Nº 16
Febrero de 2003

Motor & Viajes    
       
EUROPA
IRREPETIBLE


SAN PETERSBURGO
La memoria y las sombras
Abrigo de Gogol, Pushkin, Dostoievsky, Nabokov y tantos otros. Colosal como su Ermitage, este laberinto de canales e isletas se diluye entre suaves luces en el gélido río Neva
__________________________________________
JUAN BONILLA

Lo primero que hay que tener en cuenta son estas palabras del Petersburgo de Andréi Biely: «Las calles de Petersburgo tienen una propiedad indiscutible: transforman en sombras a los transeúntes. Por el contrario las calles de Petersburgo transforman las sombras en personas». Como se ve, esta definición de la ciudad es una clara invitación a la metafísica. Corre uno el peligro de ser transformado en sombras, pero también el de alucinar y empezar a ver cómo las sombras van adquiriendo proporciones humanas, entidad y palabra, hasta involucrarnos en una fantástica ficción de piedra y luces. Alucinar es buen verbo para hablar de Petersburgo, sobre todo si uno llega a la ciudad a esa hora en la que sobre el Neva se desplaza un sol enorme y bermejo, y los edificios empiezan a diluirse, transformándose en finísimos encajes de vaporosa amatista; las cristaleras reflejan un fulgor de oro llameante y las agujas elevadas lanzan destellos de rubí al aire que se oscurece. Los palacios se ruborizan y las cornisas de los balcones de piedra empiezan a iluminarse.

En medio de ese espectáculo magnífico, ¿Qué otra cosa puede ser uno mejor que una sombra? El propio Biely da una solución al problema en su espléndida novela: «Hay que caminar, caminar hasta embrutecer por completo el cerebro, no soñar con aberraciones, hay que recorrer a pie Petersburgo, perderse entre los juncos húmedos, entre los humos que cuelgan del litoral, volverse insensible, despreocuparse de todo, recuperarse entre las luces mortecinas de los arrabales de Petersburgo».

Los datos fríos de la ciudad ya impresionan: 86 canales, 42 isletas, decenas de museos y casas-museo, otras tantas iglesias que compiten en belleza por representar el Barroco tardío, cinco estaciones de tren (Petersburgo es un laberinto que facilita la salida), una avenida, la Nevski, con cinco kilómetros de largo, y un museo, el Ermitage, con 400 salas y más de 60.000 obras (pero en sus bodegas, almacenes y sucursales la suma de obras supera los dos millones).

Es fácil pues entender a qué se refería Biely con eso de embrutecer el cerebro: la competición de colosales formas que componen el escenario de Petersburgo acaba anulando la percepción si uno no tiene buen cuidado de ir despacio, si uno no comete el error sacrílego propio del turista hambriento de querer verlo todo, de no perderse nada de lo que su guía recoge. Claro que muchas de las más fascinantes casas de Petersburgo no aparecen en las guías comunes de la ciudad. La lista de escritores que vivieron aquí es impresionante y sobrecogedora (varios de esos nombres llevan adherida una tragedia). La ciudad es orgullosa en ese sentido, y no para de registrar referencias a sus escritores y artistas. No recuerdo ninguna otra ciudad en la que se mantengan abiertas tantas casas-museo dedicadas a la memoria de un escritor. Pushkin, Gogol, Dostoievsky, Lermontov, Biely y Mandelstam. Akhmatova, Babel, Blok, Nabokov o Brodsky son algunos de los petersburgueses cuyas fundaciones residen aquí, sombra de lo que fueron ellos, habitando casas en las que habitaron, guardando memoria.

LOS KARAMAZOV.
Hay un libro imprescindible para quienes deseen buscar las huellas de éstos y otros autores en Petersburgo. Es la Litterary Russia. A Guide, de Anna Benn y Rosamund Batlett, que recomiendo encendidamente a los rastreadores de habitaciones y salones donde residieron o pasaron sus infancias sus escritores adorados. Puede visitarse la habitación donde Dostoievsky (que vivió en una docena de casas distintas arrastrando su soledad) escribió Los Hermanos Karamazov, o curiosear en las estanterías de la biblioteca de Pushkin, e incluso echarle un vistazo al parte de defunción del autor de Eugenio Oneguin.

