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Reyes. El Rey Juan Carlos le inspira simpatía y respeto, pero considera que Constantino de Grecia perdió la oportunidad de convertirse en un héroe.
Reyes. El Rey Juan Carlos le inspira simpatía y respeto, pero considera que Constantino de Grecia perdió la oportunidad de convertirse en un héroe.

“Nuestro enemigo no es nuestro semejante, sino el sistema en el cual vivimos”

texto y fotografía de Lolita Fernández Vega


Hablar de Constantin Gavras es hacerlo del cine políticamente comprometido. El director griego de 72 años afincado en Francia acaba de estrenar su último trabajo, "Arcadia", donde ataca las relaciones económicas que imperan en esta sociedad tan globalizada.

En su acogedora y luminosa casa de París, situada cerca de La Sorbona —donde inició sus estudios superiores—, Constantin Gavras conserva el espejo roto que aparece en su película Clair de femme (1979), pero con una variante, el retrato de su esposa Michèle atrae irresistiblemente la mirada desde la zona en la que falta el cristal. Otro detalle enternecedor: el director recoge, disculpándose, unos juguetes dejados en el suelo por sus nietos. Tímido y humilde, no hace sentir en ningún momento que es un mito viviente del cine mundial. Todo director carga de contenido sus trabajos, pero son raros los realizadores cuyas opiniones políticas saltan a la pantalla con tanta fuerza como las suyas. El gran humanista, que nunca quiso afincarse en Hollywood para preservar su independencia, acaba de presentar en España, dentro del Festival de Cine de Valladolid (Seminci), su última obra, Arcadia, un thriller social que denuncia los males de nuestra civilización occidental.

P.¿Cómo debo llamarle?, ¿señor Gavras, señor Costa-Gavras o por su diminutivo, Costa?

R.Llámeme Costa, como todo el mundo, porque es el diminutivo de Constantino. Cometieron un error en los créditos de mi primera película, Compartiment tueurs (1965), añadiendo a mi apellido, Gavras, mi diminutivo con un guión para convertirse en Costa-Gavras. Pedí que lo rectificasen, pero era demasiado tarde. Me quedé así desde entonces.

P. Nació en Grecia en 1933 y se exilió a Francia en 1955, a la edad de 21 años. ¿Qué recuerdos conserva de las dos décadas que pasó en su país natal?

R. Son recuerdos muy difíciles. Mi infancia estuvo marcada por la ocupación alemana entre 1941 y 1944. Luego viví la experiencia atroz de la guerra civil [1946-1949]. Mi padre era funcionario antes de la guerra y toda la familia dejó Atenas para vivir en su pueblo natal, en el Peloponeso, porque, en la capital, la gente caía como moscas debido al hambre que se pasaba. Mi padre estaba en la Resistencia, con la Izquierda. Los comunistas eran los mejor organizados.

P. Pero su progenitor nunca fue comunista. Era simpatizante...

R. Era lo que se podría llamar un compañero de ruta o de combate. Mi padre se convirtió en antimonárquico porque había luchado contra los turcos entre 1921 y 1922 por capricho del rey Constantino I, que quería reconstruir el imperio Bizantino. Nunca comprendió por qué los griegos se habían embarcado en esta guerra absurda. ¡Quizás por eso el nombre de Constantino no me gusta! [risas].

P. Hablando de la realeza, sé que siente simpatía por el Rey Juan Carlos I.

R. Me inspira mucha simpatía y respeto. Ya que hablamos del tema, quiero decir que el hermano de la Reina Sofía, Constantino II, hubiese podido ser un gran rey si, cuando los coroneles toman el poder en 1967, hubiese dicho: "¡No firmo! Encarceladme si queréis". Ahora sería un héroe nacional, pero no lo hizo. Y tuvo otra ocasión, cuando atentaron contra el jefe de la junta militar, pero le mandó un mensaje de felicitación por haber sobrevivido. Ahí perdió toda la estima del pueblo griego.

P. Tengo entendido que cuando quiso hacer estudios superiores le tacharon de comunista...

R. No pude ir a la Universidad porque tenía que presentar un "certificado de patriotismo familiar" y, como mi padre luchó al lado de los comunistas, lo consideraron enemigo de la patria. Pero, paradojas de la vida, años más tarde le entregaron una medalla. Intenté ir a América, donde tenía un tío, pero EEUU rechazaba la gente tachada de pro comunista.

