Miquel Barceló

Miquel Barceló


SE HA COMPRADO UN cuaderno y un rotulador y llega al tejar cargado de propósitos como un niño de escuela para el verano. Trae también una bolsa del súper con trapos y modelos animales: gorila, león, asno, cangrejo y cabeza de pez muerto, en plástico y en formol. No empieza el verano: la luz inaugura el otoño, pero Miquel Barceló, el mismo niño de todos los años, ha llegado al fin a su isla, Mallorca. Sin nostalgia, habita desde hace 42 años un tiempo indistinto. Lleva, eso sí, una prisa febril por hacer. Pulsión o angustia que arrastra desde la isla negra de Lanzarote donde ha pasado el mes de agosto inventando aguafuertes. Ideas como hormigas horadando en su cabeza, sosiega la espera del momento con un libro abierto. Cuando nos vayamos, Miquel Barceló correrá sobre la arcilla a derramar sus vómitos.

Va a hacer tres años que su hacer recala en esta tejería de Jerony Murtò, dos siglos sin pausa: las mismas tejas, idénticas vasijas, platos hondos de la matanza que Barceló rompe y luego devuelve a la realidad. Animales muertos cuelgan por los muros del caos. La muerte es un tránsito a la vida sobre la arcilla. Hay un agujero junto a los campos de sus padres labriegos, en Felanitx, que conduce al centro de la tierra: es el hueco que deja la arcilla cuando la extraen.

Traen la arcilla hasta la taulera, en Artà, lugar de tiempo indecible. Siguiendo la costa desde el pueblo, se llega a cabo Farrutx, donde las pulsiones del artista comparten granja con 12 burros, 10 vacas, 100 ovejas, tantas gallinas y pavos, y perros, perros muchos. La casa, dos montes y al pie, la barca. Sólo los cerdos, cautivos, aguardan el sacrificio. No es un paraíso animal, es la infancia del de Felanitx: un yo entre sus otros muchos.

Pregunta.-¡En qué se parece la locura a lo que usted hace?

Respuesta.-No creo que se diferencie en nada. Supongo que en la locura hay momentos de mucha lucidez también. Debe de ser muy parecido, pero como hago eso todo el día nunca tengo la suficiente perspectiva. La locura da miedo y el arte angustia mucho. Conozco de cerca el miedo a la locura, es difícil hablar de estas cosas.

P.-Es decir, que se parece sobre todo en la lucidez extrema.

R.-Sí, la lucidez en medio del caos: es necesaria. Me cuesta hablar de esto, se me cierra la boca.

P.-A lo mejor no le interesa desentrañarlo.

R.-No, por la misma razón que no me hago un psicoanálisis: prefiero cultivar mis fantasmas, como crío y mimo a mis burros.

P.-De tal forma que primero sucede la obra, casi inconsciente, y luego viene el sentido, ¡no es así?

R.-Siempre, en mi caso. Claro que no todo es un accidente incontrolable, hay mucho de voluntad y de tenacidad. Los cuadros deben producir ideas, no tienen que ser producto de ellas, aunque en el fondo todos lo sean. Pero lo fascinante de un cuadro es que nunca acabamos de entenderlo: ésa es la medida de su intensidad.

P.-O sea que tampoco nunca la obra está acabada.

R.-Entender y definir no forma parte del arte, es una necesidad de los occidentales de este fin de milenio. El arte tiene otro poder que no es necesariamente racional. A mí me gustan las cosas indecibles, el arte del que poco se puede decir, de ahí esos nombres literales: melón y cuchillo.

P.-¡La palabra pervierte?

R.-El arte no tiene que ser nombrable. El artista es como un medium, ni siquiera es consciente de sus hallazgos: el arte va más allá de lo que uno puede controlar, es un estado de desesperación, un milagro que nunca se repite: no hay sistema.

P.-¡Qué sentido pueden tener por ejemplo las cerámicas que ahora se exponen en la Juan March?

R.-Es arcilla, material esencial con el que Dios moldeó al hombre. ¡Quién fue primero, Eva o Adán? Nunca me acuerdo. Es como un encefalograma finísimo, la arcilla puede cambiar 20 veces de forma en un segundo, me gusta su maleabilidad. Todo el proceso es muy elemental: arcilla, agua, fuego y si acaso tierra negra y blanca. No representan nada más que mis asnos, los cerdos, las mujeres, la muerte, claro, y todo lo que está a mi alrededor. Es un autorretrato, no hay nada muy exótico.

