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OBITUARIO

Militante de la libertad, víctima de la barbarie

GERMAN YANKE

La fotografía, de la que quiero apartar la vista sin conseguirlo, muestra el cuerpo de José Luis López de Lacalle cubierto por una sábana blanca y, en el suelo, el paraguas y una bolsa llena de periódicos. Es fácil imaginarle con el paraguas y los periódicos y, de paso, recordar su sentido del humor, su ironía.

Estábamos juntos, al término de un homenaje en San Sebastián al músico José María Usandizaga, cuando el escultor Jorge de Oteiza, despotricaba contra los que se quejaban de la lluvia: «parece mentira que, siendo vascos, se quejen de la lluvia». A José Luis le hizo gracia la ocurrencia y me la recordaba a menudo. Y los periódicos...: era un lector voraz, siempre atento a los argumentos de los demás, a los que coincidían con sus ideas y a los de quienes discrepaban con él. Para sus críticas políticas no elegía el flanco más débil del adversario, sino el más sugerente. Era así, inteligente y bueno.

Quien quedaba debajo de la sábana blanca había nacido en Tolosa (Guipúzcoa) hace 62 años. Su familia, con pocos recursos económicos, vivía a las afueras de la villa foral y todos tuvieron que trabajar desde muy jóvenes. Pero José Luis mostró siempre un enorme afán de cultura y se reunía frecuentemente con algunos amigos intelectuales, como José León Careche y el músico Javier Bello Portu, en interminables conversaciones literarias o musicales. Ellos le acercaron a Pío Baroja, a Luis Martín Santos y otros escritores vascos, a los que trató cuanto pudo y leyó siempre. No sólo a ellos: sorprendía, en un hombre que trabajaba en la industria y se iba haciendo a sí mismo, que poseyera tan detallado conocimiento de algunas obras de la literatura española que le conmovían: La Regenta, Fortunata y Jacinta, etc.

También fue comprometiéndose poco a poco en la política. Inquieto siempre, preocupado por cuanto ocurría a su alrededor, sentía aversión a cualquier atentado contra las libertades y los derechos individuales, tanto en el ámbito político y social como en la vida empresarial. Se afilió muy joven al Partido Comunista de la mano de Enrique Múgica a finales de los 50 («Resulta paradójico ahora -solía comentar- pero hay que recordar que la verdadera oposición al franquismo estaba allí») y participó en la fundación de Comisiones Obreras. Aquella «clandestinidad total» de la que hablaba no le impidió ser un militante activo y sin duda serán hoy muchos los que recuerden con que pasión intentaba sumar voluntades a la lucha contra el franquismo. Y como no era tan «total», fue perseguido y encarcelado durante más de cinco años. Contaba su estancia en Carabanchel sin rencor, como una aventura más de la que se sentía orgulloso por lo que la había motivado, pero sin apegarse jamás a una estéril manifestación de victimismo. La cárcel, que compartió entre otros con Marcelino Camacho y Gerardo Iglesias, era fuente de constantes anécdotas y chistes. Porque José Luis gustaba de contar chistes y de rebuscar el lado divertido de todo, seguramente para convertir en amable la vida de quienes le rodeaban.

Irónico

Entre quienes tenía más cerca era «Cuscús». El apodo se pierde en los tiempos de la clandestinidad (de cuscusear o curiosear en todos los sitios), pero sirvió siempre para mostrar su afán de saber y de estar enterado, así como su talante divertido e irónico, abierto a conversaciones interminables, amigo de sus amigos, empeñado en sacar todo el jugo de la vida. Las lecturas no impedían el gusto por la buena mesa, aunque no en todos los lugares encontrara su plato preferido, el arroz con almejas, que desgustaba con placer en el Clery donostiarra. Le apasionaban lo que llamaba paseos y eran verdaderas caminatas. El pasado verano hizo el camino de Santiago, y algunos de los que lo comenzaron con él lo dejaron antes de finalizar. Pero no José Luis, que se proponía las metas como obligaciones. Relataba divertido los últimos kilómetros con un anciano que se sorprendía de que los jóvenes se cansaran tan pronto y que le repetía a cada rato: «qué juventud, si hay otra guerra nos va a tocar a nosotros de nuevo».

Lo contaba divertido, quizá, porque a él, tras el franquismo, le había tocado otra batalla, esta vez contra el totalitarismo etarra. José Luis López de Lacalle fue uno de los fundadores de Izquierda Unida en el País Vasco, aunque pronto de desligó de esta coalición, a la que criticó después duramente por su presencia en el Pacto de Estella. Tras dejar Izquierda Unida se acercó a los socialistas vascos,
algunos de ellos viejos amigos con los que había coincidido en el PC (como Enrique Múgica) o en negociaciones laborales del sector del metal (en las que José María Benegas representaba a UGT y José Luis a Comisiones). No estuvo afiliado al PSOE pero, como independiente, se presentó con este partido a las elecciones al Senado por Guipúzcoa y suscribió algunos manifiestos en apoyo de algunas candidaturas socialistas como la de Odón Elorza al Ayuntamiento de San Sebastián, del que después se distanció políticamente, y de Nicolás Redondo a lehendakari, con quien hasta ayer mantuvo una sólida amistad. Antes de las elecciones autonómicas vascas de octubre de 1998 se adhirió a la plataforma «Razones» que apoyó las listas socialistas y negoció con el PSOE la presencia en ellas de algunos independientes. También había aceptado, tiempo atrás, ser miembro del Consejo Social de la Universidad del País Vasco. Allí conoció al actual lehendakari, Juan José Ibarretxe, que representaba al PNV. A todo lo que se comprometió se dedicó en cuerpo y alma. Y a todo lo suyo puso siempre un punto de ironía. Hace bien poco me decía: «Yo, que era un pobre chico de Tolosa, he sido miembro del Consejo Social de la Universidad, tengo una hija estudiando en Ginebra y un hijo poeta. Claro que mi mujer es profesora...».

