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 DIRECTORIO   Marzo de 2003, número 18
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COSTA DA MORTE/
Las leyendas e historias salpican una Costa da Morte cuya paradoja es la vida. Aquí se da la ardiente unión entre la tierra y el océano, entre el sosiego y la rebeldía de una naturaleza que susurra la melodía de antiguas pasiones
El vértigo de la belleza
ELENA PITA
Desde las rocas que reposan bajo el faro del fin del mundo, el océano entona un cautivador canto ora procedente de las olas al chocar contra las rocas ora de las bellas sirenas.
   

A Costa da Morte nunca fue negra. Fue brava, arisca, inconformista, festiva hasta en sus lutos, fue el lecho del sol, el fin del mundo, final siempre de largos recorridos. Pero hoy es una costa negra. Y por ello parece acertado iniciar el recorrido en el mausoleo, perdón museo, de Man. Man, diminutivo de Manfred, fue hasta hace poco el alemán de Camelle. Hoy es un mito. Manfred Gnadinger (Dresde, 1940) llegó a esta costa conducido por los cantos de sirena hasta el pie de la palestra donde una joven profesora enseñaba caligrafía a los niños. La vio, se enamoró y aquí viviría para siempre, sin la maestra. Siempre terminó anteayer, engullido por la codicia de los nuevos piratas que rociaron su museo o su vida y su mar de muerte o alquitrán. Así hoy, el museo de Man, una suerte de jardín de piedras que a lo mejor recuerda las formas de Gaudí o las ruinas de su ciudad alemana bajo la revancha aliada del 45, asentado en tierra de océano, queda para gloria del turismo convertido en la memoria negra del Prestige. Los turistas admiran su paisaje con tomavistas. Cuando Manfred vivía, y vivió aquí 40 años, era imposible adentrarse en sus piedras sin ser visto: el hombre en taparrabos (invierno y verano) observaba incansable desde su atalaya, salía al acecho del visitante con una cajita de pinturas y un bloc de miniaturas: «Ver, haces un dibujo; fotografías, tres dibujos», era el precio de la entrada. Pero Man ya no está: murió de pena, primera víctima de la marea última; fue enterrado por los vecinos. Están sus piedras, que te pegan las suelas de alquitrán, quedan sus plantas (ya secas, del aire enrarecido, el olor a fuel que también mató a Man), impone asomarse a sus diminutas vidrieras, porque en el interior de su cueva el lecho no está intacto sino desventrado, sus papeles han sido vaciados de las cajas, sobreviven sí algunos cuadernos de dibujos/boleto, entre los miles que tendría. Man murió de pena y dijo solo: «yo decir que esto no debe limpiarse nunca..., porque hombre no querer a hombre, ni a mar, ni peces ni playa». Nadie se ha atrevido a contravenir su último deseo, llenas permanecen sus pozas de chapapote.

Buscando la muerte, perdón la costa, merece la pena sacrificar los bajos del coche y adentrarse por las pistas de tierra que van del puerto de Camelle a Arou y Santa Mariña, corazón de esta costa. Los límites de A Costa da Morte no existen, de tanto que se han discutido: unos los sitúan de la Torre de Hércules hasta Fisterra, otros de las islas Sisargas a Muros y, entre esto, lo que usted quiera: parafraseando a Torrente Ballester respecto de Cuba: A Costa da Morte, más que un lugar, es un estado de ánimo. Menos discutible es dónde alberga el corazón, y por estas pistas que íbamos, hacia el corazón mismo: lugares de Arou, con su playa de arenas turbias, y Santa Mariña, ladera de monte precipitada al mar, detenida en un minúsculo puerto donde los marineros encaraman las barcas de bajura, hartas de nécoras, centolla y mariscos similares, sabrosos y horribles. Hombres, mujeres y niños, pelirrojos todos: tal fue hasta ahora la endogamia del lugar. No se asuste el viajante si, admirado por el paisaje del océano al frente, en apagando el coche descubre que ha quedado sin habla: es sólo la fuerza sonora del mar, que acongoja: tan bello, tan amable en apariencia, mar terrible surcado de bajíos, paisaje en blanco y negro. Desde el punto más alto de esta pequeña pista, sobre el acantilado, hay una mancha de arena que en su vertiente oeste resulta ser una lengua blanca que los vientos hacen subir, 200 metros, desde la Playa do Trece (no se aventure en sus aguas). Es lugar ideal para acampadas furtivas: furtivo, así es también el sabor del aire. En el extremo occidental de este arenal suave y terrorífico, se levanta de nuevo la memoria de la costa: Cementerio de los Ingleses. Dios sabe dónde andan los cuerpos, desperdigados por la arena, su memoria se recoge en un placa que dice, «A los hombres de la Royal Navy que perdieron su vida en esta costa, y en gratitud a todos aquellos que les socorrieron». Lo del socorro tiene una leyenda, y es que ni un solo vecino de Xaviña, la aldea más próxima, tuvo agallas para enfrentarse a los despojos humanos que dejó el naufragio del Serpent (1890, 297 muertos): tal era el estado de los cadáveres aplastados y cercenados por la fuerza del océano contra las rocas. Una corona de amapolas plásticas recuerda hoy a los muertos. También hay dos ramos de brezo lila y fresco, y el lazo que frunció la ofrenda floral de 2003: todos los años, salvas y una corona.