P.-Da ganas de tocarlas. Los niños las tocan cuando el vigilante del museo no mira.

R.-No me extraña, está hecho con las manos, para tocarse. Surgen de formas utilitarias, jarras, aceiteras... del plato de sangre para la matanza nace la misma cabeza del cerdo. No hay nada posmoderno, aquí nunca se han dejado de fabricar estas formas tradicionales, no hay recuperación; ha sobrevivido de forma natural: por pura resistencia.


"Hacer exposiciones es un lujo, un placer, lo que no es agradable es la bronca que conllevan"


P.-Habla como si fuera la arcilla u otro ser ajeno quien creara. ¡Sucede en este proceso como en el viaje, que el lugar no te descubre sino lo que ya llevas dentro?

R.-Eso lo dice Kavafis en Ítaca: los monstruos no aparecen si uno no los lleva dentro. Yo al principio venía aquí con proyectos, dibujos y así, pero me di cuenta de que no servían para nada. Todo empieza a funcionar cuando consigues una intimidad con el material, pero para eso hay que destruir cientos de cosas: después de muchísimos fracasos cada grieta va cogiendo sentido. Por cada pieza que consigo hacer he tirado cien, porque las llevo al límite de la resistencia física, las veo derrumbarse delante de mis ojos, montañas de piezas rotas que luego vamos reciclando. Es un proceso de dar sentido al caos y eso sólo se consigue con una enorme intimidad: hay que convertirse uno mismo en arcilla, o en pintura.

P.-¡Y ese sentido que se consigue, es siempre el diálogo entre la vida y la muerte o hay algo más que interese?

R.-Es el tema universal que está en el fondo de todo. Fatalmente es así: todo se va reduciendo a ello, pero no es una elección deliberada. Yo me di cuenta de que cogía barro y enseguida me salía una calavera del tamaño de mi cabeza. Son cosas que ocurren y que te las explicas después.

P.-Picasso decía que creaba y catalogaba sus piezas para ayudar a la ciencia a entender al hombre. ¡Usted para qué pinta?

R.-No sé por qué hago las cosas, la verdad. Seguramente por muchas razones distintas, no hay una sola que me mueva. Es producto de la necesidad, eso está claro; supongo que con el tiempo llegaré a saberlo.

P.-¡Cuando dice necesidad quiere decir angustia?

R.-Sí, claro, la angustia es el motor: no sé de dónde viene. Todos tenemos angustias. Yo la utilizo para mi trabajo; utilizo todo lo que me rodea. También está la curiosidad.

P.-¡A qué edad empezó a sentir esa angustia?

R.-De niño.

P.-¡Y qué fue lo que hizo?

R.-Empecé a pintar cuando era muy pequeño. Como mi madre pintaba y en casa había óleos y pinceles y telas y libros, enseguida congenié con el espesor de la pintura. No me acuerdo de no estar pintando.

P.-Eso que contaba de Kavafis...

R.-No, lo contabas tú.

P.-No, eso lo dijo usted cuando llegó a África: uno sólo encuentra lo que lleva dentro.

R.-Cuando fui a África no sabía nada del lugar a donde iba. En el desierto reconocí el mundo de mi infancia, me fascinó.

P.-¡Miquel Barceló sigue siendo idéntico a ese niño?

R.-Sí, son los otros quienes ven que uno envejece. Todos los días me alegro muchísimo de no tener que ir a la escuela.

P.-En las cerámicas se intuye bastante de ese olor a infancia: peces muertos en el fondo de una vasija.

R.-Sigue siendo mi vida, no es algo que recuerde con nostalgia, son cosas que vivo y ahora comparto con mis hijos. No son recuerdos de una infancia idílica, que además no lo fue: mi infancia fue más bien difícil. No hay ningún paraíso perdido: sigo pescando muchos pulpos.

P.-Ya sabe que las biografías abrevian y cuentan las vidas como cuentos. La suya por ejemplo parece una madeja de azares: y de repente sobrevino el éxito.

R.-El éxito es siempre una visión exterior. En el taller, lo normal es el fracaso, pero eso no se ve. Éxito se considera vender un cuadro por no sé cuántos millones, pero realmente eso es sólo una cuestión de mercado, no es mérito mío, aunque espero que tenga algo que ver con la calidad de la obra.

P.-¡El azar es determinante?

