Dos cooperantes españolas luchan en
Bangladesh para sacar a los niños del trabajo de las
canteras
DAVID JIMENEZ
Enviado especial
DHAKA.- Las
españolas Roser Solans y Adelaida García se
ponen en marcha todos los días a las 7.00 horas, cuando
en el centro de Dhaka miles de niños comienzan a subirse
a los andamios, a cargar mercancías o a caminar hacia
las canteras de las afueras de la capital bangladesí
para picar piedras hasta el anochecer.
«Es prácticamente imposible
sacarlos de las canteras. Familias enteras dependen del trabajo
de niños de siete años», se lamenta Roser.
Si el estado de un país se puede medir
por el número de ONG que tratan de ayudarlo, la situación
de Bangladesh difícilmente podría ser peor.
Más de 1.200 organizaciones internacionales diferentes
-por no contar las locales- se encuentran asistiendo a este
pobre país asiático, entre ellas una española:
Intervida.
Roser y Adelaida coordinan los proyectos
de la ONG para cerca de 4.000 menores de Bangladesh, gestionan
tres orfanatos y han abierto una primera escuela de primaria
donde se trata de ayudar a 15 niños que trabajan en
los pedregales. El trabajo infantil ha alcanzado proporciones
endémicas en Bangladesh y tratar de erradicarlo se
ha convertido en una utopía.
La realidad del país hace que los
profesionales de Intervida tengan que ver cómo los
niños van de su escuela a las canteras. «Tenemos
dos turnos. Un grupo de niños trabaja por la mañana
en las canteras y viene por la tarde y el otro pica piedras
por la tarde y asiste a las clases por la mañana. Intentamos
que al menos puedan aprender a escribir, leer, sumar, restar,
un poquito de inglés. Lo suficiente para que puedan
defenderse y reintegrarse en la sociedad algún día»,
asegura Roser.
El colegio está situado cerca de uno
de los barrios de chabolas del extrarradio de la capital,
junto a los campos de piedras donde niños de entre
cinco y 12 años parten las rocas golpeándolas
de sol a sol con pesados mazos a cambio de 500 pesetas a la
semana, según denunciaba EL MUNDO en su edición
de ayer.
Supervivencia
Los niños forman parte de una
sociedad de supervivencia donde el que no trabaja no come
y hay que emplearse sin descanso desde que se dan los primeros
pasos.
«Queremos que en el futuro puedan acceder
a trabajos que no sean tan duros, en la fabricación
de velas o instalando pequeños negocios. Pasar el día
entero picando piedras les hace mucho daño, es muy
duro», explica Roser Solans.
Nadie parece tener la solución para
los más de seis millones de menores de 14 años
que trabajan en Bangladesh. Al menos dos millones de esos
niños tienen entre cinco y nueve años y muchas
organizaciones hablan ya de «la infancia de todo un
país completamente destrozada». La cooperante
de Intervida Adelaida García, sin embargo, prefiere
ser optimista. «Si no creyera que este país y
sus problemas tienen solución jamás habría
venido», dice.
Las ONG se han propuesto, ya que no se puede
terminar con el problema a corto plazo, cambiar el destino
del máximo número de niños posible.
Cerca de 200 españoles ya han apadrinado
a un niño de Bangladesh a través de Intervida,
que cuida de los pequeños en dos de sus tres orfanatos
y les ofrece comida, refugio y educación. El apadrinamiento
-3.000 pesetas al mes por hacerse con el cuidado de un niño
en Bangladesh- se ha convertido en los últimos años
en una de las formas de ayuda más populares en Occidente
y las ONG creen que es una de las mejores opciones porque
implica a la persona que está ofreciendo su dinero
desde Europa o EEUU.
Inhumano
El trabajo infantil hace tiempo que
desbordó al Gobierno local y el principal objetivo
ahora es tratar de impedir que miles de niños se sigan
sumando cada día a actividades inhumanas. Muchos de
los pequeños que trabajan en las canteras no saben
apenas hablar y sufren de serias taras psíquicas y
físicas.
Sorbaru, de ocho años, trabaja en
las afueras de Dhaka y es una de las niñas que ha comenzado
a ir a la escuela de una ONG local. «Cuando me dejan
descansar vengo y el profesor me enseña a sumar»,
dice sentada en el suelo de la escuela junto a otros niños
de su edad.
Al finalizar la clase, todos recogen de nuevo
sus martillos y mazos y vuelven a golpear las piedras para
ganarse la cena. «Si vengo al colegio, algún
día seré taxista», asegura Sorbaru.
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