RUTA DE MAR. Seguimos pista adelante y, allá donde el aire da la vuelta, aparece majestuoso el perfil de Cabo Vilán, escultórico, donde dice Manuel Rivas (Galicia, el bonsai atlántico) que el príncipe Hamlet hubiera soñado un segundo castillo. Seguro. Pero hasta llegar a él aún habrán de recorrer las playas de Reira, de arenas cálidas, pintadas las rocas de un pespunte negro. No esperen encontrar en este sendero un bar, un chiringuito ni menos aún un albergue. Aconsejo que lleven bebida, no vayan a perder aliento, y esperen la caída del sol porque, todas las tardes, O Vilán se incendia de luz.

Si vuelve sobre sus talones y toma la carretera, llegará al puerto de Camariñas, de flota fondeada frente a la lonja, alterado el silencio del día por el ruido de las palilleiras, mujeres con sombrero afanadas sobre sus trebejos de tejer. Son bonitos sus encajes, costosos de hacer y de comprar, claro. Fondo de ría, Ponte do Porto, lugar noble, paisaje ribereño. Aquí comienza un área histórica y monacal: tomada y retomada desde tiempos de invasiones normandas, lugar importante para la estrategia y, por tanto, lugar de curas, reyes y guerreros. Dan cuenta de ello sus casas de piedra cuidada, incluso torres almenadas, pazos, blasones y balconadas, la iglesia de Santiago de Cereixo y la de San Xian de Moraime (románico del XII ambas). Y todo esto para llegar a Muxía, zona cero del último desastre naval. Desde aquí parte una pequeña carretera que, entre campos de labranza, llega hasta el lugar de Pereiriña. Ahí, tome a la derecha y desemboque en Lires, siguiendo el curso del río Castro. Lires es un lugar de cuento. Pero no se entretenga demasiado, porque pronto está a llegar el merecido descanso del viajero: Fisterra o el fin del mundo.

El cabo de Fisterra forma un conjunto histórico emocional devoto a la inmensidad de la tierra o a la infinita levedad del ser. Recalan en esta esquina del mundo espíritus encendidos que sólo ante la inmensidad sentida del océano se aplacan. «Polos meus ollos romeiros/ paxaros buscan a mar/ barco de néboas insomnes/ acouga mar terminal» (Fisterra, según José Ángel Valente, 1999). Para sentirlo, tome asiento en las rocas bajo el faro, que en los días de niebla no para de mugir como un rebaño de vacas, y apúrese a coger sitio en una de las seis habitaciones de O Semáforo, enclave que dirigió el tráfico marino de estas latitudes hasta hace 40 años, hoy reconvertido en hospedería por el arquitecto César Portela. Noches insomnes le esperan, congratulado con este horizonte terminal y su luz. Para mayor gracia con esta travesía, de mañana habrá de descender unos metros por la carretera del acantilado y tomar el segundo ramal de tierra a su derecha, donde el señero arquitecto ha levantado el mayor tributo a los hombres del mar: un cementerio o lugar de encuentro con el más allá, a base de cubos idénticos cada uno con su perspectiva, su altura y su orientación diferenciada. Inexplicablemente (riñas políticas) el cementerio de Portela está terminado y desierto desde hace dos años. Los cadáveres siguen peleando su sepultura en el exiguo y surreal campo santo tras la iglesia de Santa María, la que alberga al Santo Cristo da barba dourada: si lo miras fijamente, de verismo cargado, verás crecer los pelos de su barba.