R.-En cada momento. Hay que saber reconocer en la vida diaria los hallazgos inesperados, hay que tener el ojo entrenado. Las cosas ocurren cuando uno está atento. Es como reconocer en un cuadro una mancha desencadenante del sentido, pero si uno no está ahí pintando, no sucede nada. Yo quiero pensar que las cosas siguen sucediendo incluso cuando no estoy, mi problema es no tener varios yos, uno que viva en Malí, otro en París, otro aquí: tengo la sensación de que cuando llegue a Malí encontraré que mis cuadros se han ido pintando. Ésa es mi ilusión, aunque es un poco esquizo. Siempre he admirado a Pessoa, me parece tentador tener heterónimos. Ahora asocio esos yos con mis talleres.

P.-¡Siempre hay un viaje?

R.-Sí, que descubre otros heterónimos, pero por ahora prefiero no saber demasiado de esto. Piensa que el artista trabaja con su propia vida. El guión se va inventando, no hay proyecto.

P.-Para que ese azar o ese viaje se produzca, ¡es necesaria la crisis?, ¡el orden es estéril?

R.-Soy especialista en vivir en crisis permanente (se ríe); joder. A veces envidio las vidas tranquilas, a esos que riegan las plantas (vuelve a reírse).

P.-¡Qué crisis le trajo aquí, a la alfarería?

R.-Cada 20 de noviembre matamos un cerdo. Hace tres años invité a Jerony, porque había pensado en trabajar con la arcilla de Mallorca y alguien me había hablado de esta alfarería. Al día siguiente empezamos a trabajar, en medio de un frío tremendo.

P.-Los críticos se preguntan qué sentido tiene este regreso a la tierra en esa progresión suya hacia lo orgánico y los orígenes.

R.-Estoy en los orígenes, no los estoy buscando. Pensar que el arte ha avanzado mucho desde Altamira a Cézanne es una pretensión occidental, vana: la pulsión, la necesidad del artista es casi la misma. El formato no tiene mucho interés, lo importante es la intensidad de la obra, el resultado. La modernidad está en el interior, no en el pellejo.

P.-¡Cómo es su relación con la naturaleza cuando está aquí?

R.-Ya ves, vivo en contacto con ella. También en París vivo muy cerca de la naturaleza urbana, tengo una relación fuerte con las cosas que me rodean. Pinto lo que como, todo es muy próximo. Me parece una pulsión muy sensual ver un melón abierto.

P.-¡Cree que la ciudad despersonaliza?

R.-Depende de la actitud de cada uno. A mí me gustan mucho las ciudades grandes, supongo que será porque he nacido en el campo. Me gustan las librerías, los cines, los bares, los coches, la gente. En el campo vivo muy solo, en la ciudad veo más gente, aunque todo sucede en un día y luego me encierro durante meses para trabajar.

P.-¡Su trabajo en el taller de París no es demasiado fácil, frente a lo que sucede aquí o en Malí?

R.-¡Cómo fácil? No, nunca es fácil. Pintar siempre me resulta difícil. Si las cosas salen fácilmente no funcionan. Hombre, es distinto, en París hay taxis y en África voy andando; pero las mayores dificultades ocurren en el cuadro. Yo creo mucho en la necesidad de esfuerzo para lograr algo, y que luego parezca que se ha hecho solo. Aspiro a la ligereza.

P.-¡Incluso en París consigue mantenerse al margen de la presión del mercado, tan competitivo?

R.-No me lleva ningún trabajo, no sufro presiones: cuando tengo algo que quiero enseñar es una suerte poder elegir el lugar. No tengo que cumplir ningún expediente: si dejara de trabajar no expondría.

P.-Por ahí dicen que no le gusta exponer, pero se ve que no es así.

R.-Hacer exposiciones es un lujo, un placer, lo que no es muy agradable es la bronca que conllevan. A las inauguraciones voy por cortesía, y porque el plan Salinger, del que ni tan siquiera hay fotografías, me parece muy trabajoso. No soy Isabel Preysler, más o menos voy pasando, nadie me persigue por la calle.

P.-A la retrospectiva del Reina Sofía le han llamado antológica, ¡eso no suena a homenaje, a muerto?

R.-Un poco, pero ¡qué diferencia hay? Nunca he entendido bien cómo funciona esta terminología. Son 300 dibujos en papel, desde el 79 al 89, desde los 17 años hasta hoy, y aunque contar por décadas me parece muy profesoral, evidentemente tiene una ambición en el tiempo, es un privilegio. El papel no me parece menor que la pintura sobre tela, yo no hago jerarquías de valor.

