El amor desaparecido

El amor desaparecido
POR ZOÉ VALDÉS

"En el abandono sólo queda la opción del ruego"

Hace poco más de dos semanas del Día de los Enamorados y ya muy pocos se acuerdan de eso. Las vidrieras dejaron de anunciar estridentes corazones rojos de papel celofán, y los besos apasionados cesaron de pulular en las aceras, en las plazas, a la orilla de los ríos. La vida sigue, pero yo no he dejado de pensar con toda mi energía, evocándolos con mis palabras mágicas (secretas, por supuesto) en aquéllos para los que no hubo celebración ni cariños ni palabras de consuelo ni tan siquiera una despedida; es decir en los abandonados.

Igualmente me pongo en la piel del ido. Sufro con los que eligieron esfumarse, los que decidieron dejar las llaves, tirar la puerta, y desaparecer de la vida del otro. Para ellos el único regalo posible es deambular, mientras el frío les reseca el pensamiento, con una idea fija: partir. Enarbolar el olvido como aspiración. Me lamento con ellos, pero no puedo aceptar la fuga, porque huir del amor es huir de la vida. Del mismo modo que censurarles la partida no impide que les admire, les ame. Sigo amando en ellos su espíritu de suicida romántico, el acto de desesperación, el dato de introversión, que los impulsa a romper con lo negativo del pasado. Pero también con lo positivo.

Sin embargo, ¿y el otro? Aquél que queda madrugadas pegado a la ventana, cosido al teléfono, sin ninguna señal, con el único consuelo de esperar prisionero la llamada o el regreso. El amor no se acaba con la ruptura, cuando alguien abandona, su presencia se incorpora más en la persona abandonada. En el abandono sólo queda la opción del ruego, pasar noches enteras arrodillada frente a cualquier tipo de creencias, morir de vigilia aferrada a lo bueno del pasado, culpabilizándose por no haber dado más, por no haber sabido decir la palabra a tiempo, por no haber estirado el brazo en el instante en que la caricia hubiera desterrado lo malsano de la mente del otro: el futuro amor fugitivo. La Albertine de Marcel Proust.

En cierta ocasión escuché en los labios de la viuda de un gran escritor una reflexión tremenda: no son los que se van de este mundo los que se mueren, no. Somos los que quedamos aquí quienes empezamos a morir con su partida. Por eso digo que, en este caso de amor roto, lo que logra la persona que desaparece es, por el contrario, fundirse más al otro. Éste comienza a vivir en dimensiones descomunales los olores, los gestos, las palabras del perdido. La presencia del escabullido se multiplica en él teniendo como máxima aliada a la soledad, esa perra soñadora que convierte el silencio en el más terrible y ensordecedor de los ruidos.

¿Qué queda para el que desaparece? En medio de su angustia, de la autorrepresalia suministrada como un sutil veneno, podría iluminarse, volver. ¿Y para aquél que, tomado por sorpresa, debe asumir el abandono sin el más mínimo reconocimiento a lo vivido? El abandonado deberá iniciar la búsqueda, la cual siempre comienza con la primera mirada, el primer beso, la primera promesa. El abandonado tendrá que indagar más en sí mismo, desaprobarse, investigará en la infancia del otro con lupa de detective. A punto de abrirse las venas o de tragarse un frasco de pastillas, el abandonado suplicará cientos, miles de veces, perdones tardíos que nada remediarán. Para el fugitivo, la venganza es su arma, su ceguera no le permite ver el crimen, la cárcel del futuro. El abandonado no podrá creer que algo tan desasible le esté ocurriendo, y sin embargo podrá palpar el porvenir con el olfato del ciego, el cual siempre avizorará más por el solo hecho de ir a tientas, de imaginar. El fugitivo planeará su escapada como un regreso. Al abandonado le estarán vedados los proyectos. Él pronunciará en un susurro eterno: ven. Y en ese mínimo texto estará concentrado todo el amor. Habrá que inventar una celebración excepcional, una suerte de Día del Exilio Amoroso. O del Asilo Amoroso.

Plastilina Manuela Martín



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