Un
deseo. Y encima satisfecho. El cineasta taiwanés apunta y... acierta. No
se trata de manosear la fibra sensible. Su 'mordisco' es mucho más sutil,
un instante que permanece como un runrún, que incita a la reflexión,
que provoca una inquietud. Desde 'Manos que empujan' ('Pushing Hands',
1992), su primera película, hasta la última, 'Brokeback
Mountain' (2005), el cóctel de ironía, sensibilidad y eterea
exquisitez cala como la gota china. Ya sean dos vaqueros-pastores o un profesor
de tai-chi jubilado tratando de encajar en la vida norteamericana de su hijo,
o una pareja gay que monta una boda ficticia en EEUU para satisfacer los anhelos
de los padres del novio chino ('El banquete de boda', 1993), el espectador
se siente reflejado en alguno de los personajes.
Es esa capacidad para convertir
en universales los sentimientos la virtud que eleva a Ang Lee a los altares hollywoodienses.
'Comer, beber, amar' (1994) completa la trilogía sobre las relaciones
paterno-filiales y sobre el ensamble entre tradición y actualidad. La recreación
en el detalle tan británica y tan asiática coincide en 'Sentido
y sensibilidad' (1995), volviendo a demostrar que el irracional motor que
guía los actos humanos no sabe de geografía. Por eso a los protagonistas
de 'Tormenta de hielo' (1997) les atan las mismas pulsiones incontrolables
que a 'Hulk' (2003).
En 'Brokeback Mountain' se percibe esa
frescura tan perturbadora de nuevo. La balanza en la que se pesan los diversos
elementos que conforman una vida, siempre desequilibrada. Aquí el único
que logra la armonía es el director, al menos en la pantalla.