Entre col y col, el verano

Entre col y col, el verano
POR ZOE VALDES

"Hoy hubiera querido regalarle un poema al sol"

A la fecha que estamos y todavía llevo medias de lana, las manos se me congelan y no puedo renunciar al pañuelito floreado en azules pasteles enroscado al cuello. ¡Ah, dichosos aquellos cuyas latitudes les permitan tomarse una aspirina del tamaño del sol! No aquella de Roque Dalton, uno de mis poetas preferidos, por cierto. Más bien el sol de verdad, el que calienta y brilla. Pues sí, por acá aún llueve y el calor está racionado. No se imaginen que llueve en aguacero fabuloso, de los de ponerse a dormir con placidez de recién nacido. No, aquí llueve recto, ordenado, silencioso, insípido, hasta existe la facilidad de tomarse su tiempo y escoger un paraguas o un impermeable del color conveniente al de los ojos, o los zapatos.

No es que no me guste la lluvia, todo lo contrario, es que me falta lo barullero de los aguaceros tropicales, de los torrenciales en ambas direcciones, la flagelación del paisaje, el mar borrado o barrido, espeso en su dimensión plateada. ¿Dónde hallar el olor de la lluvia salada, el asfalto echando candela, derretido minutos antes, y después escupiendo hacia el cielo la humareda del vapor, la lava del pavor del verano cual volcán urbano?

Mi terror es que me descubra septiembre arrimada junto a estas nostalgias. Hoy hubiera querido regalarle un poema al sol, pero sólo conseguí aferrarme al recuerdo. Entretanto las agencias no cesan de vender verano a diestra y siniestra, valga la redundancia. ¿Por qué debo yo comprarme el verano si éste me pertenece por acta de nacimiento? Abro la ventana y huelo el perfume banal de los muros. Hace unos cuantos días salí a bailar con la noche más larga del año, la dedicada a la música, el 21 de junio. Las calles se repletaron de camisetas coloridas, bermudas, miradas anhelantes, muy pronto tuvieron que ser reemplazadas por paraguas, chaquetas de cuero y vaqueros mojados. Los músicos cantaron melodías encharcadas bajo portales, túneles o simples carpas de poliéster. La Bastilla bostezó de ausencias. Así y todo repiquetearon tambores africanos y retumbaron los himnos veraniegos, inercia de la añoranza.

El Día de la Música fue el más corto del universo, rompió a relampaguear, ( ¿qué digo?, aquí tampoco relampaguea) más bien meteorología sobrecumplió la norma, pues las nubes, esas gaticas de maría-ramos que tiran la piedra y esconden la mano, bajaron desde las dos de la tarde. Ahora, mientras hago un descanso para inventarme la luminosidad, comienza a escampar poco a poco, con la misma intensidad con la que un auto achacoso pondría en marcha su motor constipado. Por fin, ni una gota cartesiana cae del cielo, entonces es peor, las piedras estancadas en el gris atmosférico, infladas de hiedra, recitan la evidencia de lo antiguo, la premonición del invierno. ¿Dónde carajo se ha metido el sol, ese cabrón tan necesario? ¿No ves, cacho de hijo de puta que me estoy muriendo de tristeza, que ni siquiera sé si podré terminar esta columna? ¿Tendré este año que tomar yo también las vitaminas prescriptas facultativamente a los bebés amamantados en zonas desoleadas?

¡Qué va, voy a buscarme enseguida un charter hacia el sudor! Hace meses que no sudo, mi piel se reseca como un pergamino japonés, la solución será tatuarla. En el espejo me reflejo transparente, ni eso, parezco un pote de Yoplait, o un mantel enjuagado en cloro. No me resisto con estos olores metafísicos, o mata-físicos. Hoy más que nunca considero a los esquimales, aunque me cuenten que quién sino ellos para justificar aquella parte del planeta, mejor dicho, planisferio. Si hasta tengo la sensación de habitar un planisferio, vivo colgada de una cutícula de los Info-Metéo. Ni siquiera me distingo entre tanta brumosidad. Y yo que me vanagloriaba de que el verano florecía en mi interior. ¡Ah, pero no, no van a lograr transformarme en un témpano! No me resigno a mirar al cielo y constatar la polución. Entre col y col, la imaginación ardiente.

Plastilina Manuela Martín



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