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sábado, 13 de septiembre de 1997
viajes

SANABRIA. Unamuno quiso que su "San Manuel Bueno, mártir" meditara en estas tierras de historias fantásticas. Sus gentes se enorgullecen del lago, las montañas y los pueblos que aparecen a cada paso entre enormes robledales y caudalosos ríos

Entre galerías azules y aguas heladas
Un lago de origen glaciar y viejas casas de piedra dan la bienvenida al viajero
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NOELIA SASTRE

Todos necesitamos alguna vez escaparnos a un sitio tranquilo, donde los días sean más largos, el tiempo parezca detenerse y no tengamos la necesidad de programar la jornada. Pues bien, Sanabria es uno de esos lugares donde los minutos se convierten en horas y al final del día se tiene esa placentera sensación de haber hecho todo y nada a la vez.

Y precisamente ahora, cuando los veraneantes que han ocupado los pueblos de esta comarca, situada al noroeste de la provincia de Zamora, hacen las maletas hasta el año que viene, es el momento de acercarse a Sanabria. Estos primeros días de septiembre llegan sin prisas, casi sin avisar, y todavía con la resaca de la febril actividad de agosto. Los pueblos van poco a poco recuperando su aspecto, el que tienen durante 10 meses al año, y acogen al viajero tranquilo, que llega a estas tierras sin saber muy bien lo que se va a encontrar.

La primera visita obligada es Puebla de Sanabria, la capital de la comarca. Esta villa, declarada Conjunto Histórico-Artístico, tiene un maravilloso casco antiguo que acaba de ser restaurado. Sus empinadas y empedradas calles y las casas señoriales, con los escudos que recuerdan el linaje de algunas de las familias originarias de la región, invitan a pasear y descubrir cada uno de sus rincones.

Lo primero que llama la atención es el castillo, enclavado sobre la cima de un cerro que ocupa parte de la población, a casi 1.000 metros de altura. Edificado a mediados del siglo XV por el cuarto conde de Benavente como plaza militar amurallada fronteriza con Portugal, su emplazamiento hizo de esta fortaleza un lugar inexpugnable durante las constantes luchas con el país vecino.
El lago natural más grande de la Península es el principal atractivo turístico de la comarca sanabresa

En el centro del recinto hay una gran torre conocida como El Macho, y lo único que rompe la austeridad de los muros son los ventanales y el gran balcón de la fachada oriental que se alza sobre el río Tera. Muy cerca del castillo, en la plaza del Ayuntamiento, aparece la iglesia de Nuestra Señora del Azogue, construcción románica del siglo XII, aunque sólo se conservan de aquella época los muros exteriores de sillería de granito y dos de las portadas.

El crucero es gótico y la iglesia acaba de ser restaurada, dejando a la vista tumbas con escudos nobiliarios. A su lado, la ermita de San Cayetano y el Ayuntamiento, un sobrio edificio de la época de los Reyes Católicos con dos plantas porticadas.

Enclave ecológico.

Desde aquí, bajando por una empinada calle salpicada de antiguas mansiones de típica arquitectura sanabresa: fachadas de piedra, tejados de pizarra y galerías de madera, llegamos a la parte más moderna de la villa, llena de bares y comercios. Dejamos Puebla para adentrarnos en el Parque Natural del Lago de Sanabria que, con una superficie de más de 22.000 hectáreas, es uno de los enclaves ecológicos y paisajísticos más importantes de la Península.

El primer pueblo que encontramos en la carretera que conduce hasta el lago es El Puente, a unos cuatro kilómetros de Puebla. Es el centro comercial de la región, está repleto de comercios y todos los lunes se celebra un mercado al que acuden, religiosamente, los habitantes de la comarca. Una vez hechas las compras necesarias (la carne de ternera sanabresa es exquisita, y éste es sin duda el mejor sitio donde encontrarla), nos desviamos hasta Trefacio, un pueblo encantador que muestra al visitante las típicas casas tradicionales, y donde el continuo sonido del agua acompaña el recomendable paseo por sus alrededores.

Nos dirigimos ahora hacia Sotillo, a siete kilómetros, una de las poblaciones más pintorescas de la comarca y donde mejor se ha conservado la arquitectura y la forma de vida tradicional: las casas reservan la parte baja para el ganado, tienen galerías de madera pintadas de color azul y conservan las tradicionales candongas, unas singulares chimeneas giratorias.

Los riachuelos que cruzan el pueblo y la abundante vegetación nos dan una idea de lo que encontraremos al subir hacia las Cascadas de Sotillo. Dejando el coche en este pueblo, sólo tardaremos una hora y media en llegar hasta ellas. El camino, perfectamente señalizado, nos permite ascender por la ladera de la montaña, cubierta por un denso robledal que no abandonaremos hasta alcanzar las cascadas. Hacia la mitad del recorrido podemos ya percibir el sonido de los saltos de agua, de más de 200 metros, que nos esperan tras una pequeña cuesta. Volvemos de nuevo a El Puente, donde nos desviamos a la izquierda para llegar a Galende, un pueblo rodeado de huertas y tierras verdes que anuncian la cercanía del lago, a sólo cuatro kilómetros.

Leyenda.

Una vez allí, delante del lago natural más grande de la Península (con una superficie de 368,5 hectáreas), podemos entender perfectamente por qué no hemos oído hablar de otra cosa desde que entramos en estas tierras. No le falta de nada, ni siquiera una antigua leyenda que atribuye su creación a una maldición divina como castigo al inundado pueblo de Valverde de Lucerna.

Aunque su verdadero origen se remonta al final del periodo glaciar Cuaternario, hace unos 10.000 años, al cerrarse las lenguas de hielo que descendían de Peña Trevinca y de la Sierra Segundera. De ahí que también se formara un gran número de pequeños circos glaciares que después se convirtieron en lagunas como la del Lacillo, Cubillas, Peces, Cárdena o la de Sotillo. También ha tenido el lago una excelente pluma para describir sus encantos: la de Miguel de Unamuno, que eligió este "espejo de soledades", según él mismo describió, como escenario de la novela San Manuel Bueno, mártir.

El escritor vasco, que visitó estas tierras por primera vez en junio de 1930, se quedó prendado de la belleza del lago y de San Martín de Castañeda, un pueblo de obligada visita si queremos ver una de las vistas más espectaculares de Sanabria.

A unos siete kilómetros, San Martín está enclavado en un privilegiado mirador que permite contemplar todo el conjunto del lago y las montañas que lo rodean. Su monasterio, del siglo X, morada de San Manuel por decisión de Unamuno, fue habitado por monjes benedictinos hasta el año 1245, fecha en la que se integró en la Orden del Císter. Artísticamente, este monumento conjuga diversos estilos. Desde el románico del templo a las sucesivas reconstrucciones de los siglos XVI, la sacristía, y XVIII, la fachada de la parte occidental. La iglesia, de tres naves, crucero y triple ábside, sigue en sus pautas básicas a la catedral de Zamora.

Recientemente restaurado, el monasterio alberga en la actualidad el Centro de Interpretación del Parque Natural, que cuenta con una exposición permanente y otras temporales para facilitar el conocimiento de los aspectos naturales, sociales y culturales del parque.

Desde allí, debemos volver hasta el lago para llegar a Ribadelago Viejo, un pueblo que guarda sus aguas y donde volvemos a tener la sensación de que aquí, los días son más largos.
FOTOS: Luis Rubio


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