Dibujante de dunas

Dibujante de dunas
POR ZOÉ VALDÉS

"He pensado tanto en ti que no estoy seguro de que seas real"

El jeep iba como el diablo por la marea de arena, a mil y ardiendo. El chófer, la niña y yo estábamos muertos de sed. De repente vi a un tipo solitario, sentado en un taburete en el descampado arenoso y negro como de antigua lava. Pedí al conductor que parara ahí mismo, enseguida. Él lo hizo chirriando gomas y regando arena, luego dio marcha atrás adivinando que yo lo que deseaba era colocarme en el ámbito visual del hombre de espaldas a nosotros y al volcán imaginario, pero frente a un caballete y a dos dunas. A pesar de la velocidad con que íbamos yo había logrado distinguir el perfil del dibujante, me era familiar, aunque llevaba sombrero a lo Indiana Jones y eso complicaba la idea de reconocerlo. La niña comenzó a llorar, más bien a berrear: -¡No puedo más, agua, quiero AGUA! Abrí la portezuela del vehículo y ella y yo salimos a la inmensa extensión desértica. El chófer esperó dentro. El dibujante no se volvió, a pesar de los gritos de la niña, parecía sumamente absorto en sus áridos trazos.

El desconocido, que mientras más me acercaba menos lo resultaba, estaba vestido con unas bermudas color beis, una camiseta verde militar, unas botas de safari; junto a él en una mesita coja y semihundida en el suelo desigual, descansaban la paleta y los tubos de colores, los creyones de punta roma y negra, los cuales tomaba en ese momento para delinear la cima resbalosa por la ventisca. También divisé un bidón de plástico de cinco litros de agua. Pensé pedirle un poco para que bebiéramos la niña, el chófer y yo. Aunque la pequeña parecía haber olvidado la sed y, bastante alejada de nosotros, voceaba que intentaba sembrar un árbol, en realidad era un gajo que había hallado con unas dos o tres hojas amarillentas. Llegué hasta él, y cuando volteó su rostro hacia el mío era Él. Mi mejor amigo de la adolescencia, desde que había partido nunca más había tenido noticias suyas.

-¿Eres tú, Ramoncito? -Asintió y regresó a su dibujo-. Oye, no sé si te acuerdas de mí, soy...
-Perfectamente. ¿La niña es tuya? -Afirmé. Él detuvo el trabajo, erguido me abrazó con tanta fuerza que casi me parte las costillas.
-¿Qué haces aquí? En pleno desierto y sin casa a la vista. ¿Quieres que te acompañe a alguna parte? Oye, porfa, danos agua.

Extrajo una cantimplora de su mochila, la llenó con agua del bidón para que bebiéramos más cómodos. Corrí hasta la niña, bebió despacio pero mucho. El chófer se atragantó, yo lo mismo. Mi amigo caminó hacia nosotros. Fui a devolverle el recipiente e hizo ademán de que podía quedarme con él.

-Vivo aquí desde que salí de allá. Tengo una piquera de taxis.
- ¿Aquí, en el desierto?
-Bueno, en realidad no son taxis. Son camellos. Una caravana. Los alquilo. Gano bien mi vida. Mientras espero el regreso de los clientes me dedico a dibujar dunas, así me entretengo.
-¿Y del mundo qué sabes? -Todo y nada. No creo que haya variado mucho desde que me jubilé de él.
-Pasan cosas...
-No lo dudo.
- ¿No deseas preguntarme algo, de las gentes del barrio, de la escuela, de allá... en fin, no quieres saber?

Meneó la cabeza en forma negativa.
- ¿Ni siquiera te interesa saber cómo llegué aquí, las razones? ¿No te sorprende la increíble casualidad de encontrarnos, después de quince años nada menos y nada más que aquí, por obra y gracia del azar?
-Si yo llegué, ¿por qué no tú? Además, he pensado tanto en ti que no estoy seguro de que seas real. Puede que seas un espejismo.

La niña intentaba escalar en vano una de las dos dunas mientras cantaba Au clair de la lune. Él volvió a sentarse y pintó esa visión.

Plastilina Manuela Martín



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