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sábado, 13 de diciembre de 1997
un coche / un viaje

Ruiz Cabestany tuvo una increíble experiencia con un Ibiza.

Pello Ruiz Cabestany
SEAT IBIZA
SUIZA
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El coche se había amotinado. Durante un buen rato estuve haciendo enormes esfuerzos por devolverlo al orden. Volantazo a un lado, pequeño toque al freno, volantazo al otro lado... pero la inercia, la pendiente y esa ligera capa de nieve que cubría otra más compacta, se habían adueñado del coche. En un instante, una espesa nube blanca envolvió nuestro pequeño Seat Ibiza plateado, y nuestra incierta marcha fue interrumpida bruscamente. Nos habíamos empotrado contra un muro de nieve acumulada en los bordes de la carretera que baja desde la estación francesa de esquí de fondo del Jura, hasta la ciudad suiza de Nyon, a orillas del lago Leman. Valentín y yo nos quedamos un buen rato inmóviles, en silencio. Tras tomar consciencia de nuestra integridad física y de la del propio vehículo, dimos rienda suelta a una contenida, nerviosa y cómplice risita, y nos pusimos manos a la obra. Con calma, pero sabedores de que nos esperaba la presentación del equipo ciclista en el que íbamos a correr al año siguiente.

- Te parecerá bonito, ¿no? Irías sin cadenas bajando un puerto en medio de una nevada y, me imagino, sin una prudente velocidad. Encima, os la pegáis y os hace gracia.

- Ahora ya siempre me coloco el cinturón de seguridad e intento conducir con prudencia, pero ya sabes que a ciertas edades...

- A ti la edad sólo te influye en el modo de tus trastornos.

- Como quieras, pero con 18 años no eres consciente de tus pasadas. Cuando me examiné del carné de conducir, mi experiencia en el manejo de los coches era considerable. Ya había hecho mis pinitos en el 600 de mi madre. Porque mi madre tenía coche porque trabajaba, que en esos tiempos era un gran mérito, sobre todo con siete hijos.

- Qué bien, que buena es tu mamá, pero sigue contándome lo de los coches.

- Después del 600, tuvo un Dos Caballos amarillo chillón. Cuando le empezó a fallar el Dosca le regalé el Ibiza, que me había dado el equipo Seat-Orbea donde corría.

- Qué bien, qué bueno tú también, pero sigue, sigue...

- También hice pruebas con el 4 latas de mi hermano y con otro coche que tuvo, un viejo Seat 850 coupé, al que se llamaba en la época el coche condón, porque, decían, siempre iba un pijo dentro.

- Qué gracioso. Me imagino que, tras tantas fechorías, te sacarías el carné a la primera.

- Qué menos. Lo que no sabía es que el destino me haría pasar media vida viajando en coche, y la otra mitad montado en bicicleta. Y la forma de conducir en el mundo del ciclismo es bastante brusca. Sobre todo la conducción en plena carrera.

- Por eso hiciste esa gamberrada con tu Ibiza, porque querías emular a los directores en una carrera, ¿no?

- No precisamente. Habíamos pasado dos semanas en ese macizo montañoso realizando nuestro entrenamiento invernal. El día de nuestra vuelta a casa coincidió con una gran nevada. El camino más corto nos llevaba por Suiza para poder tomar la autopista directa hasta el Mediterráneo. Así que iniciamos la bajada, sin tráfico y con enormes muros de nieve a ambos lados de la carretera. Y con el ingrediente morboso de estar en un país tan civilizado.

- ¿Qué morbo?

- Nada, déjalo. Valentín, mi compañero de viaje y de equipo, era de poco hablar. Pero con sus silencios lo decía todo. Ante semejante panorama que se ofrecía a nuestro niño profundo, no pudimos evitar intercambiarnos una mirada cómplice, acompañada de una mueca en forma de traviesa sonrisa. Y pasó lo que he contado antes. Al poco rato apareció el quitanieves con su parpadeante lucecita anaranjada, del que se bajó un enorme señor, con un bigote en proporción directa a su corpulencia, que insistía en que tal penetración en el muro de nieve era debida a una inadecuada velocidad. Nosotros insistimos en que no entendíamos cómo podía haberse incrustado el coche de esa manera. Nuestras palabras de extrañeza iban acompañadas de una pretendida cara angelical.

- Ya os costaría interpretar ese papel...

- Dio la impresión de creernos, aunque, cuando se despidió aconsejándonos prudencia, se retorcía el mostacho de una manera extraña...

- Os veríais reflejados en los pelos de su bigote.

- Algo así. Pero esa imagen se diluyó al poco rato al encontrarnos de nuevo frente a esa inmaculada pista. El niño travieso se nos subió a la chepa y volvimos a repetir lo mismo con más intensidad. Un par de kilómetros después, lo inevitable sucedió, sólo que más atenuado. Lo que sí cambió fue nuestra reacción. En décimas de segundo saltamos como resortes del coche y nos pusimos a escarbar frenéticamente la nieve alrededor del resignado Ibiza. La imagen de los retorcidos pelos del bigote del gigante suizo volvió a nuestra mente en forma de cubo de agua fría. En un tiempo récord, volvimos a poner el coche en condiciones. Ya en marcha, y cuando veía por el retrovisor el reflejo de una intermitente luz anaranjada, nos prometimos comportarnos como buenos ciudadanos. Como suizos.


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