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JORNADA 17. MARTES 3 DE JULIO. CAJAMARCA.

Cajamarca hoy

PEDRO CACERES
Enviado especial

La expedición llegó a Cajamarca con las primeras luces del día. Durante la noche, la flota de Ormeño, los autobuses peruanos que nos acompañan desde Quito, nos transportó con su ritmo lento, lento y seguro, desde Piura hasta la cordillera. Camino del sur, muy cerca del mar pero sin verlo, hay que atravesar el desierto de Sechura, un verdadero erial de dunas de arena, hasta llegar a los barrancos que bajan de Cajamarca, al este.

Los ríos han tallado cauces de cantos rodados que resultan inmensos para el poco caudal que lleva la rambla —en ocasiones de un kilómetro de ancho— en estas fechas. Pero el estado de la carretera y de los cultivos de mangos castigados por las crecidas recientes dicen mucho de lo que las lluvias torrenciales pueden llegar a hacer.

Cajamarca está a 2.600 metros de altura y hay que atacar de nuevo las montañas, 'superparadas' (empinadas) como dicen aquí, y llegar al amplio valle —verde y con los inevitables eucaliptos— que se extiende tras el primer puerto.

Y aparece una ciudad de 70.000 habitantes que aún conserva en sus calles todo el peso de la colonia, con tres monumentales iglesias barrocas y unas escasas ruinas incas, además de un bullicio propio de día de mercadillo.

Por el camino, subiendo los puertos, los indios vestidos con sus trajes tradicionales y tocados con amplios gorros de paja con copas del tamaño de chimeneas se afanan con un burro o una cabra por los caminos.

Hay puestos en los pueblos, pero no para el viajero, sino para ellos, que comercian con patatas de todos los tamaños y colores y con frutas indescriptibles. No vale la pena querer saber qué son directamente, porque si preguntas por algo que se parece a un níspero y sabe como una ciruela dulce te dirán que es una berenjena. Es mejor probarlo todo, y apuntar los nombres para no tener que pedir por señas la próxima vez.

Dos manifestaciones desfilaban por la calle mayor de Cajamarca, camino de la plaza de armas, a la llegada de la expedición. Manifestaciones civilizadas, que abren paso a los automóviles y se echan a las aceras a su paso. Que gritan bajito, porque en América se habla bajo, y se habla bajo hasta en las manifestaciones.

Unos, los alumnos de un colegio que protestan por un desvío de fondos (la facultad de Bellas Artes de Lima vive un encierro por algo similar), otros, los campesinos, que protestan por la prisión de algunos de ellos. Son los miembros de las rondas, las patrullas agrarias que, cuando consiguieron fundarse en los 80, frenaron el imperio de Sendero Luminoso en las montañas. En un hotel de la plaza, un conferenciante adoctrina sobre los peligros del mercurio empleado en la minería de la zona. No parece un panorama bucólico, pero es una impresión que se desvanece al caminar por las calles, observar los comercios y charlar con las gentes.

La Ruta Quetzal-BBVA es como una bomba atómica en Cajamarca. Cientos, miles de niños, tantos como no he visto nunca, han salido a recibir a los expedicionarios. El pasacalles es larguísimo. Deben haber estado trabajando en los últimos días, porque cada muchacho ha preparado una banderita de papel con los colores de una de las 43 que forman la Ruta.

Colocados por colegios, por aulas, por países, ríen y chillan cuando un expedicionario del país de su bandera se acerca a ellos y los saluda. Gritan los nombres de las países y algunos siguen al expedicionario de su elección.

Es casi un kilómetro hasta llegar a la plaza de armas, donde las autoridades locales dan unos inevitables discursos, al menos esta vez ausentes del sentido militar que tuvieron los de Piura, donde se nos recibió con un desfile cívico-militar en el que desfilaron los tres cuerpos del Ejército y todos los institutos, colegios y universidades del lugar, con los alumnos y profesores vestidos de uniforme y caminando al paso de la oca.

Aquí no. En Cajamarca todo fueron sonrisas infantiles y preguntas interesadas de los más mayores. Y sorprende la pulcritud, el arreglo y la alegría de los colegiales y sus banderas con la de los otros pobres desastrados, limpiabotas que revolotean pidiendo monedas al turista o vendiendo bolsas de hojas de coca por un sol y que abundan por las calles de Cajamarca, de Piura, también de Quito.

La mendicidad es patrimonio de ancianos y niños. El resto comercia pobremente. Es una economía de subsistencia que empieza a despertar al turismo, tímidamente, con falta de infraestructuras. En el mejor hotel de la ciudad el ascensor no funciona, pero, por el tono, no parece que vayan a arreglarlo pronto.

Los expedicionarios se alojan en los Baños del Inca, que hoy, como entonces, siguen siendo fuentes termales. Parece que han decidido acampar en alto, como Atahualpa, en lugar de en la plaza de armas de Pizarro.

Mañana, visita a las minas de oro de Yanacocha, 4.100 metros de altitud, de nuevo el 'soroche'.

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