P.-¡Qué pasaría si un día perdiera la vergüenza frente a sus obras?

R.-Sería raro, me parece tan lejano. Supongo que habría dejado de interesarme completamente. No sé lo que haría porque no tengo alternativas, no estoy muy seguro de nada.

LA OBRA DE UN SOLITARIO

Miquel Barceló es el más cotizado y exportable de nuestros pintores jóvenes.

Hasta hace bien poco un gran número de jóvenes españoles soñaban con llegar a ser un día como el pintor mallorquín Miquel Barceló. La euforia aún reinaba entre los vendedores de arte y los especuladores habían conseguido hinchar las cotizaciones de las obras de los jóvenes artistas. Se creía en la irreversible ascensión de los precios y que habría dulces para todos y para siempre.

El ejemplo de Barceló, de su carrera meteórica que en escaso pero contundente tiempo le había concedido no sólo amplia riqueza y fama (algo fundamental para el narcisismo neoliberal del fin de siglo) sino también una suerte de rocambolesca leyenda romántica de viajero en África (un ingrediente adicional que condimenta siempre el áureo confort de cualquier triunfador), fascinó por igual a los aspirantes al éxito como a los asombrados espectadores del fenómeno. Era la primera vez que un artista español muy joven obtenía un fulgurante reconocimiento internacional y era lanzado como una verdadera estrella del rock al centro mismo de los mercados artísticos, ávidos de novedad y necesitados de productivas inversiones.

En la obra de Barceló se condensaba esa frescura centelleante del sur, esa luz mediterránea que transmitían los grandes maestros españoles: Pablo Picasso y Joan Miró. Pero además no era para nada impermeable a la vigorosa tradición neoexpresionista que heredamos de la mejor pintura de Alemania, unido todo a un sentimiento hedonista hacia la naturaleza y el gozo del hombre, una combinación bastante perfecta como para conformar el híbrido gusto europeo del momento y con muy buenas posibilidades de exportarla a los coleccionistas de Estados Unidos, sobresaturados ya de tanta gélida instalación posmoderna y neodadaísmo pretencioso.

Nacido en el pueblo artesano de Felanitx en 1957, nuestro héroe estudió apenas durante dos años en la Escuela de Artes Decorativas de Palma y sólo uno en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona. Pronto comenzaría a exponer en el Museo de Palma y en galerías comerciales mallorquinas, para dar enseguida el gran salto a Barcelona y Madrid en los primeros años de la década del 80, y al calor de una nueva "reinvención" de la pintura. Al cumplir los 25 años consigue exponer con éxito en París (en una galería de la importancia de Yvon Lambert) y un año después recibe la bendición del galerista suizo Bruno Bischofberger, que será su auténtico descubridor en Europa. En 1986 tendrá en el legendario Leo Castelli, fallecido este verano en Nueva York, su gran embajador al otro lado del océano. Su galerista madrileña, a partir de esta década, será siempre Soledad Lorenzo, y su vida y su trabajo se repartirá entre sus casas y talleres de Mallorca, París y Malí.

¡Cuál es el secreto de ese éxito tan rotundo? Una pregunta de respuestas múltiples y contradictorias. Está el azar de encontrarse con un joven talentoso que estaba en el lugar adecuado en el momento preciso y está también la necesidad de descubrir una pintura que sea reconocible por el gran público y a la vez tenga una calidad suficiente para que permita su aceptación por los llamados "expertos".

Barceló no sale evidentemente de la nada. Tiene unos maestros cercanos como el pintor alemán Anselm Kiefer -que es 12 años mayor que él y al que le une ciertos tics técnicos aunque difieren temáticamente-, y juega con maestría las cartas de la autorreferencia y la autoalimentación. "Su pasión por la literatura" es usada como una exégesis de su obra y él mismo es autor de dietarios que a veces usa de prólogos a sus catálogos, en los que suele eludir los clásicos artículos didácticos de los críticos. Ha cultivado una imagen de hombre solitario, que no llega nunca al atormentado ni al malditismo, modelos pasados de moda, pero sí a cierto misterio alrededor de una vida en la que hay riesgo y aventura.

Ahora el Museo Reina Sofía de Madrid abre las puertas de una exposición en la que se mostrará una selección de su obra sobre papel, una forma de darle esa confirmación que todo artista triunfador quiere recibir en su tierra, aunque tenga ya muchas pruebas de estima en otros países como la individual que en 1996 le dedicó el Jeu de Paume y el Museo Georges Pompidou de París.


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