VÍCTIMAS
/ MUJERES Amores que matan
«ERA EL HOMBRE DE MI VIDA». Alejandra
repite estas palabras una y otra vez mientras relata el infierno que le hizo atravesar
ese amor. «Estaba enamorada»,
«él lo era todo para mí». Por eso aguantaba
los desprecios, los insultos, las palizas... Pero cinco años sufriendo
vejaciones -ocho años es el tiempo medio que aguanta una víctima
de malos tratos antes de decidirse a denunciar- acaban convirtiendo cualquier
declaración de amor en un grito de terror. «Tenía
miedo», recuerda Alejandra. Su noviazgo con Luis fue similar
al de la mayoría de las parejas, «fue una
conquista», dice. Pero ahora, visto desde la distancia, encuentra
signos que podrían haberla puesto sobre aviso. Por ejemplo, sus primeros
desprecios -cuando le decía que era tonta y que se callase porque no sabía
de lo que hablaba-; la relación que tenía con su madre, a quien
«trataba fatal, la humillaba»; o
el hecho de que no le presentase a su familia hasta que se quedó embarazada
de su hija. Sin embargo, en ese momento Alejandra no quiso verlo, «no
me interesaba discutir». Amor y pánico se entremezclan
en la vida de las mujeres víctimas de violencia doméstica. La ambivalencia
de sentimientos se hace fuerte en ellas y terminan estableciendo una extraña
relación de dependencia con su agresor, Es el 'Síndrome de dependencia
afectiva' -una especie de síndrome de Estocolmo-, que les lleva a perdonarles
una y otra vez, a minimizar y negar sus agresiones. Poco a poco se
van sintiendo incapaces de hacer nada por sí mismas -«me
tenía anulada», reconoce ahora Alejandra-, se vuelven pasivas
e inseguras mientras su autoestima se degrada en cada episodio de violencia.
Con el tiempo, la dependencia y la sumisión son absolutas. «Yo
creía que él tenía toda la razón, todo lo que él
dijera me parecía bien». Por ejemplo, cuando se quedaba el
dinero que ella ganaba porque le decía que no sabía comprar y ella
pensaba «pues tiene razón, es que no sé
comprar»; o cuando tuvo que dejar su trabajo porque él la
convenció de que su jefe quería algo con ella; o cuando se obsesionaba
por colocar los vasos de la cocina en el orden que a él le gustaba
. A
la sumisión se suma el sentimiento de culpabilidad -«cuando
me pegaba y me pedía perdón yo pensaba que todo había sido
por mi culpa»-. Y quieren evitarlo a toda costa, complacer a su
pareja tanto en casa como en público para que la relación marche
bien, para que las acepten. «Me levantaba por
las mañanas, le preparaba el desayuno y cuando se iba a trabajar me ponía
a limpiar la casa como una loca y 20 minutos antes de que él viniera, la
volvía a limpiar para que no encontrara ni una pelusa». Así
trataba de evitar Alejandra los insultos de «sucia» y «desordenada»
que Luis le lanzaba. INSOPORTABLE SOLEDAD La mayoría
de estas mujeres se aislan socialmente para no enfadar a sus parejas, que suelen
ser muy celosas. El resultado es una situación de soledad en la
que «terminas viendo lo que ellos ven, viviendo
su vida y su mundo». Se sienten fracasadas como mujeres, como amantes
y como madres, y piensan que nadie puede ayudarlas. «Todavía
me siento incapaz de hacer nada y necesito que terceras personas me digan que
lo estoy haciendo bien», dice Alejandra, que hace ya cerca de dos
años que se atrevió a dejar y denunciar a su agresor. También
necesitan el cariño y el apoyo de terceras personas porque les cuesta
tolerar la soledad. A pesar del infierno que viven, cualquier detalle
se convierte en un bálsamo de esperanza al que agarrarse. Quieren que la
relación funcione y se aferran con fuerza a cualquier cosa que pueda
parecerse a un signo de cambio por parte de él. Cuando el alcalde del
pueblo en que vivía Alejandra le dijo que Luis le había confesado
que estaba arrepentido, ella le creyó, quería creerle, «porque
él nunca habría reconocido a nadie lo que estaba haciendo».
La educación, los valores y los estereotipos aprendidos
socialmente tienen mucha influencia en la personalidad de estas mujeres: muchas
ven con normalidad las relaciones asimétricas con el otro sexo; en muchos
casos, incluso han presenciado episodios de violencia en sus familias. «Yo
no asumía que fuese algo muy grave porque lo había visto en mi casa»,
explica Alejandra en referencia a los primeros insultos de Luis. A pesar
del pánico que las invade, algunas consiguen romper con todo y empezar
una nueva vida. No es fácil, pero tampoco imposible. Alejandra lo hizo:
abandonó su hogar, se refugió en una casa de acogida, incluso confiesa
que pasó hambre y tuvo que trabajar turnos dobles. No fue fácil,
pero ha rehecho su vida y ahora es feliz junto a su hija y un hombre que la respeta.
Ella sabe que otras muchas mujeres no han tenido la misma 'suerte' y quiere
que su testimonio sirva de aliento para las víctimas que no han conseguido
aún reunir las fuerzas suficientes para abandonar su particular infierno.
RAQUEL QUÍLEZ |