El arte de lo inmediato, lo útil... y lo rentable
Vuelve
a plantearse una vez más la vieja duda, recurrente desde
Hegel: ¿ha muerto el Arte? Al gran filósofo
alemán ni se le pasó por la cabeza la posibilidad
de que hubieran perecido en su época las posibilidades de
expresión artística: él se refería específicamente
a la capacidad del Arte para competir con la Filosofía (o
con la Religión) en tanto que instrumento de interpretación
del mundo.
La pregunta hoy toma decididamente otros
derroteros. Y conviene parcelarla: las diversas formas de expresión
artística los diversos lenguajes estéticos
se enfrentan a muy distintos problemas. Así, prevalecen las
expresiones estéticas que producen obras de percepción
inmediata, instantánea; languidecen, en cambio, los que requieren
atención prolongada. O, enfocado de otro modo: gozan de
buena acogida los lenguajes estéticos con motor, susceptibles
de repetición indefinida el cine, la TV, el vídeo,
la infografía, la música grabada, etcétera,
en tanto que decrece la popularidad de los que exigen la presencia
personal del artista (caso, muy especialmente, del teatro y
de la danza).
Pero también las formas de expresión
estética más en boga pasan por un momento delicado,
de problemática desembocadura. Su adaptación a las
posibilidades de la repetición industrial les ha proporcionado
un indiscutible empuje y una gran promoción pero, a la vez,
ha ido transformándolas progresivamente en un elemento auxiliar
de la producción de mercancías, cuando no convirtiéndolas
directamente en industrias de producción de mercancías.
Las artes plásticas son engullidas por el diseño
industrial.
Prima el arte de lo inmediato, lo útil
y lo rentable. La música popular produce una incesante
ramplonería de usar y tirar. Los conciertos se convierten
en espectáculos de luz y sonido. La cinematografía
busca la innovación casi tan sólo por la vía
de los efectos especiales. Vencen las apariencias rutilantes y pierden
los contenidos sólidos.
Se deterioran así, y a veces
incluso desaparecen, las capacidades más genuinas del
Arte. De un lado, la capacidad de provocar el desconcierto del
espectador, forzándolo a reflexionar. Del otro, la de producir
emoción estética. Es un hecho que las formas artísticas
de masas que predominan en este naciente siglo XXI tienden a chillar
mucho... y a decir muy poco.
Lo cual no es en modo alguno incompatible
con el mantenimiento, e incluso cierto auge, de determinadas artes
primeras. Ante todo, porque las actuales sociedades desarrolladas
no tienen un solo público: cuentan con minorías, a
veces económicamente poderosas, que plantean demandas más
exigentes. Y también, porque, aunque no sea de modo cotidiano,
también el gran público siente la necesidad
de disfrutar de esas formas artísticas enraizadas en el pasado.
Eso explica el importante auge museístico al que estamos
asistiendo, del que da testimonio, en el caso de España,
el éxito de los nuevos y excelentísimos museos de
Bilbao y Valencia.
Tampoco puede considerarse casual a este
respecto la buena acogida que dispensan los habitantes de las
grandes ciudades a la colocación en plazas y jardines de
esculturas artísticas, frecuentemente abstractas, que
reemplazan cada vez más a los consabidos bustos o composiciones
de homenaje a tales o cuales próceres. El arte 'de siempre'
se cotiza como nunca y los países del Tercer Mundo tienen
que tomar severas medidas para que Occidente no saquee del todo
su rico patrimonio artístico, desmigándolo en piezas
de museo o en objetos de unas u otras colecciones privadas.
Vivimos momentos de crisis de la expresión
estética. Pero no hay motivos para el derrotismo. Sigue
habiendo ideas nuevas, y deseos de comunicarlas por los cauces especialísimos
del arte. Y sigue habiendo deseos de verlas, de leerlas, de oírlas,
de sentirlas. Se abrirán paso. Aunque aún no sepamos
cómo, lo harán.
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