamiento de Santillana del Mar, la Fundación Botín y la Fundación Endesa.

En cierto momento, vieron que los plazos se les echaban encima. "Entonces decidimos levantarnos a las cinco de la mañana para poder llegar cuanto antes desde nuestra casa de Aravaca a la nave de Ajalvir (ambas en Madrid) en la que trabajábamos. La presión del tiempo ha sido nuestro único agobio, porque el trabajo jamás se convirtió en una obsesión", señala Pedro. Fue un año durísimo. Incansables, se dedicaron a pintar los siete días de la semana, a razón de más de diez horas diarias. "Lo pagaron sobre todo nuestros tres hijos, que no nos vieron el pelo durante todo ese tiempo, pero se portaron de cine", reconoce Matilde.

Las diez toneladas que pesa el rompecabezas ya cuelgan en el techo del nuevo museo. Sus creadores andan estos días afanados en la copia del resto de las piezas que le acompañarán. Son cuatro y representan otros tantos momentos del arte rupestre. La primera, un caballo y un reno dibujados con carbón pertenecientes al periodo magdaleniense (hace 12.000 o 13.000 años), procede del conjunto del Castillo. La segunda es de la Cueva del Pendo, donde en 1997 se descubrió un panel con 20 figuras del solutrense (hace entre 22.000 y 25.000 mil años), y en la que destaca una cierva de toscos trazos.También de este periodo, de la cueva del Chucín, proviene la tercera, con unos ciervos grabados con sílex. La última es de la cueva de la Fuente del Salín: un conjunto de manos pintado en un pilar de piedra que, por sus tamaños, podrían pertenecer a un hombre y a una mujer. Las extremidades se superponen y trazan un círculo en cuyo centro aparece otra mano más pequeña: la de un niño.

Para terminarlas tienen muy poco tiempo, pero tampoco se muestran excesivamente preocupados por ello, quizá por la experiencia acumulada durante este último año de laborioso trabajo. "Si pudimos acabar el techo sin tener que rectificar nada, ahora también podremos hacerlo", dicen convencidos.

> Así pintamos la cueva

"Sanz de Sautuola y el descubrimiento de Altamira", de Benito Madariaga de la Campa. Fundación Marcelino Botín (Santander, 2000). En internet: http://www.ncu.es/nmuseos/altamira


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