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sábado, 6 de septiembre de 1997
un coche / un viaje

Hace 10 años, José Manuel Fajardo (en la imagen, en Casablanca) fue enviado por una revista a realizar un reportaje sobre la presencia cultural española en Marruecos, país que recorrió en un Renault 4-L con Luis Rubio, autor de la fotografía.

José Manuel Fajardo
RENAULT 4-L
MARRUECOS

He amado tanto y desde hace tantos años el norte, sin ser de allí, que he terminado por obsesionarme con el sur como haría cualquier otro buen norteño. Siempre me han fascinado el Caribe, las selvas amazónicas, la sabana africana y la lejanísima isla de Nueva Guinea-Papúa, cuyos verdor, exhuberancia y humedad sofocante se me antojan paradigmas de la aventura y de lo otro. Pero el sur comienza mucho más cerca y hacia una de las tierras de ese sur próximo, aunque no menos ajeno para mí entonces, se encaminaron mis pasos a la primera ocasión: Marruecos.

Hace 10 años, la revista para la que trabajaba me envió, junto a mi amigo Luis Rubio, que era fotógrafo, a realizar un reportaje sobre la presencia cultural española en Marruecos. Visitamos colegios e institutos españoles en diversas ciudades marroquíes e hicimos un montón de entrevistas. De todo quedó constancia en su debido reportaje y poco más hay que decir. Trabajo hecho. Pero el viaje real, el que se incorporó a mi vida, fue, tal y como suele suceder con los viajes, muy distinto del planeado.

Alquilamos en Tánger un Renault 4-L blanco que me trajo a la memoria el que había tenido mi padre durante años y en el que estuve a punto de morir en el puerto de Despeñaperros una noche de mi infancia en que el cielo, reventado de estrellas, amenazaba con desplomarse sobre nuestras cabezas. Pero muy pronto el auto disipó mi desconfianza. Su corpachón antiguo y mazacote parecía indiferente al calor y a los embites de las carreteras marroquíes. Con él nos lanzamos al sur en lo que, ya desde el principio, empezó a tomar aires más propios de exploración antropológica que de reportaje periodístico.

Primero fueron el Gran Teatro Cervantes y la plaza de toros de Tánger, esta última reconvertida en lunática vivienda de cuyas ventanas colgaban ropas colorineras. Después, la patética imagen del cementerio español de Larache: un montón de lápidas destrozadas alineadas frente al mar, entre las que triscaban las ovejas. Conforme el objeto de nuestra búsqueda se tornaba más quimérico -a esas alturas ya habíamos concluido que la presencia cultural española sólo la salvaguardaba TVE con sus retransmisiones de los partidos del Real Madrid y del Barça- se fue apoderando de mí la sensación inesperada de estar viviendo algo ya visto. Por todas partes había señales premonitorias de reencuentro. La confianza con que me adentré en la medina de Tetuán, en plena noche y pese a la intranquilidad de Luis. Las descaradas sonrisas de las muchachas por las calles, motivo de inicial desconcierto hasta que decidimos achacarlas a la admiración por nuestras barbas, que son símbolo de respeto y distinción en la sociedad magrebí. Los ecos históricos, como el letrero que rezaba en medio de los campos ocres un nombre legendario: Ksar-el-Kebir, el Alcazarquivir de la batalla de los Tres Reyes...

Por fin, llegamos a Fez, en cuya medina nos esperaba el llamado Barrio de los Andaluces, una explosión de color, aromas y hedores, hombres y animales, que palpita, hormiguea o se adormece según un pulso antiguo y obstinado que, comprendí repentinamente, era el mismo que latía en mis venas. En aquel barrio populoso y hermético me encontré de pronto como en casa, y la visión del recoleto patio de una de sus universidades coránicas, que reproducía la filigrana de la Alhambra y mostraba hasta qué punto el nombre del barrio era adecuado, me hizo recordar que yo había nacido en Granada y sentirme verdaderamente granadino por primera vez en mi vida.

Cuando regresábamos a España, hacia ese norte donde terminaría por instalarme años después, lo hacía llevándome el sur en el corazón, como en la noche de los tiempos se llevaron los hombres el tesoro del fuego hasta sus refugios. Lo que ignoraba en ese momento, porque la memoria de las familias a veces es tardía cuando no interesadamente olvidadiza, es que regresaba de la tierra de origen de mi bisabuelo.

José Manuel Fajardo es autor, entre otros títulos, de Carta del fin del mundo.


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