Viajes Gastronómicos. San Sebastión


Viajes Gastronómicos. San Sebastión

Acodados en la recia barra de Casa Senra, espigón de madera que a duras penas contiene la marea humana de las horas punta, dos hombres de edad imprecisa, rudos y trabajados por el mar, hablan acaloradamente de mujeres, en un lenguaje primitivo y salobre. La conversación se dispara bruscamente cuando el camarero acerca una generosa ración de jamón ibérico.


LOS HOTELES Y LA BODEGA

DE PINCHOS POR DONOSTIA


El uno maldice la máquina (enorme y automática) "que al cortarlo lo recalienta". El otro defiende la hoja giratoria aduciendo que ésta permite amplias y finas lonchas:

-"... Y además, si se hace a cuchillo -dando un tajo al aire- siempre quedan hilos,¡maromas de grasa! (exagera). Cuando se corta a máquina, el corte vertical es tan cojonudo que sólo verás perdidos puntos blancos, como... boyas que flotan". -"... Te apuesto, me cago en tal, que diferencio una de Guijuelo entre cinco de Jabugo"-dijo el más sabio (o el más mentiroso), dispuesto a zamparse seis raciones, mientras su colega blasfemaba con placer escéptico.

Tamaña erudición aplicada a una pata de guarro podría hacerse extensiva a la olorosa morcilla (cocida o frita, con o sin puerro), al versátil bacalao, la humilde anchoa, el chipirón de anzuelo y su metafísica... Y es que la arraigada religión del tapeo donostiarra ha ungido a sus fieles de una cultura tan envidiable, amplia y festiva como sus cazuelas y pinchos. Ironizaba un amigo que en una ciudad ajena (afortunadamente no es el caso), y para buscar una buena mesa, lo mejor era preguntar a un viandante gordito y vestido por encima de sus posibilidades... Treinta y un bares disfruté en la acogedora Donostia, ciudad aún a la medida del hombre, en la que pasear y potear son sinónimos. Acertadamente, dejé para más tarde la simetría del Centro y el barrio de Gros, presuntuoso de playa nueva, para perderme por las populosas callejuelas de la parte vieja, punto neurálgico, kilómetro cero y corazón del tapeo. Hasta en las tascas más humildes y los pinchos más rústicos y elementales observé una mayor sutileza en el gusto y las presentaciones. Incluso la emblemática e inamovible Gilda, no contenta con seleccionar aceituna y anchoas, intercala hoy minúsculas y domesticadas guindillas, que poco recuerdan a las ardientes riojanas de antaño. Banderillas que, al primer mordisco, justificaban el venerado nombre de Gilda, poniéndote la cara tan roja como la de Rita Hayworth tras la sonora bofetada.

Medio siglo después siguen gozando de buena salud los espartanos pinchos de bonito en aceite, el huevo duro con mayonesa cabalgado por una gamba surfista y las entrañables, femeninas, cazuelas caseras plenas de sabor y punto (hacendosas mujeres oficiando ante los agradecidos ojos del público). Hay otra cocina, "alta gastronomía en miniatura" (como gustan llamarse, no sin orgullo). Un estilo no siempre lujoso pero sí elaboradísimo y frecuentemente barroco que, pese a su juventud (apenas una década), cuenta ya con fervientes defensores y multitud de adictos. Por más que a un servidor le emocionen más el tamboril y el chistu... que las filarmónicas.

Sorprendentemente, la bebida, que en los albores del chiquiteo justificaba la tapa, no parece haber corrido una suerte pareja. Cierto que proliferan las marcas de chispeante chacolí (felizmente servido en finísimos vasos con cintura de Botero). Vino que parece haber perdido en aras de la modernidad su boina, los rústicos matices que eran el sello de su estilo, terruño y climatología.

El cava, inmejorable acompañante, tiene en San Sebastián una consolidada presencia, pero hay en sus bares un alarmante predominio de las firmas más convencionales. La magnífica cerveza de grifo se devalúa ante la deplorable costumbre de tirarla hasta el borde, sin apenas espuma. La sidra choca con el lógico inconveniente de servirse en botellas enteras. Sidra abierta, sidra muerta.

Los amables rosados navarros colman las prudentes exigencias de un gran sector del público. Y en los tintos, superada la hegemonía de los cosecheros, se aprecia una nutrida y variada representación de riojas y riberas. Excelsos crianzas del 94 que pierden su gracia y virtudes en aquellos bares (demasiados) donde los sirven a más de veinte grados. Caldos apropiadísimos para curar un catarro pero inservibles para cortejar a una albóndiga.

La guirnalda de nombres que recomiendo es, obviamente, una mínima y discutible muestra. Durante tan grato recorrido y antes de tomarse "la espuela" (última ronda del chiquiteo), descubrirá usted otros tantos locales, dignos de engordar...

Por Fernando Point



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