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sábado, 24 de Mayo de 1997
un coche / un viaje

Andrés Aberasturi, cuando era niño. En el Seat 600 de su tío Antonio hizo su primer viaje, a Alicante.

 

SEAT 600
ALICANTE

 

 

ANDRES ABERASTURI

He llegado al convencimiento de que yo soy yo y mis tíos y tías. Casi tan importante como mi condición de hijo, ha sido para mí la de sobrino. Mis tías -Emilia, Amelia, Carmen, Rosario y Marijuana- se encargaron de llenar mi vida de cariños y saberes -sobre todo mi tía Emilia- y mis tíos aportaron cada uno su granito de arena: mi tío Tono puso su genialidad y el dandismo, mi tío Paco el método, el tío Serafín su uniforme de capitán de petrolero, el tío José su sotana y sobre todo su manteo, mi tío Jaime la piscina, cuando en este país no tenía piscina ni Franco, el tío León -del que sólo supe por referencias- la aventura, y mi tío Antonio su coche cuando se concedían y te daban fecha y hora y uno lo iba a recoger a la Seat de Castellana con toda la familia. Cierto que también el tío Jaime tenía coche, un Renault 4/4, y cierto que nos llevaba de vez en cuando a Barajas a ver los aviones, pero el viaje por antonomasia lo hice en el 600 de mi tío Antonio.

El tío Antonio era un murciano entrañable al que nunca vi enfadado. Había puesto una gestoría que no fue del todo bien y de esa frustración gestora, al hombre le dio por contabilizarlo todo y apuntarlo en una agenda: sabía perfectamente cuándo y dónde había hecho el cambio de aceite de su 600, todos los cambios de aceite desde que se lo compró, cuántos kilómetros había recorrido, el nivel de desgaste de las ruedas, la distancia que había entre la Puerta de Alcalá y el Mercado de la Cebada -un suponer- o a cuánto le salía en pesetas los 10 kilómetros recorridos. El era así como otros son de otra manera. Era aficionado a los toros, pinturero y tomaba vino blanco en las comidas. A veces nos regalaba a los cuatro hermanos un billete de 100 pesetas recién salido del Banco de España.

Pues con mi tío Antonio y su 600 me fui una mañana acompañado por mis padres camino de Alicante. No fue sólo mi primer viaje en coche, sino la primera vez que veía el mar. A la salida de Madrid rezamos un Padrenuestro a San Cristóbal y a mí me dijeron que hiciera pis, pero no tenía ganas.

Que mi tío Antonio no era un piloto suicida resultaba previsible incluso para un niño como era yo. Por eso me extrañó que a la altura del Cerro de los Angeles -lugar muy venerado entonces y que estaba mucho más allá que las afueras- comentara mi tío que iba a intentar batir su propio récord en esos 400 kilómetros largos que separaban Madrid de Alicante. La carretera resultaba estrecha, tenía baches y, después de pasar Aranjuez, una cuesta con la que el 600 apenas sí podía. Luego venía La Mancha, tan propia ella, tan de Azorín, tan lisa y fuerte. Mi tío Antonio decía que las carreteras de La Mancha "se tiraban de campanario a campanario", y la verdad es que lo primero que emergía por el horizonte justo frente al morro del 600 -suponiendo que se pudiera llamar morro al maletero del 600- era la torre de la iglesia del siguiente pueblo.

Mi madre me explicaba que en Ocaña había un penal; mi padre que en Chinchilla había un polvorín; mi tío anunció que pararíamos en La Roda a reponer el agua del coche y yo participé asegurando que Alcázar de San Juan era un importante nudo ferroviario.

Cuando llegamos a La Roda le pregunté a mi tío qué tal iba lo del récord. Me dijo que bien, que llevábamos una buena media, que la última vez había tardado 10 horas y 32 minutos y que esperaba esta vez llegar a las 11 horas. Eso me tranquilizó y hasta es posible que me llenara de un cierto orgullo por considerarme copiloto en un récord que se iba a batir, pero al revés. Mi tío era así. El se subía al coche y el que quisiera seguirle ya sabía a lo que se exponía. No pasaba de 50 por hora -velocidad magnífica según él porque controlabas el automóvil, veías el paisaje y gastabas poquísima gasolina- y no contento con eso, se paraba cada dos por tres. Las paradas se dividían en dos: las campestres o físicas, en el arcén de la misma carretera, las hacía "para estirar las piernas y liberar la columna vertebral, incluidas las cervicales". En las paradas urbanas se trataba de aligerar la vejiga y ya de paso echar una alegría al estómago y una parrafada con los del lugar. Cada vez que veía en la cuneta la correa rota de un ventilador, comentaba con sorna: "Uno que tenía prisa".

Llegamos a Alicante en la atardecida y con 10 minutos de adelanto sobre las previstas 11 horas de viaje. A mí me dolía casi todo y me había salido un lobanillo en la nuca. Cuando mi madre me enseñó el mar, esperó en vano una reacción mía. Me quedé mirando aquella masa de agua.

- Bueno, ¿qué te parece? -preguntó mi madre.

- Muy amplio.

- Hijo, por Dios, qué pedante has salido...

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