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sábado, 15 de Marzo de 1997
viajes

ZAMORA. En medio de las soledades de la frontera zamorana con Portugal, un pueblo de apenas 200 habitantes celebra el Santo Entierro del Viernes Santo con la más inquietante de las procesiones españolas. Bajo la cruda luz del páramo empobrecido, ascienden un áspero camino hombres solos, descalzos, cargados de cirios y cadenas. Los blancos sudarios de los hombres de Bercianos han sido cosidos por sus mujeres y los acompañarán a la tumba

Sudarios de penitencia en el Aliste
Con las mortajas se escenifica la pobreza y la muerte. Algunos penitentes van descalzos o arrastran cadenas de los tobillos. La zona alberga casi un centenar de núcleos poblados
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Jesus Torbado

La procesión producía mucho respeto y no menos espanto. En ningún rincón de Europa podían verse aquellos hombres disfrazados de fantasmas, amortajados en vida, a cuestas con su cristo de madera en el ataúd para transportarlo en el Santo Entierro. Camino arriba, reconcentrados, severos, cantando con ruda armonía sus misereres tradicionales hasta que giraban alrededor de las cruces. Cuando se encapotaba el cielo de marzo, cuando el viento soplaba por la áspera llanura o arreciaban las lluvias, el desfile de mortajas de Bercianos de Aliste era quizá la mejor escenografía de la pobreza y de la muerte. Conviene advertir al viajero que la estampa no es la misma hoy. Desde el amanecer del Viernes Santo, 10 horas antes de que comience la ceremonia, ocupa el pueblo una nutrida patrulla de la Guardia Civil para organizar el tráfico y el difícil estacionamiento en eras y prados, incluso de grandes autobuses que llegan desde muy lejos. Probablemente es el único día en todo el año en que los guardias visitan pueblo tan apacible y discreto.

El rito de la bebida.

Se organiza una algarabía excesiva, qué se le va a hacer.

Un cristo de madera en su ataud encabeza el Santo Entierro
Corren las multitudes de un lado a otro, se apelotonan los coches, a los dos modestos bares del pueblo, el Panaper, en la parte de abajo y con el único teléfono del pueblo, y el Jardín, en la de arriba, les resulta materialmente imposible distribuir todas las bebidas que se demandan. Y algún bocata, que otra cosa no hay allí. A eso de las cuatro de la tarde, cuando los cofrades empiezan a desclavar el cristo articulado frente a la iglesia, vestidos ya con sus mortajas y sus capas, el público trepa a los tejadillos, anda a codazos por las estrechas calles, habla demasiado alto y termina estropeándolo todo. Los paisanos se quejan con razón de que les estropean las cubiertas de sus cuadras y tapiales. También su antiguo fervor. Las mujeres y las novias han sacado de entre el alcanfor de los arcones familiares las blanquísimas túnicas que tradicionalmente cosen para sus compañeros de vida, incluso con delicados encajes y puntillas. Serán también su mortaja cuando mueran. Largas hasta los pies, hermosas, coronadas por una especie de casco que envuelve amorosamente la cabeza. Los hombres viudos, más viejos por lo general, se echan encima una muy espesa capa gris o negra de piel de cabra. Contra el frío y la lluvia. Quizá también contra la soledad eterna. Cantan, el cura al frente, mientras bajan el cristo y organizan la procesión. Luego, en dos filas, toman un camino de tierra, rumbo noroeste, sin dejar de cantar. A menos de un kilómetro, cuesta arriba, está el crucero donde darán la vuelta. Pero en estos tiempos el camino está escoltado de curiosos de toda condición: verdaderos devotos algunos, la mayoría meros turistas, pero también antropólogos de universidades lejanas, gentes con artefactos de vídeo doméstico y profesional, con grabadoras de sonidos, con cámaras de fotos y toda la impedimenta de una vacación rápida. Los penitentes, algunos de los cuales van descalzos o arrastrando cadenas de los tobillos, pierden sin remedio la devota compostura y quieren quedar bien para el espectáculo; algunos incluso ponen gestos de televisión o elevan en exceso la voz para que se les distinga de entre sus cofrades. Fama para un día. Pero muchos continúan en lo suyo, en su recogimiento religioso, detrás de la urna, con el cirio en la mano e indiferentes a la incomodidad y al bullicio, como seguramente manda Dios que se hagan estas antiguas penitencias.

Vida interior.

Más tarde, cuando el crepúsculo da su primer lengüetazo, cada mochuelo de la muchedumbre vuelve a su olivo. Sin pasear siquiera y ver este pueblecillo tan armonioso e íntimo, apenas recostado sobre el río Aliste, en el que sólo viven 200 personas cuando no es Semana Santa (llegan al menos otros tantos para la procesión del Viernes). Y que ni siquiera es sede de ayuntamiento. Humean las chimeneas de barro erizadas sobre los tejados rojos y deslavados. Hierve la vida en el interior de las casas bajas, razonablemente organizadas. Por las calles limpias cruzan los penitentes sin disfraz, al quehacer de sus visitas sociales. Es la misma estampa, sin procesión tan inquietante, de la mayor parte de los pueblos del Campo de Aliste, el que tiene por el norte la sierra de la Culebra -la más meridional de las montañas zamorano-leonesas-, al sur la comarca de Sayago, al este la Tierra del Pan y al oeste Portugal, tras la raya del río Manzanas. Tierras llanas y pobres, entre las más desheredadas de España, de las que ningún gobierno se ha ocupado; "tierra brava", le dicen, punteada de robles, abultada de granitos, adornada de vallas de piedras para recoger al ganado. Tierras medio vacías (pese al casi centenar de núcleos poblados que alberga), bucólicas, calladas y muy bellas. Todavía los burros alegran el limpio paisaje, la gente da los buenos días al forastero, sueltan los hornos perfumes a pan y los ríos no son un basurero. Casi sin remedio, y porque desde luego vale la pena, hay que parar y detenerse en Alcañices, que viene a ser la capital de la comarca. Tiene poco más de un millar de habitantes y recoge todas las comodidades posibles del territorio y la mayor parte de su riqueza monumental. Allí los viejos han sido albergados en el antiguo palacio de los marqueses, muy remozado; también la iglesia ha sido restaurada y conserva su fachada del románico tardío y algunos elementos góticos. La actual Torre del Reloj es un cubo de la antigua muralla medieval tras de la cual los templarios -de los que resta asimismo una ermita- defendieron del muslime, y desde 1210, esta pobre tierra.


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