La casa de Pushkin, en la que el poeta apenas vivió su último medio año de vida, impresiona especialmente. Se encuentra en los alrededores de la concurrida Plaza del Palacio, y puede dar la impresión de que se trata de una inmensa tienda de muebles antiguos. Los retratos de los más íntimos amigos del poeta nos observan en el espléndido salón, y la confidencialidad que se les debe —sobre todo a los muertos— no impide que se nos abra el dormitorio de los Pushkin, sin hacer mención del despacho donde se alinean unas plumas sobre el oscuro escritorio. Pero mi casa favorita es, por supuesto, ésa de granito rosa que se encuentra en el 47 de la Bolshaia Morskaia Ulitsa: allí transcurrió la infancia trilingüe de Vladimir Nabokov. No toda la casa es un revival de la época en que su más distinguido habitante empezó a coleccionar detalles y a domesticar su memoria para que registrara todo lo que después iría distribuyendo con prosa inimitable por sus novelas y relatos. Apenas se permite la entrada a un salón en el que uno difícilmente puede intuir la atmósfera de su niñez: se trata de un modesto museo.

EL JOVEN MAGO.
Pero para cualquier nabokoviano hay otros dos lugares indispensables que ha de visitar en San Petersburgo: los almacenes Peto, fabricantes de juguetes, en la calle de la Caravana, de donde procedía el juego de magia que a Nabokov le hizo descubrir el arte de hacer desaparecer una flor; y la estación de Moscú, al fondo de la Perspectiva Nevski, con su aspecto de palacio florentino. De allí partió en 1917 el tren que alejaba definitivamente al joven mago de su ciudad.

En cuanto a estaciones, ya se ha apuntado que San Petersburgo ofrece facilidades para que uno salga de ella. De este palacio turquesa salen los trenes hacia Moscú, hay otra que se llama estación de Varsovia, otra más se llama estación del Báltico, la más bonita de todas es la de Vitebsk, con una fachada barroca y espléndida. La más célebre, sin embargo, es la imponente, de líneas austeras, estación de Finlandia: es la estación a la que llegó Lenin para provocar el comienzo de la insurrección bolchevique.

San Petersburgo es, ciertamente, una incansable competición de detalles, y por eso uno hace bien si se deja en casa el afán por verlo todo: es imposible e insensato. No hay mejor manera de acabar sin disfrutar de nada que querer acceder a todo. El colosalismo de sus grandes, inevitables lugares ya exige que la atención esté dispuesta a la renuncia. El Museo Ermitage, por ejemplo, con sus muchísimas salas, sus miles de objetos, sus colecciones extensas de iconos, de carruajes, de mobiliario, de pintura romántica, de espléndidos ejemplos de la escuela flamenca, de arte italiano del XVII, de impresionistas, de picassos y matisses, es inabarcable. Uno se centra en uno de sus pintores predilectos, digamos Matisse, y acude a la segunda planta, donde hay unos cuantos, pero además, con un poco de curiosidad, conseguirá enterarse de que en otro edificio, después de dejar atrás salas y más salas que permanecen cerradas al público por falta de presupuesto, hay una preciosa salita en la que nos esperan nuevos matisses.

Uno de los mejores coleccionistas del delicado pintor fue el ruso Schukin, que incluso se trajo a Matisse a Moscú y lo agasajó durante dos semanas. En el Ermitage se custodia por ejemplo el famoso cuadro de los danzantes, mil veces reproducido. El propio Schukin llegó a atesorar medio centenar de piezas de Picasso, entre ellas alguna obra maestra como Músico Español. En fin, en el Ermitage se pierden todos los días una docena de niños, y si por los vigilantes de las salas fuera no se recuperaría ninguno. Como todo museo que se precie, la historia del Ermitage es una novela fecunda, llena de dramas, de robos, de ambiciones (hay hasta un famoso naufragio en el que se ahogaron varias obras maestras). A la llegada de los soviets al poder, el museo, que había sido un centro exclusivo para las clases altas (aun antes ni siquiera eso: «Sólo los ratones y yo tenemos derecho a admirar estas obras», según la famosa frase de Catalina), se devastaron los demás palacios de Petersburgo para localizar todas las obras de arte en un solo centro, así que las demás residencias imperiales quedaron desnudas y el Ermitage empezó a acaparar obras que ni siquiera se podían exponer, hasta el extremo de alcanzar los más de dos millones de piezas que ahora están catalogadas en su fondo (y esta palabra nunca fue más exacta).

