173 Motor & Viajes
sábado, 11 de noviembre de 2000
viajes
TIERRA HISPANICA
 
       
Un mes viajando hacia el sur, desde estados unidos hasta méxico df. miles de imágenes se agolpan a los lados de la carretera, las curiosas historias que nos cuentan los lugareños se enredan y forman una madeja inextricable

HACIA MEXICO
El niño-perro

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PELAYO CARDELÚS

Una mujer gorda y pálida conduce su Chevrolet por una autopista de cinco carriles; gira a la derecha, cruza el pueblo de Goliad (Texas) y avanza una milla. A un lado se yergue la Misión Nuestra Señora del Espíritu Santo de Zúñiga, hogar inhóspito de un Cristo que llora sangre y bebe un dolor de espinas y olvido. La mujer no mira esa iglesia centenaria donde suena el eco de la Historia. La historia de Texas, de Arizona, de California y Nuevo México, de Colorado, de medio EEUU, para qué conocerla. Pasa de largo, camino de un almacén que vende ropa y hamburguesas.
Pero en Texas, además de mujeres gordas, hay una población creciente de hispanos que habla inglés porque tiene que ganarse el pan, y el pan no se dice pan sino bread. El español, idioma perseverante, se cuela como sin querer en la lengua inglesa. Un ejemplo, la lavandería, cuyo nombre, usado por todo el mundo y escrito en los establecimientos, es washatería.
Cruzamos el río Bravo por la ciudad de Reynosa. Un atasco de camiones, la confusión propia de las áreas fronterizas, una señal caída, un semáforo que no se respeta. Estamos en México. La conducción se hace agresiva, violenta; nos atraviesan miradas oblicuas, perezosas y enérgicas. Casas malas, taquerías, tortillerías, cantinas, perros vagabundos. Una brisa árida nos dice que la raya del horizonte se ha extendido, que pisamos una tierra inabarcable, que el alma mexicana se mira o se escucha pero difícilmente llega a comprenderse.
Pasamos por el estado de Zacatecas –llanuras de monte ralo con fondo de sierra– desenredando los ojos de entre los brazos nérvidos de las palmeras. Esas palmeras mexicanas que se retuercen angustiadas, quieren una gota de agua y exprimen un jugo de sol. Delante nuestro, en mitad de una recta interminable, se para un autobús de colegio y desciende una niña de cabello negro y vestido blanco. El autobús se va y la niña se nos queda mirando. Qué pensará esta niña mexicana. Ha caminado al alba desde su pueblecito a la carretera, ha escuchado el silencio de su patria, la llamada de una tierra que nunca la abandonará; ha montado en el autobús del colegio, saludado a sus amigas, esquivado la mirada de ese chico mayor que un día le arrancará las prendas en el establo; ha rezado un padrenuestro en la curva donde murió su padre, señalada con una cruz y unas flores secas; ha aprendido a leer la pe con la e, a sumar tres más dos, a inventar una historia para que sus amigas la admiren. Ha vivido un día cualquiera, y ahora, cuando un sol de miel encendida refleja en sus ojos, ve pasar frente a ella un coche blanco empapelado de adhesivos. Qué pensará esta niña de nosotros. Acaso nos desprecie, tan llamativos, tan veloces, tan fascinados con esa tierra viril que ella alimenta.
Es domingo cuando visitamos el Zócalo del DF, plaza inmensa donde agoniza la catedral inclinada. En medio un payaso de ojos tristes hace reír a la concurrencia; junto al Palacio Nacional, una fila de santeros estrangula los malos espíritus de quienes, crédulos o curiosos, deciden soltar unas monedas. Frente a la catedral, mano huesuda y mendicante, una india tez cobriza apoya la espalda en una rima de sacos sucios. A escasos metros, su hijo, niño astroso en cuyo rostro se dibujan churretones de mocos, juega con unos perros. Camina a cuatro patas, sin apoyar las rodillas en el suelo, imitando ese trote erguido de sus hermanos los perros. Al rato se levanta la madre y da de comer a los animales y a su hijo canino. Los perros se revuelven unos sobre otros, se persiguen y miran, corren por la plaza y tornan junto a su madre, que estira de nuevo la mano huesuda arañando las sobras de la caridad. Su hijo persigue a los perros, los imita en su mirar hambriento, en su penoso gateo sin apoyar las rodillas.
De la catedral escapa un rumor de salmos y padrenuestros. Se celebra una misa y no cabe un alma en los bancos. El pueblo mexicano, racialmente devoto, mira al Cristo y lo quiere desclavar de la cruz, sentarlo en una silla de oro y adorarlo como al dios Quetzalcóatl; el pueblo mexicano mira al Cristo y le ruega por ese hijo que murió, reyerta de bandas y clanes. El ruego es denso, directo, y huye de la iglesia como una columna de humo buscando el cielo azul. Por un lateral del Zócalo pasa un coche de cristales ahumados, detrás otro, y otro, custodia de algún empresario o de algún miembro del Gobierno. El niño-perro, descalzo y harapiento, sigue jugando con sus hermanos.

 


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