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sábado, 25 de enero de 1997
gente

Sus enemigos le tachan de elitista, arrogante y paranoico
Se asegura que es capaz de sentir más afecto por una correa de transmisión que por sus 100.000 empleados
Tiene doce hijos repartidos entre tres mujeres.

FERDINAND PIECH
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GEMMA CASADEVALL

Si algo le sobra a Ferdinand Piëch es pedigrí. Su abuelo fue nada menos que Ferdinand Porsche, el hombre que en 1934 inventó, por encargo directo de Hitler, el popular Escarabajo. "El coche del pueblo" (volkswagen en alemán), el vehículo que revolucionó la automoción mundial y uno de los más vendidos de la historia. Hoy, y a pesar de una escisión familiar entre los Porsche y los Piëch, el nieto del pionero sigue con un pie en cada marca. Se sienta en el consejo de dirección de Porsche y es el señor absoluto del mayor consorcio automovilístico de Europa, Volkswagen.
 

Maliciosamente se asegura que es capaz de sentir más afecto por una correa de transmisión que por los 100.000 empleados de su plantilla. Sus enemigos le tachan de elitista, arrogante y paranoico. El parece complacerse alimentando ambas áureas y cuidando hasta la exquisitez el acento de su Austria natal; arrastrando cada una de sus frases hasta extremos irritantes y escrutando con sibilina mirada en busca del peligro oculto. Sea éste el enemigo interior o la aviesa competencia.
Ferdinand Piëch nació en Viena en 1937 y desde entonces parece no haber hecho nada más que fabricar o mandar que se fabricasen los más hermosos, rápidos, económicos o, en los últimos tiempos, ecológicos automóviles del mercado. Empezó a hacerlo en 1963 desde la empresa familiar que creó al final de la Segunda Guerra Mundial el hijo mayor (de sobrenombre Ferry) del abuelo Ferdi-nand. No había alcanzado aún los treinta años cuando el comité de empresa y la cúpula directiva de Porsche le marcaron ya con la etiqueta de peligroso. Para muchos de ellos representaba al hijo de papá sin corazón. Para los demás, un verdadero peligro a combatir.
Harto del bloqueo al que se veía sometido en Porsche, optó por abrazar al enemigo: Daimler Benz, coloso industrial para el que desarrolló con éxito el motor diesel de cinco cilindros. De ahí saltó hasta Audi. Corría el año 1972, Volkswa-gen estaba ya pensando en dejar de producir su Escarabajo y tenía en cartera el diseño del modelo destinado a sucederle, el Golf. Ferdinand Piëch escaló posiciones desde el departamento de desarrollo hasta lo más alto de la marca, la dirección general. Con él a los mandos, Audi salió del ostracismo en el que vivía. Dejó de ser la "otra marca germana" y convirtió a su modelo 100 en "Coche del Año en Europa".

A partir de ahí, y a pesar de la oposición interna, la matriz Volkswagen no tuvo más remedio que rendirse al efecto Piëch. A principios de los ochenta y con Carl H. Hahn en la presidencia del consorcio, Volkswagen se lanzó a la expansión. Se convirtió en propietario mayoritario de Seat en 1986, se abrió al mercado chino en 1990, y un año más tarde adquirió la compañía checa Skoda. Piëch, entretanto, había sacado de Audi el mejor rendimiento de su historia.
De nada sirvieron los negros titulares sacando a colación de nuevo las turbulencias familiares que contribuyeron a situar a los bonitos deportivos de Porsche al borde de la ruina económica. Se llegó a hablar incluso de su pérdida de independencia en favor de otra gran marca alemana, pero Ferdinand Piëch se negó en redondo enfrentándose a la opinión de algunos de sus parientes. Porsche debería seguir siendo una marca independiente. Esa fue su sentencia. Con la gran crisis de 1992, y coincidiendo con el fin de la era Hahn, llegó el gran momento de Piech.
Ya entonces se sabía que el presidente de Volkswagen iba a ceder su cargo en enero de 1993. El consorcio había pasado en sólo un año de los 95.000 millones de pesetas de beneficios a los 12.500 millones de números rojos. Todo atribuible, decían los más entendidos en la materia, a la gran debacle internacional por la que estaba pasando el sector.
Con o sin crisis internacional, estaba claro que Volkswagen necesitaba mano dura en la toma de decisiones. Y en eso llegó Ferdinand. Fue tachado de "dictador" por la prensa alemana, que pronosticó que pasaría por encima de cualquier comité de empresa en aras de la rentabilidad de su compañía.
Piëch desbancó sin dificultades a su blando contracandidato, Daniel Goeude-vert. En enero de 1993 estaba ya en la presidencia del consorcio. Su consigna y obsesión era reducir costes y optimizar la producción. Pero para conseguirlo le faltaba aún una pieza. Se llamaba José Ignacio López de Arriortúa, era español y trabajaba en esos momentos para el enemigo, General Motors. No importaba. Se le buscaría allí donde estuviera.
De Ferdinand Piëch se sabe que se ha casado por dos veces y que tiene un total de doce hijos repartidos entre tres mujeres. También que es hombre de acusada timidez y pocos amigos que está tan centrado en sus ocupaciones profesionales que prácticamente no tiene un sólo minuto libre para su solaz. El poco tiempo de que dispone lo aprovecha casi siempre en llevar a cabo fugaces escapadas a la mansión que posee en Canarias.
Sin embargo, ninguna relación parece haberle marcado tanto como la que mantuvo, contra viento y marea, con Superlópez. Con él sorteó el annus horribilis de 1993, plantó cara a la crisis sorpresa de Seat, sometió a la plantilla en Alemania a una revolución denominada "semana de cuatro jornadas", impulsó un visionario programa llamado "proceso de optimización continuada de la producción" y rescató a Volkswagen de los números rojos en sólo dos años para devolverlo al terreno de los récords.

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