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 PELICULAS |
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 Las normas de la casa de la sidra
ALBERTO BERMEJO La interpretación de Michael Caine, en el papel de médico pragmático al frente de un orfanato al que las mujeres embarazadas acuden a quitarse quirúrgicamente sus problemas de encima y las parejas a elegir un hijo que les convenga, quedará como el principal recuerdo de esta película bellísima que traduce en imágenes toda la grandeza de un texto literario. El escritor John Irving, autor entre otras de "El mundo según Garp", ha encarado el desafío de convertir en guión su propia novela, titulada en la edición española "Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra", adaptación modélica que comprime el tiempo literario en un generoso tiempo cinematográfico y reduce con elegancia una multitud de historias a lo esencial, en dos partes diferenciadas que escapan a las ataduras de una estructura férrea. La libertad narrativa del guionista se pone al servicio de la inspiración humilde y eficaz del director sueco Lasse Hallstrom, del que merecen recordarse "Mi vida como un perro" y "A quién teme Gilbert Grape", que llena de sensibilidad pero no de sensiblería las imágenes de este microcosmos de desgracia presidido por la generosidad y el amor a la vida. Michael Caine se sitúa en el centro del prodigio, con esa imperceptible facilidad para cambiar de registro o fundir varios en uno solo y esa humanidad que deriva el dolor de su personaje hacia los vapores enajenantes del éter, pero también hay que subrayar los trabajos del joven Tobey Maguire y de la escultural Charlize Theron —una de las pocas top-models con visos de convertirse en auténtica actriz— como cabezas visibles de un reparto impecable que llena la pantalla de verdad y de emoción. Película sobre el aprendizaje, del paso de la infancia a la edad adulta, de la toma de responsabilidades indelegables a costa incluso de saltarse la ortodoxia, "Las normas de la casa de la sidra" está inundada de poesía de principio a fin pero renuncia expresamente a refugiarse en las metáforas de lo políticamente correcto y se atreve a llamar a las cosas por su nombre, sin estridencias, pero con decidida y agradecible contundencia.
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