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 DIRECTORIO   Jueves, 26 de Mayo de 1994, número 109
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MEDICINA FORENSE
El cerebro de K. Quinlan
VICTOR CORDOBA

Los resultados de la autopsia de Karen, publicados hoy en el «New England»,
abren de nuevo la polémica sobre cómo enfrentarse a un paciente en estado
vegetativo persistente. Karen podía ver y oir, pero nunca fue consciente,
mientras vivió rodeada de tubos, de los impulsos que recibían sus sentidos.

AQUELLOS que tengan menos de 30 años puede que su nombre no les suene a nada.
Sin embargo, la mayoría de los que hayan pasado la treintena recordarán a Karen
Ann Quinlan como la más famosa comatosa del mundo. Su caso fue el primero que
marcó una nueva época en la medicina. La lucha de sus padres por conseguir para
ella una muerte digna fue pionera en la historia de la ética médica.
Después de litigar durante años, el señor y la señora Quinlan consiguieron que
un juez autorizara a que se retirara el respirador de su hija -que estaba en
estado vegetativo persistente- porque ellos creían que eso era lo que mantenía
el corazón de su hija latiendo. Pero, y a pesar de esta medida, Karen Quinlan
continuó viviendo algunos años más hasta que falleció en una residencia como
consecuencia de múltiples infecciones recurrentes.
La publicación en el número de hoy del New England Journal of Medicine de los
resultados del estudio «postmorten» del cerebro de Quinlan abre de nuevo la
polémica sobre cómo enfrentarse al drama de un paciente en estado vegetativo
persistente.
En 1975, Karen Quinlan tenía 21 años. Una noche mezcló alcohol y drogas y la
combinación le produjo una parada cardiaca. Fue recuperada de la misma en un
hospital cercano al lugar de los hechos, pero su cerebro quedó lesionado para
siempre. Jamás recuperó la conciencia. Aunque abría los ojos cuando la
estimulaban y mantenía en apariencia los ritmos de sueño y de vigilia, nunca se
comunicó otra vez con alguien. La joven Karen se quedó en lo que se llama coma
vegetativo persistente, un drama -sobre todo para los familiares- que ha
llegado a durar en algunos casos hasta 40 años.
El daño en el cerebro de Quinlan, en contra de lo que siempre se había pensado,
no estaba en la corteza del encéfalo, sino en otra estructura cerebral: el
tálamo. Con la corteza prácticamente intacta, la joven veía, oía, olía incluso.
Sin embargo, nunca fue consciente de los impulsos que recibían sus sentidos. El
tálamo estaba destrozado por la hipoxia sufrida durante la parada
cardiocirculatoria prolongada. La doctora Marcia Angell, editora ejecutiva del
New England, se pregunta qué se debe hacer en el futuro con los comas
vegetativos persistentes. «Quizá, lo más lógico sea desconectar los tubos de
esos enfermos cuando se tenga la seguridad de que la situación no es
reversible, habida cuenta de que lo probable es que nadie desee jamás llegar a
verse por tiempo indefinido de tal forma».



 
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