|
|
1986: LA POLEMICA DE LA OTAN
La transformación más increíble
de González y de su partido
MANUEL ANTONIO RICO
29 de octubre de 1981. El Pleno del Congreso de los Diputados apoya al
Gobierno de Calvo-Sotelo en su intención de solicitar el ingreso
de España en la Alianza Atlántica. Hubo 186 votos a favor
y 146 en contra. A favor, UCD, Coalición Democrática (Fraga),
y los nacionalistas de CiU y PNV. En contra, el PSOE, Partido Comunista,
los andalucistas del PSA y la mayoría del Grupo Mixto. El líder
socialista Felipe González anuncia que, cuando su partido llegue
al poder, convocará un referéndum, para promover que España
salga de la Alianza.
30 de mayo de 1982. Con la entrega del protocolo correspondiente, en
Washington, y previa la ratificación por los Gobiernos y los Parlamentos
de cada uno de los países integrantes, España se adhiere a
la Alianza, convirtiéndose en su 16º socio. El 5 de junio del
mismo año se iza, por vez primera, la bandera de España en
la sede de la Alianza en Bruselas, junto al resto de banderas de los países
integrantes, y el 10 de junio, en Bonn, Calvo-Sotelo comparece ante los
grandes de Occidente, reunidos en una Cumbre, y afirma que la integración
española &laqno;es el final de un secular periodo de aislamiento»,
al tiempo que pide ayuda para la solución de tres problemas: el contencioso
con Gran Bretaña sobre Gibraltar, la lucha contra el terrorismo y
la plena incorporación de España a las Comunidades Europeas.
Ronald Reagan y Margaret Thatcher, entre otros, le escuchan atentamente.
En la &laqno;foto de familia» de aquella Cumbre, histórica
para España, Calvo-Sotelo aparece en una esquina y con su gesto circunspecto
de siempre, pero seguro que satisfecho por dentro.
28 de octubre de 1982. Elecciones generales. El PSOE y Felipe González
cosechan diez millones de votos y una irrepetible mayoría absoluta
de 202 diputados. El &laqno;cambio» anunciado incluye la promesa del
referéndum, para salir de la Alianza. Después de tan arrolladora
victoria y en su discurso presidencial de investidura, González renueva
ante el Congreso su compromiso con la celebración de un referéndum,
aunque sin grandes especificaciones. Quizás en ese mismo momento
y de forma muy sutil empezaba el &laqno;cambio del cambio», que se
iría escenificando suavemente y paso a paso.
12 de marzo de 1986. Por fin, se celebra el referéndum, pero lo
que propone Felipe González es continuar en la Alianza, no salirse
de ella. España se retuerce dolorosamente y, en contra de lo que
hasta última hora auguraban los sondeos, termina venciendo el &laqno;sí»,
con un porcentaje del 52,5, mientras que el &laqno;no» obtiene el
39,8. La participación fue del 59,7 y la abstención del 40,7.
Hubo un 6,5 de votos en blanco. La derecha, que temerariamente había
propugnado la abstención, reclamó la &laqno;victoria moral»
en la consulta y Occidente se inclinó ante la capacidad de liderazgo
y de mutación de González.
Entre estas fechas de referencia y en el estrecho margen de estos cinco
años, se escribe la dramática, compleja y contradictoria historia
de la adhesión y permanencia de España en la Alianza Atlántica,
en la Organización del Tratado del Atlántico Norte, en la
OTAN, y también la historia de la transformación increíble
de González y del PSOE, tan próxima a la esquizofrenia; una
transformación que va desde el marxismo-anarquismo de los años
sesenta al aterrizaje en el poder y la rápida asimilación
de su estructura en el mundo, donde las cosas son como son y no como se
predican. La historia tiene un epílogo tan sorprendente como todo
lo anterior, o más aún: la llegada de Javier Solana, íntimo
colaborador de Felipe González, al puesto de Secretario General de
la OTAN, al puesto &laqno;número 1» de una Organización
que él también, claro, había combatido y demonizado,
como había demonizado Solana la hegemonía imperial de los
Estados Unidos y hasta les había avisado, en 1981, a propósito
de las bases militares norteamericanas en España, advirtiéndoles
de que &laqno;si hace falta, mandaremos a Washington un ejemplar de la Constitución,
para que sepan lo que es un país soberano».
A finales de 1995, la OTAN busca un nuevo Secretario General, por la
dimisión, obligada, del belga Willy Claes, por su presunta implicación
en el cobro de comisiones por una operación de venta de armas, y
los aliados buscan el consenso, que no consigue reunir el último
de los candidatos aparentes, el ex primer ministro holandés Ruud
Lubbers. El ministro español de Asuntos Exteriores, Javier Solana
Madariaga, de ilustres apellidos y carácter conciliador, es el &laqno;tapado»
de última hora a quien, entre la incredulidad de sus paisanos españoles,
Washington en particular y la OTAN en general dan su apoyo unánime
en el Consejo Atlántico del 1 de diciembre y a quien oficialmente
nombran para tan alto cargo los ministro de Asuntos Exteriores de toda la
Alianza, el 5 de diciembre, con el intermedio de una rápida visita
a España del Presidente norteamericano Bill Clinton, el día
3 de ese mismo mes y de ese mismo trascendente año.
