HOY ESCRIBE: JOSEP-VICENT MARQUÉS

Sorderas

A diferencia de Pedro Infante o de Miguel Sánchez Mejía nunca tuve un gran chorro de voz, sino quizá cierta intuitiva capacidad para hacerme oír desde el fondo de la sala en las asambleas de profesores. Una olvidable vicedecana me autorizó a hablar en el claustro de Filosofía y Letras "sólo haciéndolo bajito". Pero al igual, ay de mí, que el protagonista de la canción mexicana de mi adolescencia, debí abusar de la parranda y el ¿cuete? y por fumar y por la tos sólo queda un vil chisquete de aquel (gran) chorro de voz. En resumen: hablo bajito. Hablo bajito en un mundo donde hasta mi televisor se empeña en subir su volumen cuando aparecen los anuncios en mitad de la peli, no sea que por ir a hacer pis me pierda el mensaje. Hablo bajito y escribo esto no sólo para animar el debate social sobre la incomunicación sino para mejorar mi relación con los taxistas, sufrido e imprescindible gremio a cuyos servicios he recurrido diariamente desde hace 30 años.

La pretensión de seguir el partido de fútbol vibrantemente retransmitido, tener abierta la emisora de la compañía de radiotaxi y a veces otra emisora de amiguetes y además oír al cliente es excesiva. Los buenos directores de orquesta saben distinguir varios instrumentos tocando al unísono, pero los amigos taxistas tienen el oído muy castigado por el oficio de circular entre bocinazos, injurias, choques y ambulancias gritonas, de esas que ponen la sirena altísima para tratar de que el paciente se reanime y huya.


"Escuchamos poco. A menudo cortamos la frase de nuestro interlocutor para que vea lo inteligentes y serviciales que somos al entenderle con pocas palabras, y metemos la pata"


Amo el servicio de taxis y sufro con las dificultades que a su rendimiento impone el imperio del vehículo privado, el precio del combustible, los impuestos sobre una actividad que si acaso debiera ser subvencionada, la impunidad de quienes circulan o aparcan por su carril... Por eso me parece triste terminar una relación corta pero potencialmente satisfactoria con una conversación del tipo "le he dicho que a la izquierda", "no me ha dicho nada", "sí, hombre, ha sido cuando Mijatovic le pasaba a Raúl".

Estas sorderas son del cuerpo. Otras son del alma. En general escuchamos poco. A menudo cortamos la frase de nuestro interlocutor, para que vea lo inteligentes y serviciales que somos al entenderle con pocas palabras, y metemos la pata. Asociamos lo que nos ha empezado a decir con algo que nos ha dicho alguna vez (lo cosificamos esterotipándolo) o con algo que nos dicen otras personas (diluyéndolo cruelmente en la masa anónima). "Oye, ¿podrías bajar...". "Sí, en seguida bajo el volumen del equipo... las persianas... el perro a mear... el precio de los tomates..." "... me la cremallera?". Probablemente llevamos mucho ruido dentro cuando no nos entran ideas, sugerencias, gritos de dolor o alegrías ajenas nuevas. Mi fotocopiador predilecto, hombre atentísimo con quien me gusta en ocasiones departir, me hizo el otro día dos veces las fotocopias de forma distinta o como le pedí. Pero difícilmente llegará a la sordera social de tantos periodistas que te acaban la frase, que aunque aparentemente el oficio les pide dar novedades se empeñan en reducir lo que tú dices a lo que ya se ha dicho o que te interpretan mal por supuesto problema de tiempo (siempre queda el recurso de decir a los oyentes "interesante, medítenlo cuando hagan cola en el metro o en el parking"). Sorderas.



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