ÚLTIMOS PASOS. Siguiendo el interior de la ría, aparece Corcubión, villa de origen burgués, rincones aún empedrados, bella, rivalizando siempre con el vecino Cee: como dos siameses unidos por la dorsal y encontrados, porque Cee es capital industrial de la zona, con sus hidrocarburos de visión espeluznante, y cabeza de sus fuerzas vivas. A pocos kilómetros del horror industrial, la playa de Gures es un remanso de paz y tiempo detenido, circundada de pinares y labranzas, impregnada por la historia romántica del capitán del Grand Liverpool, que encalló en sus bajos: el marino no resistió la visión de su esposa embarazada, la bella Elena, engullida por las aguas, y así pues, ya a socorro, se quitó la vida. Más historias trajeron los balleneros que hasta hace poco hacían parada en la Lobeira grande, la isla frente a Caneliñas, conocida en el mundo entero por los arponeros de la factoría de los noruegos, llegados hasta aquí tras una leyenda de fecundidad cetácea.

Unas curvas adelante, la ruta vuelve a sorprender a la vista de O Pindo, montaña de laderas pedregosas donde desemboca el río Xallas, en una de las mayores cascadas de Europa, tristemente revisionada en central eléctrica. A sus pies, bajo la inmensa mole de piedra, se abre la diminuta ensenada de Ézaro, que es como un lugar sólo soñado, tal vez por el contraste de colores, el rojo de la piedra y el azul del agua. Dicen que Ézaro era el lugar elegido por los corsarios del norte para carenar y reparar sus barcos; cierto o no, los vecinos del lugar siguen dedicados a la carpintería de ribeira, y así dan fe sus barcos, varados siempre en la arena blanca del estuario, como postal. Ézaro no es O Pindo, cuidado con confundirlos, de tanto que se asemejan estos dos pueblecitos marineros, antesala de una costa baja y pedregosa que remata en el mayor arenal de Galicia: Carnota, paraje de ensueño, laguna protegida, que a su vez compite con el vecino Lira, que alberga, éste sí, el hórreo más largo y la mayor piscifactoría de rodaballo del mundo. Mayor o menor, el conjunto románico que forman la iglesia, el cementerio y el hórreo de Carnota, son el perfecto anfiteatro para la contemplación de sus aguas: adéntrese en las dunas de arena, sobrepáselas, tome tierra y contemple; deje que las olas le salpiquen y cuéntelas, antes de dormirse en un sueño. A partir de Lira, el paisaje se dulcifica aún más, pero, antes de perderse en las profundidades de la tierra, o sea en las Rías Baixas, aún ha de ofrecer un último espectáculo, que es Louro: una montaña levantisca cayendo al borde del mar, formando playa y laguna, aguas que en marea plena parecen a punto de desbordar. Es este un lugar de acampada, que da pie al Ancoradoiro, el enclave quizá más desgraciado de toda esta costa, urbanizado a prisa con hoteles, hostales, terrazas, bares. Aguante las ganas de parar hasta llegar a la última villa, la de Muros, pétrea, porticada, de estructura marinera, con sus calles ascendentes desde el puerto, rematado en una lonja que, de estar abierta, constituye un espectáculo grandioso de entrada libre. La presencia de las bateas, plataforma de cultivo del mejillón, son, junto al acento silbante de sus moradores, síntoma inconfundible de que el mismo mar, idéntico océano, va a perderse tierra adentro en rías y marismas que configuran otro apartado de costa: otra esencia anímica.



Elena Pita es autora de la novela Amor sin decir Amalia (Ed. Punto de Lectura).



COMER Y BEBER EN GALICIA
FERNANDO POINT

En cualquier parte de España las palabras cocina y gastronomía tienen que pronunciarse hoy día acompañadas de un adjetivo: tradicional, con todos los clichés archisabidos, o moderna, con todos los cambios a menudo profundos que la oleada de renovación culinaria está llevando a la manera de comer de nuestro país, al menos en los establecimientos públicos. Una cosa son los clásicos gazpachos manchegos; otra bien distinta, la versión aggiornata que de ellos hace Manolo de la Osa en Las Pedroñeras (Cuenca). Y así en todas partes... quizá, hasta llegar a Galicia.

En Galicia, donde Alfonso X el Sabio ya «queria comer de bon salmón» y «beberia bon viño de Ourens», lo de la renovación es mucho más matizado, y la tradición también lo es, que en la mayor parte del país. Por forma de ser y porque la devoción por la materia prima, de la tierra y sobre todo del mar, es tan profunda que deja poco resquicio al cambio: unos maravillosos camarones al vapor no admiten ni justifican variación...