Este colosalismo del Ermitage también casa a la perfección con la columna vertebral de la ciudad, la fascinante Perspektiva Nevski, avenida a la que Franco Battiato le dedicó una hermosa canción: «El viento a treinta grados bajo cero/batía las desiertas avenidas y los campanarios/ A ráfagas heladas de metralla/ desintegraban cúmulos de nieve/ Y los fuegos de la Guardia Roja encendidos para echar al lobo/ y viejas con rosario...».

SER SOMBRA.
La Nevski, llamada así por el príncipe legendario de Novgorod que derrotó en el siglo XIII a los suecos, lleva desde el Neva hasta el Monasterio de Alexander Nevski y en ella está todo, hasta el punto de que podría decirse que quien no tiene tiempo para salir de ella, puede darse por satisfecho e intuir lo que significa San Petersburgo. En casi ningún otro lugar será uno tan sombra como aquí, en esta abigarrada multitud que es, por supuesto, uno de los encantos del lugar (como la muchedumbre que contempla la Semana Santa en Sevilla es, junto a los pasos, las iglesias y el olor a azahar, un elemento indispensable de ese espectáculo).

Una de las pruebas fundamentales de que San Petersburgo se complace en presentarse como ciudad decadente, orgullosa de ese sello, de transformar las sombras en protagonista (y en este sentido no hay nada que moleste más a los petersburgueses que se haya bautizado su ciudad como la Venecia del Norte, cuando están convencidos de que superan en belleza al modelo y que en todo caso Venecia no pasa de ser la Petersburgo latina), es el hecho de que el Barroco fuera el estilo que uniforma a la ciudad cuando éste ya era una antigualla. Quienes quieren estudiar el Barroco tardío, no tienen más remedio que mirar San Petersburgo. Llegó tarde aquí ese estilo, pero llegó con fuerza inusitada y vigor ejemplar. Y es más, es en las iglesias pequeñas que te encuentras en cualquier sitio, y no en los grandes monumentos, donde ese barroco alcanzó su punto extremo.

Pero los edificios que uno prefiere son aquellos pintados de color pastel que se alinean a lo largo del inmenso canal del Fontanka, casi siete kilómetros que en su trayecto más ancho alcanzan los 80 metros de longitud: dos de los edificios que se asoman a las aguas del canal son la preciosísima San Nicolás de los Marinos —construida en el XVIII y representante eximia de la abolición del tiempo, pues parece sacada de la Roma más barroca— y el Teatro de la Ópera, donde nacieron los ballets rusos, el Marinski.

Pero hemos dejado para el final lo más colosal de todo en una ciudad de colosos (el Neva, la Nevski, el Ermitage,el Fontanka): la fortaleza de Pedro y Pablo, construida por el zar que hizo instalar primero una pequeña casita de madera —luego revestida de piedra—, se convirtió enseguida en cárcel (aquí comieron sombra Dostoievski y Bakunin, Gorki y el hermano de Lenin) y poco a poco se fue llenando de edificios majestuosos empezando por sus puertas colosales (lamento la insistencia en el adjetivo) y terminando por la espléndida Colegiata.

Pero uno, que es un moderno, prefiere con mucho la maravillosa estación Goskovskaya de metro, un edificio circular y acristalado desde el que no se oye el rugido del Neva sino el de la muchedumbre que, en efecto, como quería Biely, lo convierte a uno en sombra y convierte a las sombras en transeúntes.

Juan Bonilla es escritor. El Belvedere (Pre-Textos) es su último libro.