Su mujer, Mari Paz Artolazabal, es una de las fundadoras de la ikastola de Andoain, donde ambos vivían. Pertenece a una antigua familia nacionalista y ha sido, sin duda, el perfecto complemento del adversario intelectual del nacionalismo que era él. Porque lo había experimentado en su propia familia, y porque disfrutaba de que así fuese como un enriquecimiento, sabía distinguir fuera de ella las relaciones entre las personas y las discrepancias políticas. Por conocer y tratar a unos y otros, el portavoz del PNV, Joseba Egibar, aseguró, tras el asesinato de Gregorio Ordoñez, que José Luis López de Lacalle estaba jugando un papel de mediador entre Jaime Mayor Oreja y ETA. Se le implicaba falsamente, quizá para dar una imagen de debilidad en el PP, quizá para colocarle en un papel que no era el suyo: el de intelectual independiente que, simplemente, era amigo de sus amigos (como lo era también del parlamentario nacionalista Joseba Arregi). Hablaba de Aitziber y Alain como un padre encantado de los éxitos de sus hijos, y de Mari Paz con entusiasmo. No estaba inclinado a esconder sus sentimientos, que se notaban en su mirada clara y expresiva.

Todos ellos notaron su preocupación cuando la empresa de la que era gerente, la cooperativa Ugarola, sufrió las dificultades propias de la crisis económica y, en particular, del sector papelero de Tolosa. A su tesón y su capacidad negociadora se debió en buena medida la reconversión de la empresa, dedicada ahora a la fabricación de pequeña maquinaria de construcción. Hizo su trabajo profesional compatible con la actividad política y periodística. Escribió varios años en las páginas de El Diario Vasco de San Sebastián y lo dejó después debido a varias incomprensiones.

Fue entonces cuando se incorporó, primero como articulista esporádico y después como columnista fijo, a EL MUNDO DEL PAIS VASCO. Hace un par de años solicitó su jubilación anticipada para dedicar todo el tiempo a escribir. Siempre polémico, siempre claro, sus columnas eran devoradas cada semana por partidarios y adversarios. José Luis, incorruptible, no soportaba la corrupción. Amante de la libertad, no consentía su vulneración. Pacífico siempre, no aceptaba la violencia. Estudioso de los entresijos del Estado de Derecho, no concedía terreno a los enemigos de la democracia. Ahí quedan sus textos, como el legado de un militante de la libertad y testigo de la barbarie que combatió. Sí, un testigo, no en el sentido de parte de un proceso sino como lo fueron los que, acumulando palabras en la memoria o utilizando un trozo de papel, escribieron en los campos de concentración nazis sobre lo que ocurría a su alrededor.

Comprometido

Padeció por ello antes de ser asesinado. Cartas amenazantes, pasquines contra él repartidos en Andoain, pintadas en la fachada de su casa. Hace unos meses, cócteles molotov contra su domicilio. Hablé con José Luis entonces, preocupado por él y su familia. Yo había sido, al fin y al cabo, quien le invitó a escribir en EL MUNDO y le insistió en que lo hiciera más frecuentemente. Pero él, nada inclinado al victimismo, trataba de tranquilizarme agradeciendo tener un espacio desde el que defender la libertad y la democracia. Fue testigo de todo ello, lo diseccionó, lo combatió y ha sido ahora aniquilado por las cobardes balas asesinas de ETA.

Testigo comprometido, sin duda. Tras el asesinato de Miguel Angel Blanco participó en la constitución del Foro de Ermua con otro de sus amigos, Javier Elorrieta, entonces también columnista de EL MUNDO y hoy miembro independiente del Grupo Socialista del Parlamento Vasco. Lo hizo, como él decía, porque el País Vasco necesitaba un movimiento cívico que se opusiera a ETA y cooperara en la instauración de un sistema de libertades. «Nunca he vivido -dijo en una entrevista reciente- en un sistema de libertades plenas. Primero, el franquismo; ahora, el totalitarismo de ETA y la violencia». Pidió al PNV que se alejara del rumbo que había tomado, que dejara el Pacto de Estella y la colaboración con los sicarios de ETA. Y, al ver que no era posible que los más maximalistas dieran ese paso, solicitó a sus lectores y conciudadanos que vencieran al PNV en las urnas.

Otro maximalismo, el del carlismo violento del Cura Santa Cruz, asesinó al liberal Otamendi. Cuando le preguntaron a uno de los seguidores del cura el motivo contestó que «ya le había dicho muchas veces que hablaba demasiado y como no dejaba de hacerlo...». José Luis no dejaba de hacerlo. Si no hay esperanza de que recapaciten quienes le han asesinado, al menos podrían intentarlo, arrepentidos, quienes repetían que hablaba y escribía demasiado.

José Luis López de Lacalle, columnista de EL MUNDO, nació en Tolosa (Guipúzcoa) en 1938 y murió ayer, en Andoain, asesinado por ETA.
UN ESPECIAL DE EL MUNDO