Se dirá que es ésa una visión reduccionista de la cocina gallega; que José María Castroviejo afirmaba que, como expresión de la tierra, la cocina gallega es barroca. Y es que, sí, hay una tradición culinaria rica y elaborada, nacida en los pazos y sobre todo en los monasterios medievales, donde frente a la pobreza campesina reinaba una verdadera opulencia. Lo que sucede es que pocos de esos platos, como las empanadas, que pueden ser obras de arte, tienen vigencia aún hoy. Del pastel de perdices, del pato a la moda de Ribadeo, de los jamones de jabalí cocidos en vino que nos describía Alvaro Cunqueiro, bien poca cosa veremos en nuestra mesa de turista en un mesón moderno, del 2003.

La cocina gallega es, de hecho, un mar de contradicciones. Durante muchos siglos, sus habitantes malvivían con algo de berza y de grelos mientras ignoraban totalmente —¡pero totalmente!— esos mariscos que proliferan en sus costas, desde el mejillón hasta el percebe, cuya pérdida en la Costa da Morte hoy tanto se llora tras la catástrofe del Prestige. El doctor Domingo García Sabell escribió mucho sobre ese misterio insondable: mientras terribles hambrunas diezmaban a la población y la incitaban a emigrar, se desdeñaba la riqueza alimenticia de las costas gallegas. ¿Viejas fobias célticas? No sabemos. Pero sí se sabe que las poblaciones celtas de Europa comparten tabúes alimentarios: por ejemplo, ninguna de ellas (y tampoco los gallegos) ha comido tradicionalmente setas y hongos. Basta ver los nombres aterradores (pan do demo, pan del demonio) de especies perfectamente inocuas de setas...

Hoy, claro está, la Galicia de la prosperidad come mucho marisco sencillamente preparado, y los buenos restaurantes sirven casi tantos platos de hongos como en cualquier otra región. En ese sentido, se puede ver que la restauración pública moderna se mete bastante menos en esas viejas raíces —las monacales que el gallego medio, en realidad, nunca conoció— que la cocina moderna vasca, catalana, castellana o andaluza. La mejor cocinera actual de Galicia, Toñi Vicente, se dio a conocer en su restaurante de Vigo (y luego de Santiago) por su maestría en la elaboración de un sensacional foie gras de pato: nada menos gallego, se podrá apuntar...

En cuanto a vinos, algo parecido ha sucedido: un potencial histórico, más mítico que vivido, en los albariños blancos de Pontevedra (Rías Baixas) o los mencías tintos de la Ribeira Sacra, se ha traducido al fin en vinos modernos muy interesantes. Pero falta quizá ese toque de locura, de dedicación entusiasta, para dar el salto a los vinos verdaderamente grandes. Asignatura pendiente. Todo se andará.

IMPRESCINDIBLE

1 O trece. No se deje embaucar por un mal número y visite el corazón mismo de Costa da Morte. Un arenal blanquísimo y suave a la vista, mortal de navegación. Lugar maravilloso para contemplar y escuchar los cantos de sirena que cuentan de los muchos naufragios que saben. En la misma playa puede visitarse el cementerio de los ingleses.



2 Fisterra. Sobrecoge desde aquí la inmensidad del océano, conviene pararse, contemplar y, si uno se decide por la trascendencia, subir a mano derecha del faro el monte Facho hasta los restos de la ermita de San Guillermo donde, acostadas sobre una piedra que se cree sirvió para el sacrificio, las parejas invocan la fertilidad (pendiente de que alguien arregle la pista de acceso).



3 O semaforo. Antigua edificación que hasta hace 40 años dirigía el tráfico marítimo de la zona, hoy reconvertida en hospedería por obra del arquitecto César Portela. La sobriedad del edificio se mantiene apenas revestida de una sutil elegancia mobiliaria y decorativa. Cuidado con los visitantes de sus dos bares: son de locura contagiosa.



4 Percebes. Molusco feo y sabroso donde los haya: un trago de mar que, como no podía ser de otra forma, alcanza en los acantilados de esta costa su máxima expresión. Empezando por los de Roncudo (Corme, milla de oro) y siguiendo por Cagada, Capelo, Percebeira, Arnela, Vilano y Corno, hasta llegar a Fisterra. Puebla el camino un reguero de cruces en memoria de los percebeiros que el mar llevó.



5 Ezaro y O Pindo. Pueblos hermanos pero encontrados, que surgen como pintados al pie de O Pindo, montaña rocosa color rojizo donde desemboca el río Xallas, conformando una de las más bellas y altas cascadas del viejo continente. Ambos puertecitos, ensenadas naturales del mar, se recuerdan luego como postales soñadas, de arenas blancas y barcas varadas.



