Un suplemento de EL MUNDO  Un servicio de 
 DIRECTORIO   Jueves, 10 de Febrero de 1994, número 94
Portada
Números Anteriores
 OTROS SUPLEMENTOS
Magazine
Crónica
El Cultural
Su Vivienda
Nueva Economía
Motor
Viajes
Salud
Ariadna
La Luna
Aula
Campus
 OTROS MUNDOS
elmundo.es
elmundodinero
elmundolibro
elmundoviajes
elmundodeporte
elmundosalud
elmundovino
medscape
elmundomotor
Emisión Digital
Metrópoli
Expansión&Empleo
Navegante
mundofree
elmundo personal
juegos: level51
elmundomóvil
 
El fenómeno Prozac
JOSE LUIS DE LA SERNA

Es sólo un fármaco, pero está «revolucionando las mentes» de muchos
estadounidenses. Porque el Prozac ha pasado de ser un antidepresivo para
convertirse en un fenómeno social.

EL mundo de la psiquiatría está cambiando mucho. Los 100 años que ya han
transcurrido desde que Sigmund Freud y Joseph Brauer sentarán las bases de lo
que después llegó a ser el psicoanálisis, han visto evolucionar las teorías
sobre la razón de buena parte de las enfermedades mentales de igual forma que
han visto cambiar su tratamiento.
Mientras los trabajos de Freud, el sillón del analista, y hasta la psicoterapia
clásica están sufriendo en EEUU el más duro ataque de su historia, y ya hay
voces autorizadas que opinan que al genial psiquiatra vienés no le queda mucho
tiempo de «vida», los expertos en neuro-bioquímica se están llevando, poco a
poco, el gato al agua.
De acuerdo con muchos especialistas, el futuro de buena parte de la psiquiatría
está en la biología.
El fenómeno Prozac es un ejemplo de ello. Una cápsula de gelatina rellena de 20
miligramos de clorhidrato de fluoxetina y un poquito de almidón como excipiente
ha sido, y repetidamente, protagonista de portada en los más prestigiosos
medios de comunicación de medio mundo.

«Píldora de la felicidad»