P. Así que Francia fue la alternativa...

R. Entonces éramos muy pobres y Francia, cuyo idioma aprendí en el colegio, me permitía estudiar gratuitamente y ganarme la vida. Era el país de las libertades. Me sorprendía poder leer periódicos de izquierdas y de extrema derecha. Gocé de las habitaciones y de los restaurantes para estudiantes y hasta daban una lista con diferentes trabajos que podíamos desempeñar. Llegué a vender lápices para invidentes, recogí cartones y papeles, lavé coches... ¡Fue una época formidable!

P. Y allí empezó una licenciatura de Letras Francesas, en La Sorbona...

R. Y me enamoré del cine al descubrir la Cinemathèque Française, una pasión que luego me dirigió hacia el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos. Durante tres años, aprendí realización, montaje y técnicas de sonido e imagen. Así pude trabajar de asistente con los directores más relevantes de la época: Yves Allegret, René Clair, Jean Giono, René Clément, Henri Verneuil y Jacques Demy. Y pude conocer a la mítica pareja Yves Montand-Simone Signoret, que me introdujeron en su prestigioso círculo de amigos, donde coincidí con Jorge Semprún.

P. Aparte de La Batalla de Argel, de Gillo Pontecorvo (1965), hasta Z (1969), su primer gran éxito internacional, ganador de dos Oscar, y La Confesión (1970), no existía un cine político tan contundente. ¿Podría haber rodado estas películas sin haber conseguido la nacionalidad francesa en 1968?

R. No pedí la nacionalidad hasta acabar la guerra de Argelia. Viví la guerra civil en Grecia y no quería tomar las armas para una causa que no me incumbía. Pero es cierto que, sin la nacionalidad francesa, me arriesgaba a un linchamiento mediático y hasta a una expulsión. Así que, tras lograrla, decidí con Semprún escribir la película Z [inspirada en el caso Lambrakis, el médico y reputado pacifista cuyo asesinato en 1963 fue organizado por las autoridades militares y policiales griegas] para denunciar indirectamente el régimen de los Coroneles. Y tuve la gran suerte de realizarla en el mejor momento.

P. Lo que vivió desde su infancia, ¿ha repercutido en sus películas?

R. Somos producto de nuestro pasado. En otras circunstancias, hubiese sido otra persona. Si me hubiera quedado en Grecia o emigrado a EEUU, a lo mejor no hubiese hecho cine y, de haberlo hecho, no hubiese rodado películas tan fuertes. Francia jugó a mi favor.

P. ¿Llora de rabia y desesperación ante tantas injusticias y escándalos?

R. ¡Sí! Hay momentos en los que me sofoco y me sublevo, porque me siento impotente. Sin embargo, tengo el cine, que me ayuda a denunciar tantas injusticias y es mi escapatoria. Recupero así el aire que me falta.

P. ¡Vamos, que utiliza el cine como psicoanálisis! ¿Es donde transfiere sus emociones para desahogarse?

R. ¡Eso mismo! Es un remedio al dolor. En la década de los 70, me preguntaron cuándo rodaría una película sobre el conflicto palestino-israelí. No se puede acusar a todos los palestinos de terroristas. Cuando fui a Cisjordania para rodar Hanna K. (1982), pude comprobar lo que pensaban. La gran mayoría son gente pobre que anhela vivir en paz.

P. ¿Siempre tuvo esa gran fuerza interior para denunciar las injusticias en sus "películas comprometidas"?

R. El arte en general, y el cine en particular, molesta mucho y sacude las conciencias, aunque muchos se conforman con un cine de pura diversión, que no les hace meditar. El cine político que se me atribuye es una prolongación más amplia y directa de lo que ya hacía magistralmente Charles Chaplin en Tiempos modernos (1936) o El gran dictador (1940).

P. Su familia, ¿también trabaja en el cine?

R. Efectivamente. Michèle, mi esposa, colabora conmigo. La conocí en Niza, cuando era asistente de René Clément. Fue un flechazo y la historia ya dura 40 años. Mis hijos, Alexandre y Julie, son ahora directores. Nosotros los emigrantes siempre queremos que nuestros vástagos sean ingenieros o médicos, pero, cuando la pasión que sienten por algo es tan fuerte, poco podemos hacer los padres.

