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sábado, 21 de febrero de 1998
un coche / un viaje

Armado de paciencia y con un pitillo en la mano derecha, Mariano Antolín Rato hace autostop en un cruce. La foto es de 1961.

MARIANO ANTOLIN RATO
AUTOSTOP
ROMA-BARCELONA
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Al parecer, los conductores circulan mecánicamente. Se suben a un coche y se aíslan de todo, incluso del tráfico. Y al llegar a su destino, suelen haber olvidado las circunstancias del trayecto, limitándose a recordar lo que les pasaba antes de arrancar o a hacer planes para después de aparcar.

A mí me pasó algo parecido. Y eso que no conducía. Me limitaba a ir de prestado con quien me quisiera subir, y a darle conversación; obligación, consideraba entonces yo, de todo autostopista. Y así, durante aquel trayecto de Roma a Barcelona, pensé sobre todo en por qué me marchaba y en lo que me esperaba a la llegada. Sin dejar de tener en cuenta, supongo, que lo importante es el viaje, no el destino. Pero esto en un plano más bien mental que físico, pues la cuestión era, y es, seguir el camino que acerca a un horizonte inexistente desde el que insinuar algo que no se puede expresar; sólo vivir.

No, de Kerouac sólo había leído I Sotterranei cuando me largué de Roma a finales de aquel verano, bajé del autobús en una carretera de circunvalación de la ciudad y me puse a hacer dedo. Imagino que me cogerían pronto. Pero de ese trayecto recuerdo sobre todo a un tipo con pinta de novio de los que por entonces tenía Brigitte Bardot. Conducía un Fiat 500 y me preguntó si frecuentaba los alrededores del Coliseo, donde había chicos guapos dispuestos a lo que sea, ya sabes.

De nada sirvieron mis intentos por desviar la conversación. "¡Fuera!", exclamó el doble de Alain Delon a los pocos kilómetros, estirándose por encima de mí y abriendo la puerta. Era demasiado temprano, supongo, para que me apeteciera responder a sus avances verbales y, pronto, de todo tipo. Me recogió después un señor elegante que hoy me recordaría a Marco Panella. En su Lancia -él decía "Lancha", claro-, alabó mi italiano al enterarse de que era español.

Como cerca de Génova, a donde Panella se dirigía, ya eran las dos y pico de la tarde, manejó el dial de la radio. La voz de Fraga Iribarne, ministro de Propaganda de Franco -oficialmente lo era de Información y Turismo-, hablaba de "programas liberalizadores".

Me costó agradecerle la deferencia de que sintonizara una emisora española. Y también lamenté, una vez más, el regreso. Pero el dinero de la beca con el que viví en Peruggia, y luego en Roma, se había terminado. Y en la estación de servicio de Monte Mario donde trabajé por el verano pagaban una miseria.

De hecho, al pasar envidiaba a los de las terrazas que tomaban cerveza bajo las sombrillas. Y yo teniendo que compartir una enorme bottiglia recalentada con un belga negro del que me hice amigo en el trabajo. Con él probé la marihuana por primera vez. Con él fui a ver Por quién doblan las campanas, una película antiquísima pero prohibida en España, que me decepcionó. Con él escuchaba a los Rolling Stones, en especial Play with Fire y 19th Nervous Breakdown.

Y jugué con fuego, porque los discos eran de Heidi, una novia alemana del belga, y se la quité. Y casi me dio un ataque nervioso al enterarme de que el negro amenazaba con liquidarme. Sí, lo mejor era quitarse de en medio.

Hubo un trayecto en un 2CV con unas chicas francesas feas que se quedaron en San Remo, espero que no porque yo desentonaba tanto al acompañarlas en Bella Ciao, una canción de partisanos, y Cuore Matto, que aquel año arrasaba en las listas italianas. Y algunos trayectos más, desde la cercana Ventimiglia, en la frontera con Francia, hasta Montpellier, que se me han borrado. Sí recuerdo que en la estación de esta ciudad, en la noche oscura del alma de las tres de la madrugada, dudé si tomar un tren a París. Un amigo español vivía allí con una antigua novia mía y me había propuesto, el muy puñetero, reproducir con ellos Jules et Jim.

Pero me dolía mucho una muela. Subí a un tren que me dejó en Barcelona por la mañana. Los amigos, en cuya casa me iba a quedar, estaban. Me saqué la muela. Tiré un tiempo con la pasta de unas traducciones. Me detuvieron por catalanista durante la prohibida manifestación de la Diada. Tuve un gato -"no hay gatos policías", dijo Cocteau-, que se llamaba Roberto. Y seguí viviendo como el beat que me imaginaba que era.

Cuando me incorporé a la facultad, en Madrid, el curso ya estaba bastante avanzado.

La última novela publicada de Mariano Antolín Rato es Botas de cuero español. Próximamente aparecerá La única calma, que ya ha terminado.


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