6 Carnota. Es el arenal más bello de toda la costa gallega, ocho kilómetros de dunas, precedidos hacia dentro por una laguna/tesoro ecológico donde, atención, sí sube la marea. Antes de adentrarse en la playa, merece la pena visitar el conjunto románico de la parroquia de Santa Columba, su cementerio y el hórreo adyacente, 35 metros, el segundo más largo del mundo (el primero está en la vecina Lira).



7 Lires. Como un lugar fuera del mapa, Lires es un pueblo diminuto, de calles estrechas y casas con hórreo bien conservadas, entre los faros Touriñán y Fisterra; es también la ría donde desemboca el río Castro, donde crece un alga milagrera según cuenta C. J. Cela. Si uno se deja guiar por las aguas del río, acaba en el arenal de Nemiña, a la derecha, y las calas más bonitas donde abandonarse, a la izquierda.



8 Cementerio. Engullido por la proximidad de la nada, este espacio de César Portela reconcilia con la muerte. Volcado sobre el acantilado, es la más destacable obra de arquitectura en la reciente historia de esta costa. Arriba, una capilla de mar, paredes cóncavas y azul cielo nublado, despide la vida. Abajo, los cubos de nichos, de idéntico granito.



9 Tira do cordel. O el placer del viajero. Este restaurante, que empezó hace unos 15 años siendo una parrilla clavada en la arena de Langosteira (Fisterra), continúa siendo el mejor regalo que uno se puede hacer: no ha perdido su sabor pese al asfalto que ahora la circunda.



10 Tres consejos. Uno, que no espere encontrar un litoral abrupto y terrible: no, la Costa da Morte es un paisaje amable que se deja pasear. Dos, que no esperen playas con bares ni chiringuitos: aquí, no, por favor. Y tres, que ponga la vista fija en el mar y así podrá obviar el horror urbanístico.

GUIA

COMO LLEGAR

Las principales vías de entrada proceden de La Coruña —A-55 y C552—y de Santiago —C550 y C545—. El servicio público de transporte lo gestiona Autocares Finisterre (Tfno: 981 22 63 95). Las estaciones de ferrocarril más próximas son Santiago de Compostela (Tfno: 981 52 02 02) y La Coruña (Tfno: 981 15 02 02).



D0NDE DORMIR

Hospedería O Semáforo (Tfno: 981 740 807), en Cabo Fisterra, junto al faro. Seis habitaciones de un encanto y elegancia incomparables, en el edificio austero que fue casa de señales marítimas para gobierno de la navegación. Hotel Las Hortensias (Tfno: 981 74 61 25), en playa de Quenxe, Corcubión. El restaurante es bueno y el personal que atiende día y noche, inmejorable y muy autóctono. Hotel rural Dugium (Tfno: 981 74 07 80), casa rural rodeada de campos de labranza, camino de la playa del Mar do Rostro.



DONDE COMER

Tira do Cordel (Tfno: 981 74 06 97), en playa da Langosteira. Excelente marisco y pescados fresquísimos: todo a la brasa. Bar A Chúmbala, en el mercado de Cee, para un buen tapeo. Casa Genoveva, en Caldebarcos. Buen marisco y pescado. A Esmorga (Tfno: 981 82 65 28), en Muros. Excelentes mariscos de Rías Baixas y moluscos bivalvos. Su emplazamiento en un primer piso recuerda a las casas de comidas portuguesas. El Zurich (Tfno: 981 72 80 81), en Laxe, muy famoso por sus percebes (de Corme). Casa Elías (Tfno: 981711049), en Buño. As Garzas (Tfno: 981 72 17 65), hotel y hospedería. Especialidad en caldeiradas y fideos con almejas. Cuidado con el sargo, puede venir bravío.

DONDE BEBER BIEN

En A Gavilla, taberna en las profundidades pétreas de la villa de Corcubión, lugar de agitación cultural al compás de un fado de Amalia Rodrigues. Lugar precioso reconvertido a partir de unas antiguas caballerizas de pazo. En O Refuxio, bar/refugio de almas errabundas al pie del faro de Fisterra.

Geografía: La Costa de la Muerte, bañada por las aguas del Océano Atlántico, se extiende —según quien lo juzgue— desde Caión, Malpica o incluso Camelle, hasta el mítico Cabo de Finisterre, abarcando cinco comarcas: Bergantiños, Soneira, Xallas, isterra y Muros. Delimita con las comarcas de Coruña y Santiago, al este, y Barbanza, al sur.

Clima: Las temperaturas son templadas durante el verano y frescas en el invierno, con una temperatura media de 17º en julio y de 7º en enero. Las lluvias son menos frecuentes que en el conjunto de Galicia.

Más información: Internet: www.turgalicia.es.

 
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