GUÍA

 

CÓMO LLEGAR
La compañía aérea rusa Aeroflot vuela desde Madrid y Barcelona a Moscú. Una vez allí, se puede viajar toda la noche en tren. El tren sale desde la estación de Leningrado (Komsomolskaya pl., nº 3. Metro Komsomolskaya). Otras compañías aéreas europeas que llegan hasta el aeropuerto internacional de Pulkova 2 son British Airways, Air France y KLM, entre otras compañías.

DÓNDE DORMIR
El Europa (Tfno: 812 329 60 00) es sin duda el mejor hotel de la ciudad. En la misma línea se sitúan el clásico Astoria (Tfno: 812 3135757), el Radisson SAS (Tfno: 812 322 5000) y el Nevski Palace (Tfno: 812 380 20 01). Un opción más económica la encontrará en el San Petersburgo (Tfno: 812 542 91 01)

DÓNDE COMER
Para degustar la gastronomía rusa son recomendables los restaurantes de los hoteles arriba mencionados. Otras opciones son el Podvoriye (Tfno: 812 465 13 99), o el 1913 (Tfno: 812 315 51 48).

INFORMACIÓN
Para más información sobre San Petersburgo, planificación de viajes en cualquier época del año o para organizar rutas por otros puntos de Rusia, IberRusia Turismo (Tfno: 91 573 28 26)

DATOS
Geografía: La ciudad de San Petersburgo se encuentra situada al noroeste de la Federación Rusa, en el delta del río Neva a orillas del Golfo de Finlandia, que bañan las aguas del mar Báltico.
Población: Cuenta con unos cinco millones de habitantes.
Clima: El clima de la región es continental, con largos y fríos inviernos en los que las temperaturas pueden alcanzar los 20 grados bajo cero.
Idioma: La lengua oficial es el ruso.
Moneda: La divisa rusa es el rublo. Los dólares y euros se cambian con facilidad.

 




NO SE PIERDA...

 

Sus catedrales y palacios. Altísima catedral del siglo XIX, Nuestra Señora de Kazan quiso emular a la de San Pedro en el Vaticano. Por fortuna, sus hacedores se tomaron libremente el modelo. Sus cifras invitan a hablar de colosalismo: 96 columnas forman un hemiciclo inolvidable, la altura del edificio alcanza los ochenta metros y el número de estatuas es suficiente para que uno se canse de contarlas. Fue, con los soviets, Museo de Historia de la Religión y el Ateísmo. Otra catedral, la de la Resurrección, es un impresionante ejemplo del barroco tardío que alimenta y da el tono de buena parte de la ciudad. Es la colegiata del convento Smolni, y lo más aconsejable es visitarla cuando estén dando un concierto. Está pintada de celeste y la fachada es una procesión de columnas. También entrañable el Palacio Mensikov: Mensikov fue un amigo temprano de Pedro el Grande al que esa circunstancia dotó de poder pese a sus orígenes humildes. En la isla Vasielievski hizo construir un hermoso palacio, hoy restaurado, hasta recuperar su retórica ampulosa y grandilocuente.

 




PIÉRDASE EN...

 

Su pasado de Arte e Historia. La estación de Finlandia no sólo es el título de un famoso libro de Edward Wilson, sino un episodio de la Historia reciente. Aquí llegó Lenin, aquí empezó a tejerse una de las grandes tragedias del siglo XX. Es un edificio apesadumbrado, poco petersburgués. Nada que ver con el Mercado Koljosiano. Aunque hay una docena repartidos por toda la ciudad, el más aconsejable es el que está junto a la casa de Dostoievski, porque comprende también un mercado de antigüedades. En otra parte de la ciudad, la Academia del Teatro —antigua escuela Tenishev, aquella donde estudiaron Nabokov, Mandelstam y Solshenitzhin—, apenas conserva los esplendores del pasado, pero el lugar está lleno de personajes y escenas ‘nabokovianas’. Para los aficionados a los ballets rusos, imprescindible el teatro Mariinsky, el antiguo, legendario Kirov. Y siempre, desde cualquier puente, desde cualquier canal, fascinantes los juegos de luz sobre el agua: cómo se asoman los palacios y tiemblan allí, se esconden, reaparecen, van cambiando de color, cómo el sol se desliza...

 

 



VIAJES es un suplemento de