Ello ha provocado en mucha gente la expectación -científicamente con poco
fundamento- de que la Humanidad se encuentra a las puertas de obtener «la
píldora de la felicidad». La historia de Prozac tiene ya 20 años. Muchas
transnacionales farmacéuticas estaban, por entonces, tratando de encontrar
productos nuevos con los que tratar la depresión. La terapia de la que se
considera la peor enfermedad que puede padecer el hombre -el 15% de los que
repetidamente la padecen se suicidan- no estaba, en 1974, en su mejor momento.
Aunque existían antidepresivos de probada eficacia, todos tenían, también,
efectos secundarios indeseables. Los tricíclicos y los inhibidores de la
monoaminoxidasa -el arsenal terapéutico de la época- provocaban en los paciente
unos problemas nada desdeñables. El sueño insuperable durante las primeras
semanas, la sequedad de boca, el temblor de las manos, el estreñimiento o los
potenciales problemas cardiovasculares que causaban los antidepresivos de
entonces hacían que esos fármacos fueran únicamente recetados por los que más
experiencia tenían con ellos: los psiquiatras.
También por este motivo, hasta los propios deprimidos abandonaban muchas veces
el producto, máxime si no veían mejoría a corto plazo.
Las cosas empezaron a cambiar a mediados de los años 70. Los trabajos de
Salomon Snyder, en la John Hopkins University en Baltimore, sobre la sinápsis
de las neuronas y las nuevas drogas de diseño creadas por Brian Molloy y David
Wong, en los laboratorios farmacéuticos de Lilly Indiana, dieron sus frutos.
En una molécula sintetizada por Molloy, la IL 82816 -la fluoxetina-, estaba la
solución. Como demostró poco después Wong en sus experiencias con tejido
nervioso animal, la 82816 podría ser lo que estaban buscando. Al contrario que
los antidepresivos clásicos llenos de efectos secundarios con acciones sobre
múltiples neurotransmisores, la fluoxetina era un fármaco que selectivamente
inhibía un solo neurotransmisor: la serotonina. Era una «droga limpia».
Trece años después, esa droga limpia, conocida comercialmente como Prozac,
obtuvo la aprobación de la FDA estadounidense y estuvo disponible con receta en
las farmacias norteamericanas.
Han bastado seis años para que Prozac se convierta en el fármaco estrella de la
Lilly, para que sus ventas hayan alcanzado, en 1993, unos 170.000 millones de
pesetas y 10 millones de humanos consuman cada día una cápsula de Prozac. Una
«píldora» que, al menos en EEUU, se ha convertido, además, en un fenómeno
social. La fama adquirida por Prozac se debe a muchas causas. Quizá la más
relevante sea la seguridad del producto. El fármaco, sin ser inocuo -la
frecuencia de insomnio y náuseas no es nada despreciable-, tiene muchos menos
efectos secundarios que sus antecesores.
Este ha sido el motivo por el que los médicos generales le «han perdido el
respeto» y lo recetan en igual o mayor proporción que lo hacen los psiquiatras.
El número de enfermos que potencialmente lo van a consumir se ha multiplicado.
Por otra parte, el papel de Prozac como antidepresivo se ha ampliado a otras
patologías. La propia FDA ha autorizado el uso del producto no sólo para los
enfermos deprimidos sino, también, para los obsesivo-compulsivos y para los que
padecen de bulimia.
El resto, hasta llegar a la cima en la que ahora se encuentra, lo ha hecho el
boca a boca entre enfermos tratados y los por tratar y, sobre todo, los medios
de comunicación.
Prozac ha ocupado muchas páginas de los más prestigiosos rotativos del planeta.
Pero el empujón final, lo que ha hecho que la cápsula de Prozac en América sea
tan conocida casi como la aspirina, ha sido el libro de un psiquiatra. Peter
Kramer, especialista independiente, y su obra «Listening to Prozac» (Escuchando
a Prozac) han hecho creer a la sociedad norteamericana que la fluoxetina es
poco más o menos el «soma» de Aldoux Huxley. Huxley, en su inefable «Un mundo
feliz», describía como la sociedad futura se procuraba buena parte de su
felicidad diaria a base de pastillas. Bastaba una píldora de «soma» para que
aquellos que la consumían pasaran de la preocupación al bienestar. Kramer nos
quiere hacer creer que Prozac es sino igual, al menos casi. Sólo profundizando
en la sociología de los ciudadanos de los EEUU -en la manera que tienen de
atender a estereotipos- se puede entender como «Listening to Prozac» ha llegado
a ser un «best seller».
El libro es, sobre todo, aburrido. Son 381 páginas de contenido técnico, pero
sin fundamento científico sólido, donde se defiende el uso de Prozac no ya para
sus indicaciones autorizadas, sino para las más variadas vicisitudes de la
condición humana. Porque, para Kramer, la flouxetina es útil además de para la
depresión, la compulsión y la bulimia para la pérdida de la autoestima, la
anhedonia (imposibilidad de sentir placer), el estrés, la ansiedad, la timidez,
la tristeza y -sobre to-
do- la distimia. Es como la «purga de Benito» de los transtornos psicológicos.
La distimia es un diagnóstico psiquiátrico en donde se engloba a las personas
que no cumplen los criterios clásicos de depresión severa pero que suelen estar
casi siempre tristes, son más bien pesimistas y en los que es frecuente el
cambio en el estado de ánimo. Según Kramer, Prozac les va a los distímicos como
anillo al dedo. Aseveraciones basadas solamente en su experiencia personal. Un
libro, por tanto, que no hubiera pasado el filtro que tienen las revistas
científicas de prestigio. Sin embargo, la publicación ha triunfado.
A Kramer le basta relatar cómo les fue clínicamente a un reducido grupo de
enfermos -sobre todo mujeres- con marcados problemas de personalidad que
mejoraron espectacularmente con Prozac.
Todas, pocas semanas después de iniciado el tratamiento, se encontraron llenas
de energía y veían la vida de muy distinta manera a como lo hacían antes del
tratamiento. No obstante, el problema -Kramer lo reconoce- es que cuando las
pacientes intentaron dejar de tomar Prozac, los síntomas volvieron. Casi cinco
millones de compatriotas de Kramer consumen Prozac cada día.
Muchos de ellos están diagnosticados de depresión, compulsión o bulimia, otros
no. Son los que forman el gran grupo en los que se aplica un nuevo tipo de
terapia que el autor del «best seller» ha definido como «psicofarmacología
cosmética».
«¿Cuál es la verdadera personalidad de un individuo, la que tiene cuando no
está medicado o la que logra cuando, con pastillas, su neurotransmisión mejora?
-se pregunta el propio Kramer- ¿Por qué es éticamente tolerable la cirugía
plástica para los que no están contentos con su cuerpo y no va ser comprensible
el que alguien consiga, con un fármaco, adaptarse mejor a la vida diaria y ser,
por tanto, más feliz?», añade.
Por otra parte, la fluoxetina no es un producto que produzca adicción. Al
contrario que las benzodiacepinas, que se consumen en enormes cantidades en
todos los países desarrollados, el Prozac no produce dependencia física.
Otra cosa es que, como pasa con otros muchos psicofármacos, al reducir o
retirar la dosis la enfermedad recidive.
«En cualquier caso, la mitología que ha alcanzado Prozac me parece absurda
-opina Jerónimo Saiz, jefe del servicio de Psiquiatría del Hospital madrileño
Ramón y Cajal- Tengo la certeza que ninguna persona que no esté deprimida se va
a notar cambiada tomando el producto o que Prozac sea el medicamento que
modifique los transtornos de personalidad. Es, en mi opinión, un antidepresivo
eficaz, que no el único, que tiene menos efectos secundarios que los más
clásicos». No obstante, en España el fenómeno Prozac puede ser distinto que en
otros países.
Mientras la fluoxetina sólo se vende con receta en el resto de mundo, en España
-al parecer- la receta no hace falta.
EL MUNDO obtuvo varias cajas de Prozac en otras tantas farmacias sin necesidad
de receta. Le bastó pedirlo, y pagarlo claro, para que en cada caso los
dependientes lo despacharan sin más.



 
  © Mundinteractivos, S.A. - Política de privacidad
 
  C/ Pradillo, 42. 28002 Madrid. ESPAÑA
Tfno.: (34) 915864800 Fax: (34) 915864848
E-mail: salud@elmundo.es