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OPINION
Nuestra deuda con Bletchley Park
Jueves, 5 de octubre de 2000

JOSE LUIS DE VICENTE | MADRID
Especial para EL MUNDO

Fachada del emblemático edificio Bletchley Park.

Hay algo de simbólico en el hecho de que hasta que no hemos alcanzado el año 2000 (ese horizonte en el que durante décadas han convergido todas las fantasías científicas del cine y la literatura) no se han dado las condiciones para que podamos conocer toda la verdad sobre una de las historias más apasionantes del siglo XX relacionadas con la tecnología.

Durante la Segunda Guerra Mundial, un grupo de científicos liderados por un joven y desaliñado matemático se encerraron en una mansión de la campiña inglesa para romper los códigos de comunicaciones alemanes, y en el proceso cambiaron para siempre la historia de nuestra sociedad. El esfuerzo de Turing y su equipo fue una pieza fundamental para la victoria de los aliados, y la tecnología que inventaron y construyeron para realizar su trabajo supuso el escopetazo de salida de la era moderna de la informática.

La desclasificación del proyecto Colossus debería servirnos para recordar algo en lo que no solemos pensar cuando recogemos nuestro e-mail o maldecimos el sistema operativo de nuestro ordenador. Esta agradable comodidad electrónica, este "infinito abanico de posibilidades por obra y gracia de la tecnología" que nos vende todos los días la publicidad de los portales y las compañías de telecomunicaciones, se ha construido sobre los cimientos del conflicto bélico más atroz en la historia del hombre. Cincuenta años después, todavía vivimos bajo los efectos de su onda expansiva. La revolución digital es uno de los más notables.

Por esto, es tremendamente injusto que sepamos tan poco sobre aquellos que la hicieron posible. Mientras los presidentes de las grandes compañías tecnológicas rivalizan en fama con las estrellas de Hollywood, el nombre de Alan Turing rara vez suena fuera de los círculos académicos. Para el gran público, la nómina de personalidades más importantes de nuestro tiempo no incluye al sensible científico atormentado por su homosexualidad que, a pesar de su corta vida, tuvo tiempo de formular los principios que guiarían la investigación informática durante las siguientes cinco décadas. Por si fuera poco, también se entretuvo creando el primer juego de ajedrez por ordenador y sentando las bases de la Inteligencia Artificial.

Tras la guerra, la existencia del proyecto Colossus y la valiosísima tarea del equipo de Turing permaneció oculta para la sociedad durante casi 30 años, perdidas en el cajón de los secretos oficiales. A principios de los 70 empezaron a conocerse los primeros detalles de esta increíble historia, pero ya era tarde para Alan, que había muerto en 1954, y para muchos de sus colaboradores. Nunca pudieron gozar del reconocimiento público que merecían.

En 1991, Bletchley Park, aquella mansión de la campiña dónde aprendieron a leer la mente de Hitler, estuvo a punto de ser demolida, víctima de la especulación urbanística. Sólo un esfuerzo de última hora de los criptógrafos veteranos de la Segunda Guerra Mundial que trabajaron allí evitó la pérdida de este lugar histórico.

Aunque intentar imaginar qué hubiera ocurrido si Bletchley Park no le hubiese ganado la partida a Enigma no deja de ser un arriesgado ejercicio de Historia Ficción, no hay muchas figuras de las que se pueda decir lo que podemos afirmar sobre Turing: tras su legado, el mundo nunca volvió a ser el mismo. Instalados en la cresta de la revolución digital, hoy estamos en condiciones de entender la importancia de su obra.

El trabajo de Turing y sus colaboradores no merece seguir siendo un secreto. Es hora de que en todos los órdenes de la sociedad, y no sólo en los académicos y técnicos, se reconozca lo fundamental de su contribución al mundo moderno. Para bien o para mal, sin el trabajo que los hombres (y mujeres, en gran número) de Bletchley Park tuvieron que desarrollar en medio de unas circunstancias tan extremas como las de la guerra más cruenta de la historia del hombre, ni hoy estaríamos tan preocupados por el e-business, las consolas de videojuegos de última generación o la telefonía móvil, ni sobre todo, nos comunicaríamos a través de este medio en el que muchos esperan encontrar la herramienta idónea para construir una sociedad más justa en la que el conocimiento esté al alcance de todos.

Como europeos, y como ciudadanos del siglo XXI, tenemos una doble deuda con la memoria de Alan Turing. Esta reflexión debe valer también para reivindicar, a través de Turing, a la tan denostada figura del hacker.

Un desgraciado caso de corrupción lingüística ha venido a identificar en español este término con el "pirata informático", el que invade sistemas informáticos ajenos, el que roba contraseñas o números de tarjetas de crédito. Es injusto.

Como afirma en esta entrevista para la CNN Emmanuel Goldstein, director de la web para hackers 2600, "hackear es, simplemente, hacer muchas preguntas y negarse a parar de preguntar. Esa es la razón por la que los ordenadores son perfectos para gente inquisitiva; no te dicen que te calles cuando les sigues preguntando o introduciendo órdenes una y otra vez. Cualquiera que tenga una mente inquisitiva, sentido de la aventura y fuertes convicciones a favor de la libertad de expresión y el derecho a saber lleva en sí, definitivamente, algo del espíritu hacker." Probablemente, Alan hubiese firmado encantado esta definición de su trabajo.

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