Nº 09
Junio de 2002

Motor & Viajes    
       
EN DESCAPOTABLE


OPINIÓN
Viaje vertical

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ESPIDO FREIRE

Que volar quede para los pájaros, para los idealistas, para los que confunden prisa con eficiencia. El ser humano, criatura de tierra, puede aspirar a conquistar mares y aire, pero se encuentra, al fin, atado al suelo, viviendo del suelo, con aspiraciones de ser más fuerte, más veloz, más hermoso que todos los animales de cielo, mar y tierra.

Por eso, porque su propia fuerza y belleza no le basta, ha creado máquinas que le ayudan a sentirse un poco en el aire, un poco bajo el agua, siempre en la tierra. Y si a esto se le añade el esnobismo, la ingenua ambición de ser visto y admirado, surge el descapotable. Sólo las motos se le acercan en su calidad de objeto de deseo, de fetiche, de artilugio que condiciona una forma de vida. Como las motos, envejece mal, o, mejor dicho, envejecen mal quienes lo conducen. Un joven en un descapotable se come el mundo, y el mundo lo observa complacido y con aprobación. Cuando la edad aumenta, se sospecha que algo tiene que probar, que su vida no ha sido plena, que ha dejado a su mujer y al coche familiar al mismo tiempo y trata de ganar los años perdidos, o que le llegó la fortuna demasiado tarde.

El viaje en ese tipo de coches sólo tiene sentido si el pronóstico metereológico es amable y el trayecto moderado. Bajar a por el pan a la tienda de la plaza en descapotable nos condena al mundo de los nuevos ricos, tan lleno de dorados y de sofás con flores. Emplearlo, como las películas americanas popularizaron, para escapar de ataduras y despellejarse bajo el sol de Colorado supone abocarse a un destino trágico y a un susto dermatológico. Un coche como estos, delicado, de líneas siempre inacabadas y por lo tanto fascinantes, pide una carretera con curvas mientras se desciende una montaña, una puesta de sol de la que nos alejamos, un puerto de moda recién descubierto. Exige vestir de blanco y con algún discreto matiz de rayas azul marino, gafas de sol generosas, alpargatas y el aire de quien toma champán a cualquier hora del día, siempre que no sea con los postres.

Tengo la impresión de que con un descapotable se viaja realmente poco. Los kilómetros no le sientan bien, la lluvia le obliga a adoptar un aspecto de perrito mojado bajo la capota ortopédica. Los desplazamientos son internos, son un modo de quitarse espinas del alma, de cumplir un sueño que alimentaron las maquetas, las revistas automovilísticas, las series de televisión y las novelas rosa. Algún día compraré ese coche, pensaron, y el asunto no es como lo pensaron. Otras veces el coche mueve a su propietario en vertical, arriba o abajo en la escala social, en la atención del sexo opuesto, en la popularidad efímera que dura lo que la posesión del coche y que, por lo intensa, se desvanece pronto.

Qué triste ha de ser conseguir uno de estos coches de prestado, un amigo más afortunado y generoso, un alquiler demasiado largo, una boda, un familiar que trabaja en un concesionario. Qué trémulo acercamiento al volante, a la chapa en un color discreto, a la tapicería de los asientos. Nos olvidamos de la tierra y volamos mentalmente. Otorga misterio y poder a la mujer que lo conduce, dota de ambición y éxito al hombre. Lo que se observa tras el parabrisas no son paisajes, ni siquiera las praderas verdes que bordean la montaña que se baja, ni la puesta de sol de la que se huye, ni los yates anclados en el puerto de moda. Nos observamos a nosotros, a los que lo conducimos, a los que nos observan conducirlo. Leemos nuestro valor en el precio del coche, y lo deducimos, pobres seres de tierra, tan alejados del cielo, en los rostros anhelantes o indiferentes de quienes nos envidian.




 



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