Un protestante llamado Martín Lutero. 1517 Ni la excomunión ni la proscripción política amedrentan al fraile agustino
LA DOCTRINA LUTERANA DE la "justificación por la fe" iba a tener más fuerza, expansión y eficacia que la marxista de la plusvalía. Cuando, en 1517, el fraile agustino Martín Lutero (1483-1546) clavó sus 95 proposiciones en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg, se limitaba a negar al Vaticano el derecho a embaucar a los fieles con perdones divinos a precio fijo, pero las consecuencias de ese acto crearon una forma más sencilla y pura de practicar el cristianismo que la de la burocratizada y materialista curia vaticana.
Todo era dinero para grandiosas construcciones y para sufragar el mecenazgo artístico y saciar la venalidad nepotista del papado. Los curas recorrían la Europa cristiana comerciando con indulgencias, vendiendo perdones y butacas de primera fila en el patio celestial, cuando el mazazo del monje agustino les sacó de un golpe de su autocomplacencia. De nada valieron excomunión religiosa y proscripción política;
Martín Lutero se mantuvo firme en su postura: o se le convencía con argumentos sacados de las Sagradas Escrituras o de la recta razón humana o su conciencia no le permitía retractarse. Los poderes laicos cayeron como sanguijuelas sobre las posesiones terrenales del clero alemán, y la catolicísima Inglaterra de Enrique VIII y los catolicísimos monarcas escandinavos no tardaron en seguir ese ejemplo.
Nunca había habido verdadera armonía entre el mundo germánico y la jerarquía papal latina, de modo que la explosión luterana cayó en terreno favorable, sobre todo en vista de la intolerable corrupción papal. Y todas las reformas católicas subsiguientes: desde Trento hasta Juan XXIII, no han sido otra cosa que cautas y camufladas protestantizaciones.
Foto. Una mujer diácono del Trinity College junto a su hija.
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