De cerca


De cerca



Su voz, a menudo empeñada en soltar las verdades del barquero, se oye sólo por las noches, desde su ventana radiofónica diaria. De día, el periodista se ocupa de lo verdaderamente importante: en primer lugar, su hijo Cris, paralítico cerebral, y después, la fundación de ayuda a paralíticos que preside, la pintura, la poesía...

Hay un trozo de Andrés Aberasturi que parece siempre a punto para coger las maletas y desvanecerse. Y el cuadro de Úrculo que tiene en su casa -un viajero con sombrero y vuelto de espaldas, sentado sobre su equipaje- lo corrobora. Quizás también ocurra con los paisajes desolados, casi esotéricos, que cuelgan de las paredes; e incluso el pelo ralo y rebelde de su cabeza puede contribuir a que esa impresión cunda. Pero hay otro Andrés Aberasturi. Apegado a sus raíces y a su vocación. Ensimismado en la contemplación y la vivencia de la/su condición humana. Sólido e inamovible como un himalaya.

Ahora pinta -uno diría que con el suficiente aplomo- y expone. Y escribe poesía. Aunque ni él mismo sabe por qué ni cómo comenzó a quebrar las frases ya de por sí bastante rotas de un libro que lleva por título Palabras para Cris, el nombre de su hijo. Un chaval con azules "ojos de céntimo" que sigue siendo un "dulcísimo renacuajo" 21 años después de llegar al mundo en mitad de un "aquelarre de desgracias blancas".

Falta poco para que salga la séptima edición (los ingresos por su venta van directos a la Fundación Nido), y Aberasturi se chancea: "Creo que es el único libro de poesía que venden en el Vips". ¿Y la radio, Andrés? ¿Y la tele? "No me quiere nadie. Soy conflictivo". Ah. Extraña conflictividad la de llamar a las cosas por su nombre, la de decir pan al pan y vino al vino. Pero esto es lo que hay. Por el momento, sólo un programa nocturno que desgrana bellas melodías y propaga curiosos, emotivos, a veces inquietantes mensajes. En el catálogo de su reciente exposición de pintura (temblorosas formas geométricas, arcos de medio punto, borrosas ventanas de buhardilla), reza: "El haber salido por televisión no me invalida para todo y para siempre". ¿Qué pasa con Andrés? ¿Alguien lo sabe?

Hizo caso a José Hierro cuando por fin decidió vencer el pudor y enseñar sus heridas. "En poesía no hay sinónimos; cada palabra es la que debe ser y no hay otra". Y así comenzó esta glosa descarnada sobre "los inocentes que sufren", esta poesía "cargada de cansado cabreo más que de jubilosa aceptación" que fue desbrozada, sacudida y apalizada antes de ver la luz, y que mucho antes nació de un impulso incontenible: "A las cuatro líneas de ordenador cogí el cuaderno, lo que ya era sospechoso". En estas condiciones, la métrica y la rima, la aliteración y yuxtaposición, cuantas variantes gramaticales, lingüísticas o fonéticas puedan darse no son más que invitados que aparecen sin ser llamados. "Lo que se cuenta es una tragedia épica. Es un rebelarse contra los dioses, contra todo". Ante ese hijo, que era "como un mecano que había que rehacer", lo que surge es una "pasión fría" que anega los recuerdos de aquella quinta planta en la que los niños desaparecían entre silencios y miradas huidizas. "Un día veías que la cuna de al lado estaba vacía, pero no preguntabas. La muerte, como digo en el libro, no era, no es una metáfora".

A muchos podría haberles ayudado elevar la mirada al cielo, pero ése era un gesto demasiado simple. "Yo reforcé mi agnosticismo. Claro que me hubiera gustado encontrar consuelo en Dios, pero fue todo lo contrario. Todas las explicaciones religiosas se estrellan ahí, en que no es justo". Sólo quedaba el hombre, pues. Y su sublimación en la poesía. Andrés habla de "mis poetas", buena parte de los cuales están en esas páginas: las palabras para Julia, las nanas de la cebolla, lo mortal y lo rosa, que aquí es un blanco que hiere... Le pasó con Gabriel Celaya algo curioso. "Cuando Gabriel dice aquello de `como el aire que exigimos 30 veces por minuto', resulta que era una realidad. Cris ha tenido muchas neumonías, y tenías que poner la mano sobre él para saber cuántas veces exigía el aire por minuto, y si eran más, mal rollo, tenías que ir a urgencias".

"El hijo -escribe- es un tremendo gesto de seriedad". ¿Por qué? "Es el síndrome hospitalario. Él no sonreía nunca porque tenía miedo de las manos. Nos daban explicaciones científicas, hablaban de autismo y, ¡joder!, es que cada vez que se le acercaba alguien era para hacerle una putada. Y tenía un gesto de seriedad madura que se te quedaba clavado. Una de las cosas más duras fue conseguir que sonriera, que confiara en el ser humano".

En alguna ocasión, deseó que su hijo muriera. Lo cuenta descarnadamente. Y no sufre por ello. "Nunca tuve sentimiento de culpa. Me perdono porque me parece tan absolutamente humano... Me lo pregunté entonces y me respondí, sí, claro, ¿cómo no lo voy a pensar? Si esto no va a quitarse nunca, si... Es una impotencia tan brutal". Es esta confesión la que más ayuda a quienes están en su mismo caso, y habla de una mujer que durante veintitantos años vivió esa angustia y un día le escribió para decirle que gracias a su libro por fin se había liberado. "En este sentido, al menos, este libro tiene algún valor".

La vida se ve distinta después de este trago. Y los problemas se empequeñecen. Y las mujeres, "quizá por genética", se hacen más fuertes. ¿Y cómo está Cris? "Hecho un monstruo. ¿Quieres verle?" Y ahí llega, en brazos del padre que le pone en el sillón del que comienza a expulsarme empujando con el pie hasta que lo consigue y se tumba. Mirándome aún con esos "ojos de céntimo" que sé que jamás voy a olvidar.


Por Javier Lorenzo. Fotografía de Javi Martínez



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