Probablemente una novela de ficción no hubiese mejorado el guión
que la realidad fue escribiendo, a propósito de la OTAN y de España,
y para cuya explicación que no entendimiento hay que situarse, una
vez más, en los tiempos inciertos de la salida de la Dictadura y
a partir de algunas preguntas, con difícil respuesta. ¿Por
qué la izquierda era tan visceralmente anti-atlantista, si la Alianza
era la valedora armada de las libertades y del Occidente en que había
que encajar a la democracia? ¿Por qué la izquierda defendía
una situación parecida a aquella en la que, necesariamente y para
sobrevivir, había tenido que instalarse el Régimen de Franco?
¿Por qué el Partido Socialista tardó tanto en desmarcarse
del Partido Comunista y estuvo tanto tiempo enarbolando una bandera que,
objetivamente, favorecía los intereses de la Unión Soviética?
A la salida de la Dictadura, el debate en España sobre la OTAN
era un debate de emociones y de sentimientos o resentimientos, que mezclaba
el miedo a los misiles con el sueño del pacifismo y que, ignorando
la guerra fría y nuestra posición estratégica en el
mapa-mundi, confundía el rechazo a las bases y al colonialismo yanqui
con la vertebración militar de la Europa libre, a la que sin embargo
aspirábamos. Y no resultó nada fácil que el PSOE deshiciera
ese nudo gordiano suyo, aunque, cuando lo logró, lo hizo con toda
la fe de los conversos, y desde el Gobierno. Antes y como alternativa, los
socialistas se estuvieron manteniendo en su neutralismo-aislacionismo, alimentando
ese fuego y sacándole buenos réditos como otro de sus medios
para hacerle la oposición al Gobierno de la UCD que encabezaba Leopoldo
Calvo-Sotelo, tan dubitativo en tantas cosas y tan firme en su atlantismo.
El 18 de febrero de 1981 y en el discurso de investidura, ante el Congreso,
el candidato Calvo-Sotelo mostraba &laqno;la disposición española
a participar en la Alianza», de acuerdo con el programa electoral
de la UCD y que su antecesor, el dimisionario Adolfo Suárez, había
preferido ignorar, por falta de ganas y de tiempo, o porque sus querencias
y sus carencias se movían mejor en las ambiguas aguas de un cierto
neutralismo. A Calvo-Sotelo le replicó, ya por entonces, Felipe González
y como líder de la oposición que &laqno;si algún día
llegamos al poder, propondremos la salida de la OTAN, si el procedimiento
de entrada no es un referéndum». Tan sólo unas horas
después, podía haber añadido a favor del anclaje español
en la Alianza que la integración militar serviría para modernizar
nuestras Fuerzas Ar- madas y evitar episodios tan terribles como el golpe
de Estado del día 23. No lo hizo, pero continuó con el camino
trazado y a muy buen paso, propio del que sabe que su tiempo político
está tasado. José Pedro Pérez Llorca, como ministro
de Asuntos Exteriores, fue su eficaz y discreto colaborador, en la rápida
negociación con los países aliados, consumada casi coincidiendo
con la sentencia del Consejo de Guerra contra los golpistas del 23-F y poco
antes de que Calvo-Sotelo tuviera que convocar elecciones, inevitablemente
para perderlas.
Felipe González arrolla y empieza entonces su mutación,
porque la promesa del referéndum era demasiado clamorosa pero también
era demasiado evidente que ni la Europa de este lado ni los Estados Unidos
le perdonarían nunca que desestabilizara a todo Occidente impulsando
la salida de España de la OTAN. Tenía que darse la vuelta
a sí mismo, a su partido, a las encuestas y al electorado que lo
había llevado hasta el Palacio de la Moncloa. En el último
año de su primera legislatura procedió a la convocatoria de
la consulta, para que los españoles respondieran a la pregunta &laqno;¿considera
conveniente para España permanecer en la Alianza Atlántica,
en los términos acordados por el Gobierno de la Nación?»
y referidos a la no incorporación a la estructura militar integrada,
a la prohibición de instalar o introducir armas nucleares y a la
reducción de la presencia militar norteamericana. Se trataba de hacer
más llevadero aquel gran trago. González jugó fuerte
y ganó. Le ganó también a la derecha que, en medio
de aquella ceremonia de despropósitos, defendió la abstención
o el voto en blanco.
Felipe González confiesa a veces que el referéndum fue
un error, probablemente porque sabe que entonces arriesgó demasiado.
O por agradecimiento a los españoles que entonces le sacaron las
castañas del fuego donde él mismo las había colocado.
La Europa del Mercado Común le había echado también
una mano. El 1 de enero del año del referéndum España
ingresaba como miembro de pleno derecho en las Comunidades Europeas y la
mayoría del país captó la conexión entre una
adhesión y otra, entre las duras y las maduras.
[HISTORIA] [TESTIMONIO] [ACONTECIMIENTOS DEL AÑO] [DICCIONARIO]
[PROTAGONISTAS] [EL
ESPECTADOR] |