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EN LA CURVA QUE conduce hasta el remoto Cardoso se arremolina la gente. Es un fin de semana cualquiera del otoño madrileño y el personal hace cola junto a la carretera para visitar el hayedo de Montejo, un bosque en miniatura donde la naturaleza luce sus mejores galas. No todos tendrán suerte; quienes no hayan concertado la hora de su visita se quedarán con la miel en los labios, porque la fragilidad del ecosistema obliga a reducir el número de visitas, para garantizar su conservación.
El recorrido de este bosque de carácter húmedo y atlántico se le antoja al visitante, que para llegar hasta aquí ha atravesado secarrales y campos desnudos, fuera del lugar que le corresponde. Y esta peculiaridad es su principal atractivo. Resulta sorprendente descubrir en medio de la dureza continental de estos parajes tan ancestral tesoro vegetal. Dicen los expertos que, antaño, hayedos como éstos poblaban todas las laderas. Siglos de talas, fuegos y carboneo intensivo, abusos sin fin terminaron por arruinar tan proverbial bosque, que fue incapaz de recuperarse. Uno de los supervivientes es este recodo del Alto Jarama.
Desde el inicio, la senda se adentra en el otoño, esplendoroso como nunca. Venerables hayas varias veces centenarias espolvorean el suelo con el polvo dorado de sus hojas. Entre el tapiz que forman sobre el suelo surge el orondo terciopelo de los boletos y allí, donde más se espesa el sotobosque, brillan los frutos encendidos de los servales, majuelos, escaramujos y acebos. Es la mesa que nutrirá a torcecuellos, carboneros, trepadores, arrendajos y cucos durante todo el invierno.
Por Alfredo Merino
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