P. Compruebo por los juguetes que hay por la casa que usted tiene nietos...

R. Dos nietecitas y un nietecito. Es maravilloso ser abuelo y me vuelven loco de felicidad. Actualmente, enseño a mi nieta de 5 años a jugar al ajedrez (risas). Los tengo muy a menudo en casa.

P. ¿Qué le gusta hacer en sus momentos de ocio?

R. Voy al cine, leo mucho y un poco de todo: acudo a exposiciones, me reúno con mis amigos y paso largos momentos con mi familia. Como el tiempo pasa volando, la familia es esencial en la vida.

P. Después del desmoronamiento de las ideologías políticas, tras caer el Muro de Berlín, y el rechazo de las doctrinas religiosas, ahora nos queda el todopoderoso sistema capitalista como único motor que rige el mundo. Con su última película, Arcadia, que abrió en España, fuera de concurso, el Festival de Cine de Valladolid (Seminci), usted ataca ahora las relaciones económicas que imperan en esta sociedad globalizada. ¿Tan grave es la situación?

R. Tras la caída del imperio soviético, todos pensábamos que viviríamos en un paraíso, pero hoy la situación está peor que nunca. El liberalismo agresivo triunfa y ya no existe un contrapeso político. El hombre pasa a segundo plano mientras la economía ocupa el primero. El "economismo" maltrata al humanismo. Arcadia es un thriller social, una demostración de estos peligros a través del exceso y de la caricatura. El personaje principal, Bruno Davert, interpretado por José García, mata para obtener un puesto de trabajo y salvar a su familia. La vida moderna es una auténtica jungla que despierta nuestros instintos más primitivos hasta regresar al estado animal. Davert mata para sobrevivir.

P. Cuando una persona centra su vida exclusivamente sobre el amor, la familia, el trabajo, el prestigio social o la religión, ¿puede caer en un fanatismo con consecuencias catastróficas?

R. Completamente cierto. Vivimos en una sociedad donde reina la soledad, el consumismo y el individualismo. El hombre corre peligro porque no está hecho para vivir solo, sino en grupo. Nuestro enemigo no es nuestro semejante, sino el sistema en el cual vivimos. Nos hemos vuelto unos consumidores empedernidos y sólo nos limitamos a trabajar, comprar, comer y dormir. No sé cuánto tiempo podrá durar así esta sociedad, pero el hombre corre peligro. Hay altos y bajos pero, como soy optimista, aún confío en las nuevas generaciones.

P. Donald Westlake, el autor de la novela en la que se basa el filme, llamó Arcadia a la empresa a la que postula el personaje de José García, y usted lo conservó. ¿Es también un homenaje a su región natal?

R. [Risas] Lo guardé para la película porque Arcadia es una zona mítica de la Grecia Antigua. Es la región de Olimpia, un centro religioso donde se celebraban los Juegos Olímpicos. Arcadia es un sueño y una meta en la vida para el personaje de José García. Es su Olimpo.

P. ¿Escogió a este actor para que su personaje fuera menos antipático?

R. José tiene una gran fuerza interior y lo percibí desde el principio. Me sorprendió por su generosidad, su amabilidad y su constante buen humor.

P. ¿Tan bueno es que lo compara con Jack Lemmon?

R. Ambos tienen ciertos paralelismos tales como que empezaron por la comedia y luego se orientaron hacia el drama. José es perfecto, tiene todas las virtudes de un gran actor. En el plató, le bastan unos segundos para entrar en el personaje.

P. Contrariamente a lo que muchos pueden creer, el humor brota en todas sus películas y más en esta tragicomedia llena de humor negro...

R. [Risas] Soy un tipo serio con mucho humor. En las tragedias siempre hay una parte de comedia y, donde hay comedia, hay esperanza. Algo que nos sirve de chaleco salvavidas tanto en las películas como en la realidad diaria.

P. ¿Qué cualidades aprecia más en el ser humano?

R. La franqueza y el respeto por la dignidad del otro. La humildad y también la ambición, siempre y cuando no dañe al prójimo, son dignas de elogio. Cuando uno ataca la integridad de otra persona, la puede convertir en un animal o un monstruo.



 
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